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      Porque no identificamos ciencia con verdad –y tampoco por lo demás no-ciencia con falsedad– es que no creemos, como postula el sarmientismo, que la ciencia y la técnica sean las soluciones para el continente latinoamericano. Asimismo es imposible que podamos conformarnos con una aproximación teórica a la realidad empírica a que se contente con ser científica, no podemos conformarnos con una historiografía, una sociología, una psicología o una antropología que sean puramente científicas. Queremos un quehacer historiográfico o antropológico que sea científico, pero que, a su vez, pueda constituirse en factor coadyuvante al proceso de concientización. Nuestro afán es impedir que dichas disciplinas contribuyan a la mistificación, cosa que no se logra simplemente desarrollándolas como ciencias. Queremos, en cambio que posibiliten el cara-a-cara del latinoamericano con su historia, con su realidad, con su ser y, por tanto, consigo mismo.

      La historiografía mistificadora es aquella que nos engaña respecto al carácter del pasado o, cosa que es parecida, impide comprenderlo. Es aquella que muestra un falso pasado o que, mostrando facetas verdaderas, nos engaña respecto a su globalidad; aquello que no permite acceder a la significación de los acontecimientos. La mistificación se realiza respecto del pasado, sea porque lo parcializa mañosamente, obviando o trastrocando datos, sea porque lo eufemiza diciendo las cosas con conceptos incapaces de expresarlas, dulcificándolas o tergiversándolas.

      Su finalidad: impedir la comprensión; su método: seleccionar los datos para que confirmen y nunca falsifiquen las tesis; su lenguaje: aquel lo suficientemente elástico para que permita el paralogismo y la huida –mediante la reinterpretación infinita de lo afirmado– en caso de estar en peligro de ser acorralados, y aquel lo suficientemente blando como para no poder calar el hecho en su radicalidad.

      Buscamos una historiografía que faculte la concientización.

       VII. Historiografía y utilidad

      Harta más lejanía existe entre la historiografía y la acción que la que media entre la acción y la sociología o la economía o la psicología. Tales ciencias han sido pensadas, desde su origen, específicamente como fundamentos de una actividad terapéutica para las distintas parcelas de la realidad humana. La historiografía no puede igualmente «hacerse» acción, no es capaz de convertirse en técnica que opera sobre la realidad. La historiografía no opera sobre la historia, no genera saber transformable en técnica.

      Es verdadero, sin embargo, que la historiografía se inició como quehacer en el explícito afán de ser útil para la acción; explícito afán por conocer el pasado con el fin de saber cómo actuar en el presente o en el futuro; explícito afán por comprender los sucesos memorables para que hombres ilustres pudieran, a su vez, llevar a cabo hechos todavía más dignos de ser recordados. Es esa la pretensión de la magistra vitae.

      No es menos cierto, como contrapartida, que la historiografía no ha logrado establecer conexiones técnicas, operativas, entre el saber y la acción como con tanto éxito lo ha hecho la psicología, por ejemplo. Se impone entonces la pregunta de cuál es la manera en que se interconectan historiografía y acción, y en seguida, a qué sentido puede afirmarse que la historiografía presta alguna utilidad.

      La mediatización entre ambas dimensiones no puede ser sino a través de la conciencia, como toda relación entre saber y hacer. Pero de qué modo se produce esta mediatización; porque lo que parece evidente es que leer un texto de historiografía no es lo mismo que leer una guía turística o un folleto para manejar bulldozers; parece evidente que la historiografía no puede leerse como manual de instrucciones. A pesar que la mediación entre las instrucciones entregadas en un manual y el bien operar una máquina también se dan a través de la conciencia, conciencia que debe producir una cierta adecuación entre la instrucción y la acción. Pero si el texto de historiografía no es un recetario y si la existencia humana o la acción humana en general no es un simple operar artefactos, cómo se produce entonces la mediación entre ambas dimensiones, de qué modo la conciencia aprehende la historiografía, de qué modo la procesa y de qué modo la traspasa al actuar.

      El manual es un recetario. El texto historiográfico es un discurso que informa, provoca, cuestiona, entrega referentes, muestra comportamientos, elucida mecanismos, etc., pero en ningún caso puede indicar al lector cuál es su deber o cuál es el proceder más eficiente. Es un discurso que nos entrega la imagen de otros hombres: cosas que hicieron, formas de hacerlas, evoluciones, empresas, caminos. Nos muestra la imagen de otro ser humano y en cierta forma nos hace mirarnos ante un espejo.

      El saber historiográfico sólo podría operar como lo hacen las ciencias naturales más clásicas si pudieran aislarse suficientemente determinados elementos para poder «experimentar» con ellos, sin que influyeran factores diversionistas. Esto casi nunca puede hacerse y ello entre otras cosas por la capacidad de rebelión consciente del mismo ser humano; este, como objeto de experimentación, puede echar a perder cualquier estudio que se esté realizando, en la medida que opte por cambiar sus reacciones. Cualquier situación histórica es, en sentido estricto, irrepetible; por eso la historiografía no puede ser magistra vitae, sino haciendo algunas epojés.

      Sin embargo, lo que hace posible la acción o la interacción entre seres humanos es la existencia de constancias y regularidades. Los seres humanos no son pura libertad o indeterminación ejercida continuamente. Y es porque en gran medida son «estáticos» o en movimiento «rectilíneo y uniforme» o en «aceleración regular», que es posible el conocimiento y la interacción. De este modo, la historiografía se hace necesaria, primero, en la medida que nos muestra cómo otros hombres se han comportado en otras situaciones que, o bien pueden en grado importante repetirse, o en todo caso representan una manifestación de la condición humana. Es decir, llevando las cosas al límite, podría confeccionarse un listado tan acabado de acciones memorables, con tal cúmulo de variables y combinaciones, que fuera de gran utilidad para resolver gran cantidad de situaciones de manera casi mecánica. Imagino que este será un ideal muy querido por la tecnocracia y los gobiernos dictatoriales, lo cual no pretendo desprestigiarlo, pues no por eso deja de ser un gran logro de la ciencia y la técnica. En todo caso, el conocimiento de la condición humana, de su profundidad, de su «totalidad», de sus constantes y de sus evoluciones a lo largo de los siglos, entrega un saber que no es exactamente del tipo instrumental como aquel del que acabamos de hablar, aunque también puede orientarse en ese sentido. No es que el utilitario sea dominador y este otro sea liberador. Este, sin embargo, tiene por fin no el recetario sino el orientar una existencia, no el sentido de «resolver» situaciones solamente, sino que permitir una vida feliz. Es una sabiduría. Se trata de transformar la información ya no en recetario sino más bien en sabiduría prudencial. No es la intención del técnico que desea resolver problemas de la realidad, manipular hechos, dominar cosas. Es más bien la del ser humano que quiere aprender a vivir.

      Se hace necesaria la historiografía también en la medida que sus informaciones pueden constituirse en base de un proceso de reflexión que permita una mayor plenitud al ser humano. Esto, pues contribuye a relativizar toda forma de existencia dada: todo complejo, toda injusticia.

       Tercera parte

       VIII. Para qué ocuparse de una masacre

      Para qué ocuparse de una masacre. ¿No hay ya muerte suficiente en la realidad para que los libros deban también empaparse de ella? ¿No corrió bastante sangre en los patios, aulas y pasillos de la Escuela Domingo Santa María y en todas las calles del mundo? ¿Para qué vengarnos a manchar también de rojo los escritos? ¿No sería mejor narrar la historia de la belleza: la historia de la pintura o de la música o de las mujeres? Y todo esto no por un afán malintencionado de ocultar u olvidar, sino por un sano espíritu de compensación: defenderse de la fealdad de las cosas con la belleza de los libros. En definitiva, para qué autoflagelarse con más muerte. Hagamos mejor la historiografía de la vida y del amor. Otros más lanzados irán todavía más allá: no hagamos historiografía en absoluto, hagamos el amor y la vida simplemente, no sublimemos en la mente lo que debemos llevar a cabo

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