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para formar parte de la familia, pero el parecido terminaba allí. El atractivo de Clay alcanzaba un nuevo nivel. Llevaba una camiseta azul marino que realzaba sus músculos perfectamente cincelados y la anchura de su pecho. No sonreía, pero Heidi se descubrió deseando que lo hiciera, aunque fuera solo un poco.

      –Vaya –comentó, con la mirada fija en la fotografía–. Me resulta casi familiar.

      May pareció incómoda y apartó rápidamente la fotografía.

      –A Rafe no le gusta que hable de Clay.

      ¿Por qué? ¿Estaría en prisión? O a lo mejor era algo peor, aunque a Heidi le costaba imaginar algo peor que la cárcel.

      –Entonces, no hablaremos de él –posó la mano en el brazo de May–. No te preocupes.

      La mujer asintió y apretó los labios con un gesto de preocupación.

      –¿No tienes también una hija?

      May rebuscó entre las fotos que sostenía en la mano y le tendió a Heidi una en la que aparecían todos los hermanos.

      La hermana pequeña de Rafe era más joven de lo que Heidi esperaba. Los hermanos no debían de llevarse muchos años, pero Evangeline debía de haber nacido siete u ocho años después del último. No se parecía nada al resto de la familia. Tenía el pelo rubio y los ojos verde oscuros.

      –Es guapísima –le dijo Heidi a May–. Pero he visto que no tienes más fotografías de ella. ¿Está... muerta? –Heidi inmediatamente deseó haberse mordido la lengua.

      –¡No, claro que no! Es bailarina de ballet clásico. No la he visto actuar muchas veces, pero es maravillosa. Elegante, ágil... Me gustaría –May tomó aire–. No estamos muy unidas. Últimamente no hablamos mucho. Los eternos problemas entre madres e hijas. Ya sabes cómo son esas cosas.

      Como Heidi apenas se acordaba de su madre, tenía poca experiencia sobre las relaciones entre madres e hijas, pero asintió. Al parecer, los Stryker no estaban tan unidos como en un primer momento le había parecido. No todo era tan perfecto en su vida.

      May dejó sobre la mesa el resto de las fotografías. Heidi vio entonces que el resto eran de los hermanos. Problemas, preguntas, pero no muchas respuestas.

      –Creo que deberíamos establecer algunas normas sobre el uso de la cocina –sugirió May.

      –¿En qué estás pensando exactamente? –preguntó Heidi, sin estar muy segura de lo que May pretendía.

      –He pensado que sería todo más fácil sin compartiéramos las comidas. Los cuatro. Me encanta cocinar, así que no me importaría hacerme cargo de la cocina.

      Cocinar no era una de las tareas favoritas de Heidi y le atraía la idea de que se encargara otra persona de hacerlo. Pero sentarse todas las noches delante de Rafe le resultaría difícil. Y tentador, lo cual, haría que la situación se tornara más problemática.

      –Ya he hablado con Glen y él está de acuerdo.

      Heidi ahogó un gemido.

      –Puedes cocinar siempre que te apetezca. Y espero que me dejes ayudarte. Pero, en cuanto a Glen... Tienes que tener cuidado. Le gusta mucho coquetear.

      May se sonrojó, desvió la mirada y se concentró en ordenar las fotografías que había dejado en la mesita.

      –Sí, ya he oído los rumores que corren sobre él. Pero no te preocupes. No voy a caer rendida a sus encantos. Pero es agradable tener un hombre con el que hablar. Mi marido murió hace tanto tiempo que casi había olvidado lo que es tener a un hombre cerca.

      Heidi no sabía cómo seguir presionando sin parecer demasiado insistente, así que esperaba que con aquella advertencia fuera más que suficiente.

      –¿Hay alguna comida que no te guste? –quiso saber May.

      –No.

      –Estupendo. Esta noche, Rafe y yo cenaremos fuera, pero mañana cocinaré yo. A lo mejor hago una lasaña.

      –Mm. Eso suena muy bien.

      Heidi sospechaba que la lasaña de May no saldría de una caja roja de los congelados.

      El sonido del motor de un camión quebró el silencio. May se volvió y unió emocionada las manos.

      –¡Ya están trayendo todos los materiales! ¡Estoy deseando verlos!

      Heidi la siguió al porche. Acababan de llegar dos camiones del aserradero local y estaban aparcando junto al establo. Desde donde estaba podía ver los postes para las cercas, los tablones para el tejado y lo que parecía una puerta para el establo. Y aunque la idea de arreglar el rancho la entusiasmaba, todo lo que había en aquellos camiones aumentaba la cifra que tendría que pagar si quería que May se terminara yendo.

      Quería quejarse, dejar claro que hasta que la jueza no tomara una decisión, tanto la casa como las tierras del rancho seguían siendo suyas. Pero no se atrevía a enfadar a May. El único motivo por el que Glen no estaba encarcelado era la generosidad de aquella mujer. En ese momento, Heidi no podía permitirse el lujo de decir lo que pensaba. Aquella era una más de la larga lista de prohibiciones a las que estaba sometida.

      Rafe aparcó detrás de los camiones. Salió del coche vestido con unos vaqueros, una camisa a cuadros y unas botas. No se parecía en nada al importante ejecutivo que había visto Heidi por primera vez en la carretera. Los vaqueros le quedaban muy bien y, sí, tenía un bonito trasero. Pero el interés de Heidi era puramente platónico. Era capaz de admirar a un hombre sin querer acostarse con él. Aquellas piernas largas y las caderas estrechas solo eran la forma que tenía la madre naturaleza de poner a prueba su sensatez. Y a lo mejor también a sus hormonas.

      Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la había abrazado un hombre.

      Heidi había tenido algunos novios durante sus años de adolescencia y una relación seria a los veinte. Mike era un lugareño que vivía en una pequeña ciudad de Arizona en la que se instalaba la feria durante el invierno.

      Ella siempre había oído hablar del peligro de enamorarse de un lugareño, pero con Mike había perdido la razón y había sucumbido completamente a sus encantos. Le había entregado su corazón y su virginidad. Pero al llegar la primavera, Mike no había estado dispuesto a irse con los feriantes y ella no podía dejar a la única familia que tenía.

      Aunque Mike le había prometido que seguirían en contacto, con el tiempo, había dejado de llamar. A través de un amigo común, Heidi se había enterado de que Mike había conocido a otra mujer y se había comprometido con ella. El invierno siguiente la feria se había instalado en otra ciudad.

      Heidi había conseguido superar aquel abandono y había seguido disfrutando de la vida. Los hombres con los que viajaba en la feria, o bien eran demasiado mayores, o mantenían con ella una relación demasiado fraternal como para considerar la posibilidad de llegar a formar una pareja. Y justo cuando había empezado a pensar que había llegado la hora de cambiar de vida, Melinda, su mejor amiga, se había enamorado.

      Había tenido una relación muy intensa que había acabado mal. Melinda, una joven de buen corazón que siempre había creído lo mejor de todo el mundo, había terminado destrozada. Al final de aquella relación le habían seguido una depresión y dos intentos de suicidio que habían sacudido a la pequeña comunidad de feriantes. Heidi estaba decidida a lograr que su amiga continuara viviendo, costara lo que costara. Pero Melinda quería morir.

      Heidi caminó hasta la parte de atrás de la casa y buscó refugio junto a sus cabras.

      El sufrimiento de Melinda la había hecho recelar del amor. Del precio que implicaba. Había pocos feriantes que estuvieran casados y Heidi solo era capaz de recordar a un puñado de parejas felices. Eso le hacía dudar de los beneficios que podía reportar enamorarse. ¿Podía durar realmente el amor? ¿Y realmente merecía la pena tomarse tantas molestias?

      En cuanto a la cuestión de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había encontrado

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