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¿Sabes que cambia su ubicación cada vez que da un salto? —preguntó Jonay, confuso.

      —Estará en el lugar en el que la vimos por última vez —alegó Nico sin dudarlo.

      —¿Cómo estás tan seguro?

      —¡Porque nos necesita! ¡Silbriar nos necesita! ¡No va a ponérnoslo difícil ese duende del que tanto hablas!

      Jonay resopló, expresando así sus dudas. Esperar que Prigmar se encontrase justamente allí, en esa ciudad, en la calle donde sus amigos lo habían visto por primera vez, era apelar a un milagro. Pero no quiso llevarle la contraria a Nico; ya buscarían otra forma de entrar a Silbriar todos juntos si la primera opción fallaba. Si no, siempre podría intentar lanzar el coche entero por el tubo volcánico, si es que el portal permanecía abierto. Apretó los ojos mientras negaba con la cabeza al considerar su ocurrencia. Demasiado peligroso. Debía confiar en Nico. Y confiar también en que el extraño duende hubiese tenido la misma idea disparatada que ellos y no se encontrara disfrutando de sus últimos días en una playa de Honolulú.

      De pronto, advirtió un tenue destello que se elevaba en el horizonte y se introducía en las nubes más cercanas, iluminándolas. No, no era un halo ascendente. Nacía de los mismísimos cúmulos y se precipitaba sobre el asfalto, indicándoles el camino. Era una llovizna dorada. Quizá el guardián de las botas tenía razón. Puede que la tienda estuviese esperándolos. Buscó desesperado el edificio mágico, siguiendo la estela brillante. ¿Dónde estaba? ¿Dónde se había escondido?

      Entonces, la vio. Alumbrada por unas farolas que habían perdido la noción del tiempo, se alzaba la tienda de los cuentos. Jonay admiró sus paredes verdes, las cuales le recordaban a los bosques de Silbriar, sus ventanales rojizos bañados por el misterioso sirimiri áureo y su impresionante luminoso adornado con varias hadas que se recostaban en sus letras candorosas. Nunca había visto la tienda. Esta nunca fue a visitarlo, pues heredó el objeto de su tío. Pero allí, frente a ella, una lágrima rodó por su mejilla, emocionado. Puede que también en Silbriar existiesen los milagros.

      El Libro de los Nacimientos continuaba su frenética escritura sin que él pudiera detenerlo. Páginas y páginas repletas de coordenadas que no alcanzaba a leer por completo. No existían objetos para todos. Sin embargo, continuaban despertando, incluso aquellos que heredarían los suyos tras la muerte de algún guardián en activo. Disgustado, pensó que se sentirían indefensos, contemplando señales mágicas que no comprenderían, ansiando coger una espada cuando esta no llegaría, padeciendo un vacío desgarrador y creyendo encontrarse al borde de la locura. ¡Aquello era un completo desastre!

      Suspiró resignado y observó las estanterías llenas de artículos mágicos. Si él pudiera hacerlos funcionar, si hubiera alguna manera de hacerlos llegar a sus destinatarios... Pero no podía arriesgarse. Un único salto y los hechiceros de Lorius podrían interceptarlo. Incluso permaneciendo allí, en esa calle, visible para todos, corría peligro. En cualquier momento podría entrar un brujo oscuro y acabar con su vida y, así, con la magia de Silbriar.

      Volvió a mirar el reloj de cuco, que, majestuoso, continuaba dando la hora con precisión. Se le agotaba el tiempo, los escudos protectores no podrían aguantar mucho más. Los sismos se habían vuelto más fuertes, y cada vez que uno retumbaba bajo sus pies, una barrera caía. Resignado, pensó que su jubilación nunca llegaría y que quedaría sepultado entre los escombros de la tienda que durante tantos años había mimado. «Una forma poética de morir», pensó.

      De pronto, escuchó el ansiado tintineo de la puerta. El corazón le dio un vuelco y, agitado, saltó del taburete para refugiarse detrás de él. Alguien había entrado. Deseó que no se tratase de uno de los esbirros de Lorius. No esperaba que hubieran dado con él tan pronto. Y, sin embargo, temía que así fuera. La campanilla volvió a sonar de nuevo, y luego otra, y otra vez más... Con las manos temblorosas, se aferró al asiento mientras estiraba el cuello para asomarse y descubrir quién lo buscaba. Escuchó murmullos en la entrada. Los misteriosos visitantes se movían con sigilo y mucha cautela. «Por favor, por favor, que no sean ellos», suplicó.

      Entonces, sus ojos se agrandaron al reconocer la melena dorada de la pequeña maga y, tras ella, los inconfundibles ojos miel de la guerrera. No pudo ocultar su júbilo y profirió un sentido hurra que llegó a sobresaltar a sus esperados defensores. ¡Habían llegado! ¡Las descendientes estaban de nuevo en su tienda!

      —¡Habéis seguido la señal! —exclamó, abandonando su ineficaz escondite y luciendo una sonrisa de oreja a oreja—. Estaba esperándoos ¡No tenemos tiempo que perder!

      Boquiabierta, Valeria lo miró de arriba abajo. Recordaba al duende con un semblante más serio y algo taciturno. En cambio, ahora demostraba una alegría desbordada, casi arrolladora, incluso presumía de ser hospitalario. Los invitaba a pasar desplegando el brazo como si fuese un abanico. Ella lo miró desconfiada y se situó junto al libro, el cual permanecía abierto sobre el mostrador.

      —Ya estáis viéndolo —dijo, señalando sus páginas escritas en negro—. ¡El Libro de los Nacimientos se ha vuelto loco! Los jinetes pronto llegarán aquí y, entonces, vuestro mundo, tal y como lo conocéis, habrá llegado a su fin. —Hizo una pausa que le permitió coger aliento—. Todavía no lo entendéis... Si los guardianes despiertan sin sus objetos, estarán desprotegidos. Podrán ser capturados por los soldados de Lorius, y el que se resista o se oponga, será ejecutado. Si no se restablece el orden, los guardianes de varias generaciones desaparecerán y, con ello, los protectores de la magia.

      —Pero ¡¿cómo ha pasado todo esto?! —Valeria negaba, manteniendo la cabeza gacha.

      —¿Y todavía me lo preguntas? —le contestó, arqueando las cejas—. ¡Una descendiente ha abrazado el mal!

      —Perdone si me meto donde no me llaman —comenzó Luis, afectado—, pero se trata de mi hija y ella no es así.

      —Y, sin embargo, las señales del cielo dicen todo lo contrario —objetó el duende, apretando los labios.

      —¡No tenemos tiempo para esto! —los interrumpió Daniel, impaciente—. Debemos de encontrar al guardián de la capa.

      —Jovencito, no conozco a su portador. Hace más de doscientos años que la capa no tiene dueño.

      —Lo sabemos —se apresuró a decir Valeria—. Creemos que está hechizada. Tenemos que encontrarla y liberarla.

      Con los ojos húmedos, el pequeño duende tomó la mano de la guerrera y asintió repetidas veces.

      —Sabía que encontrarías la manera de deshacer este entuerto —admitió sin disimular su emoción—. Desde el momento en el que liberéis la capa, las coordenadas de su portador aparecerán en este libro.

      —Prigmar, si eso sucede, ¿podrías dar un último salto? —Jonay lo miraba expectante—. ¿Podrías viajar hasta su ciudad, buscarlo en su casa y enviarlo a Silbriar?

      —Yo solo no podré —se lamentó el viejo duende—. Si abandono la tienda para llegar hasta su casa, los escudos que la protegen desaparecerán. Tendría que esperar a que él sintiese la llamada y entrase a recoger la capa. Y, claro, después tenemos el problema del salto. La magia de la tienda se expondría y los brujos de Lorius... —Apagó su discurso y miró fijamente a los ojos del guardián de Pan—. Puede que ellos lleguen antes de que el futuro guardián pise la tienda.

      —¡Mierda! —soltó Nico—. ¿Algún otro inconveniente?

      —Yo me quedaré con él. —Luis se situó al lado del duende—. No soy un guardián, pero prometo que protegeré esta tienda con mi vida.

      —¡Papá, no! —Érika se abrazó a él en un intento por hacerlo cambiar de opinión—. Yo quiero que vengas con nosotros, quiero que conozcas a Aldin y a Bibolum, y también a la señora Morrigan.

      —Cariño, yo no puedo ir. —Luis se agachó y sujetó a la niña por ambos brazos—. Ya lo dije antes. No se permite la entrada a humanos corrientes, necesitaría un salvoconducto mágico. Me quedaré aquí y ayudaré en todo lo que pueda a

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