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decir que la casa no era suficientemente grande, pero tenía seis dormitorios y un baño en cada piso. Y si May y Rafe habían vivido allí, seguramente lo sabrían.

      –No hemos tenido posibilidad de arreglar nada –comenzó a decir con voz débil–. Los cuartos de baño están muy viejos y las camas no son muy cómodas.

      –Todo nos parecerá perfecto –le aseguró May.

      Heidi miró a su abuelo, pero Glen estaba ocupado removiendo el café. Heidi tenía la sensación de que habían planteado aquella propuesta mientras ella estaba fuera con las cabras y que Glen había aceptado sin protestar.

      –Espero que no te importe, pero Rafe y yo nos hemos tomado la libertad de echar un vistazo a las habitaciones –continuó diciendo May–. Yo me quedaré en el piso de abajo.

      Heidi fulminó a su abuelo con la mirada. Glen también dormía en el piso de abajo. Era evidente que estaría encantado con aquel arreglo, pero si pensaba que acostarse con May era una buena idea, estaba completamente equivocado. Heidi iba a tener que encontrar la manera de hacerle entrar en razón.

      –Así que ahora seremos compañeros de casa –musitó Rafe–. Perfecto.

      Heidi se volvió hacia él y le entraron ganas de dar una patada en el suelo al ver la diversión que reflejaban sus ojos castaños. Sí, claro, para él todo era muy divertido.

      –En el piso de arriba solo hay un cuarto de baño –le recordó.

      –Podemos compartirlo.

      –Muy bien. Por supuesto, podéis quedaros aquí.

      Tendría que arreglar cuanto antes aquella situación. Tenía que encontrar la manera de devolverle el dinero que le debía y continuar con su vida. De esa forma, en cuestión de un par de años, todo aquello que estaba viviendo se habría convertido en una anécdota divertida para compartir con las amigas.

      –Podéis sacar el equipaje del coche –propuso Glen, y se levantó.

      Heidi le dejó salir sin decir una sola palabra. Ya tendría tiempo de acorralarle más adelante y recordarle los motivos por los que tenía que comportarse con May como un auténtico caballero. La seducción no estaba permitida.

      Se acercó a la despensa y sacó varias botellas de leche esterilizada. Rafe se acercó a ella, agarró cuatro y la siguió a la cocina.

      –Quiero dormir en el piso de arriba –le dijo.

      –No me sorprende lo más mínimo. ¿Y no querrás también echarle un vistazo al cajón en el que guardo la ropa interior mientras estás allí?

      –No, pero si quieres, estoy dispuesto a hacerlo.

      Heidi optó por ignorarle. Después de abrir la primera botella, levantó el cubo y comenzó a echar la leche.

      –Ahora mismo estás durmiendo en el que era mi dormitorio.

      El hecho de que la única consecuencia de una declaración como aquella fuera una ligera oscilación de la leche que estaba vertiendo, fue una demostración de la considerable fuerza de Heidi.

      –¿Quieres recuperarlo?

      –No hace falta. Yo dormiré en la habitación de al lado –se dirigió hacia la puerta de atrás y se detuvo–. Espero que no ronques.

      Glen se las arregló para evitar a su nieta, pero Heidi consiguió verse a solas con él poco antes de la cena. Para ello tuvo que esperarle fuera del cuarto de baño mientras él se duchaba y afeitaba. Le oía tararear viejas canciones desde la puerta. Aquellas canciones le hicieron recordar su infancia. Cuando tenía miedo a las tormentas, Glen la abrazaba y le cantaba canciones que habían sido famosas antes de que Heidi naciera.

      Eran recuerdos muy agradables, pero no iba a permitir que la ablandaran. Tenía un serio problema y quería evitar que Glen empeorara las cosas.

      Glen abrió la puerta del cuarto de baño y se detuvo al verla.

      –¡Heidi! –exclamó con falsa alegría–. ¿Qué quieres?

      Heidi le agarró del brazo y le hizo subir al dormitorio. Cuando estuvieron a salvo en el interior, cerró la puerta tras él y puso los brazos en jarras.

      –¡Mantente alejado de May!

      Glen abrió los ojos como platos con expresión de exagerada inocencia.

      –No sé de qué estás hablando.

      –Sí, claro que lo sabes, Glen. He visto cómo la mirabas. Te he visto coqueteando con ella. Te gusta, y me parece genial, pero esta vez, la respuesta es no.

      Glen irguió la espalda.

      –Eres mi nieta. No tienes ningún derecho a decirme lo que me estás diciendo.

      –Tengo todo el derecho del mundo –le advirtió–. Si le haces daño a May, lo perderemos todo.

      –¡Jamás le haría daño a May!

      Heidi suspiró.

      –Sí, claro que puedes hacerle daño. Sabes cómo eres, Glen. Para ti, conseguir a una mujer nunca ha representado ningún problema. El problema lo tienes a la hora de conservarla. Te alejas de ellas en cuanto sabes que están enamoradas. Si le haces eso a May, te quitará el rancho.

      Su abuelo asintió lentamente.

      –Tienes razón. Tendré mucho cuidado.

      Heidi le estudió con atención. No sabía si le estaba diciendo lo que quería oír o si hablaba en serio.

      –¿Me lo prometes?

      Glen le dio un beso en la mejilla.

      –Siento haberte metido en todo este lío, Heidi. No quiero hacer nada que pueda empeorar la situación.

      –¿Te importa? –preguntó May, con los brazos llenos de cuadros enmarcados.

      Se interrumpió en medio del cuarto de estar y se volvió hacia Heidi.

      –A lo mejor me estoy excediendo. Mis hijos me dicen que me involucro demasiado en las cosas. Que soy excesivamente entusiasta. Pero, en realidad, eso es bueno, ¿verdad?

      A pesar de que estaba viviendo en el dormitorio que estaba al lado del de Rafe, de que su abuelo continuaba evitándola, lo que significaba que o bien estaba enfadado o todavía seguía pensando en seducir a May, y de que continuaba faltándole dinero en su cuenta corriente, Heidi se descubrió sonriendo.

      –Creo que debería haber más gente entusiasta –admitió–. No me importa que intentes personalizar la casa. Y si llevaras un sofá o dos en la maleta, no me importaría verlos.

      May soltó una carcajada.

      –¿No te gusta esa tela de cuadros rojos y verdes?

      Heidi se apoyó en el horrible sofá que habían comprado junto a la casa.

      –No, ¿qué raro, verdad?

      –Ya era feo cuando nosotros vivíamos aquí. Ahora es feo y viejo. Pobrecillo.

      Dejó tres fotografías sobre la mesa del sofá. Heidi se acercó a verlas. Reconoció a Rafe inmediatamente, a pesar de que la fotografía era de hacía más de una década. Llevaba una toga negra y un birrete y sostenía un diploma en el que se leía claramente «Harvard». A Heidi no la sorprendió.

      May siguió el curso de su mirada.

      –Rafe pudo estudiar gracias a una beca. A mí me habría resultado imposible pagarle hasta los libros. Pero trabajó mucho y consiguió ser el primero de su clase.

      Señaló otra de las fotografías. En ella había un hombre atractivo, de una belleza un tanto tosca, con una sonrisa. Estaba apoyado en un caballo y le pasaba el brazo por el cuello.

      –Este es mi hijo mediano, Shane. Se dedica

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