Скачать книгу

coloridas que emanaban de las fuentes habían desaparecido. Ya no existían. Los lugareños hacían cola en ellas para apenas llenar una garrafa. Los soldados se encargaban de su racionamiento, al igual que repartían el pan y algunas verduras mientras los vendedores exponían sus escasos productos bajo el estricto control de la guardia.

      Entonces, varios carteles remachados con clavos torcidos en algunos de los edificios llamaron su atención. Se acercó a ellos con cautela, sin perder de vista al grupo de soldados variopintos, quienes custodiaban celosos la zona. Distinguió a enanos, a algún que otro elfo y a otros hombres corpulentos de los que le fue imposible dilucidar a qué especie pertenecían. Pero no había magos entre ellos, de eso estaba segura. Había aprendido a distinguir al gremio en sus anteriores incursiones. Su aureola de indiferencia no era más que una falsa postura para pasar desapercibidos cuando querían. Eran grandes observadores, de mirada penetrante y poco dados a demostrar sus sentimientos.

      Suspiró para sus adentros y continuó su avance sigiloso hasta alcanzar uno de los avisos que adornaban la plaza. «Se busca», logró leer. El corazón le dio un vuelco al descubrir una imagen poco agradable de su amigo el elfo. Estaba escrito en varios idiomas, incluyendo el élfico, además de la palabra «Traidor» y una cifra que ella consideró que debía ser elevada como recompensa. A continuación, avizoró otro de esos papeles con el rostro de Roderick a escasos metros de allí. Lo habían retratado con aspecto fiero, mostrando su desigual dentadura y acentuando sus arrugas, haciéndolo parecer un monstruo.

      —¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? —se permitió decir, reprimiendo el espanto que le producían esos anuncios.

      —Puede que sea algo bueno —musitó Daniel, llegando hasta ella—. Si los buscan, es que no están muertos.

      —O que nunca llegaron a salir del maldito desierto y los malos no lo saben. —Nico osó expresar en voz alta lo que todos habían llegado a pensar.

      —¿Y por qué no hay una foto del señor Moné? Tendrían que buscarlo también.

      La pequeña los obligó a escudriñar los distintos anuncios que tremolaban al son del incierto viento. Érika tenía razón. No había ninguno que ofreciese una recompensa por la cabeza del mago. Y eso era una señal más preocupante todavía: o bien lo habían apresado, o bien ya no se encontraba con vida.

      Alarmada, Valeria retrocedió. También ignoraba qué le había ocurrido a la pequeña Nora, una guardiana que tan solo era una niña, que pensaba que jugar a los magos era divertido pero, sobre todo, su deber. Ella no había sido entrenada para una contienda de tal magnitud, y aun así se había comportado como una valiente guerrera permaneciendo junto al elfo y al leñador. ¡Tenían que averiguar cuál había sido el destino de sus amigos! Debían obtener respuestas, y sabía que solo Bibolum Truafel podría dárselas.

      De pronto, observó que un niño con pies de pato y orejas de conejo sustraía una manzana de una de las cajas y echaba a correr. Los soldados no tardaron en reaccionar y cuatro fueron tras él, blandiendo sus espadas y apartando al gentío con empujones. Advirtió que Érika la sujetaba de la mano. Su hermana debía estar más que asustada, pero ella mantuvo sus ojos miel fijos en el pobre niño, quien trataba de escapar de sus perseguidores. Uno de los soldados se abalanzó sobre él y consiguió agarrarlo por una de sus orejas mientras el niño chillaba desesperado. Entonces, soltó la manzana, la cual rodó por el suelo bajo la atenta mirada de los aldeanos. Pero ninguno se atrevió a recogerla. Permanecían aterrorizados, apartando la vista de los guardias y deseando que el desafortunado episodio acabase de un momento a otro.

      Valeria tragó saliva. ¿Qué demonios había pasado allí? ¿Dónde estaba Bibolum? ¿Y Silona? ¿Por qué no paraban esa sinrazón? Finalmente, un hombre envuelto en un manto negro le devolvió el fruto a uno de los soldados mientras el niño era esposado. De improviso, el hombre misterioso, quien ocultaba con recelo su rostro, le lanzó una mirada furtiva, para luego desaparecer entre una de las callejuelas aledañas. Ella lo buscó achicando la mirada en todas las direcciones posibles ante el temor de que la hubiera reconocido. Podría tratarse de un seguidor de Lorius o de un guardián sublevado. Pero ya no había rastro de él.

      Poco a poco, la muchedumbre fue disolviéndose y ellos pudieron retomar el camino. Cruzaron la plaza y se adentraron en otro de los callejones más concurridos de Silbriar, uno de los vestigios de la antigua Lumia, en el que los mestizos alardeaban de sus orígenes y mostraban sus tradiciones con total libertad.

      Nico distinguió a tres hombres con narices de cerdo jugando sobre un barril con unos naipes desgastados. Gruñían acalorados mientras se abofeteaban unos a otros sin reparo. Sonrió de medio lado y dirigió su atención hacia una mujer que lucía un caparazón de tortuga como si se tratase de una modelo. Andaba resuelta a la vez que saboreaba unas guindas que extraía de un frasco con sus dedos humanos. Más allá, unos niños con ancas de rana corrían riendo como si la inminente guerra no tuviera cabida en la estrecha calle.

      —¿Lo habéis notado? —Daniel interrumpió su grato embelesamiento—. Aquí no hay soldados. Parece que no se atreven a asomar sus narices.

      —O puede que no quieran mezclarse con esta gente —apuntó Nico.

      —A mí me da igual el motivo —le respondió—. Podemos seguir avanzando sin problemas.

      Valeria chasqueó la lengua y miró hacia atrás, temerosa.

      —Creo que alguien nos sigue —soltó, desvelando sus sospechas—. Había un hombre en la plaza, el que ha recogido la manzana. Tengo la sensación de que nos ha reconocido.

      Daniel detuvo la marcha y miró fijamente a Valeria.

      —¿Estás segura? —Indagó en sus ojos, que se mantuvieron abiertos, sin pestañear—. Muy bien, cambiamos el plan. Pensé que usar la capa en el pueblo sería peligroso. Si alguno rompía la cadena, tropezaba entre tanta gente y de repente se volvía visible ante todos, lo ejecutarían sin hacer preguntas.

      —¿Qué hacemos? —preguntó expectante la niña.

      —En cuanto salgamos de este callejón, nos damos la mano, y tú, Érika, te pondrás la capa. Recemos para que nos proteja a los cuatro. Y debemos tener mucho cuidado, vigilar dónde pisamos, tratar de no ser empujados. Pero, sobre todo, y pase lo que pase, ¡no podemos soltarnos!

      Continuaron adelante, apresurando el paso y esquivando a los singulares personajes que invadían la calle, quienes permanecían ajenos al temor que mostraba el resto de los ciudadanos de la capital. Gritaban, estallaban en carcajadas y compraban a destajo en lo que suponían que era un mercado negro. Esa ciudad había brillado como ninguna otra y, sin embargo, ahora estaba sumida en un desencanto irracional donde el egoísmo y los peores deseos podían volverse realidad.

      Por fin, cuando el callejón se ensanchó, pudieron atisbar los diversos torreones del Refugio junto con sus enormes cúpulas. Estaban acercándose, y pronto podrían hablar con el gran mago. Aminoraron la marcha, pues debían cogerse de las manos. Pero, entonces, cuando alcanzaron la intersección, una flecha oscura rozó sus mejillas y terminó clavándose en un listón de madera del que apenas los separaba un metro. Valeria había percibido cómo esta le había acariciado la punta de la nariz hasta hacer estremecer todos los huesos de su cuerpo. Había sido un tiro ingenioso, desapercibido para el resto de los aldeanos pero no para ellos. Ágil, sin duda. Y con una firma inequívoca impregnada sobre una madera exquisita.

      Alzó la cabeza mientras elucubraba su trayectoria más probable. El tirador no debía encontrarse muy lejos del lugar. Inspeccionó los maltrechos edificios del callejón, las ventanas, los carteles deteriorados. Y, entonces, lo vio. Sobre el tejado de un negocio que prometía vender mejunjes eficaces contra una gran cantidad de enfermedades, descubrió al enigmático hombre del manto negro. Este asintió con un leve movimiento de la barbilla y se retiró ligeramente la prenda para mostrar sus cabellos rubios, que hasta entonces habían permanecido ocultos. Ella estiró una de las comisuras de sus labios, tratando de ser comedida. Porque allí, sobre una techumbre, como un felino agazapado, estaba el elfo más intrépido que conocía, y le indicaba con un gesto sutil que se internase de nuevo entre el

Скачать книгу