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      Las violencias de género corresponden a cualquier acción o conducta que se desarrolle a partir de las relaciones de poder asimétricas basadas en el género, que sobrevaloran lo relacionado con lo masculino y subvaloran lo relacionado con lo femenino. Este concepto se establece entendiendo género como un estructurador social que determina la construcción de roles, valoraciones, estereotipos e imaginarios asociados a lo masculino y lo femenino, y las relaciones de poder que de estos se desprenden y se exacerban con otras formas de desigualdad. Estas construcciones sociales difieren entre sociedades, culturas y se transforman en el tiempo y parten de expectativas colectivas de género que se modifican dependiendo de la condición de clase, el periodo del curso de vida y el lugar que ocupan los sujetos sociales en el ordenamiento socio-racial. Las discriminaciones por razones de género permean las estructuras sociales, culturales, económicas y políticas; y tienen impactos individuales, comunitarios y colectivos (SIVIGE, 2016).

      Según el artículo 11 de la Ley 1719 de 2014, se entiende por violencia el uso de la fuerza, la amenaza del uso de la fuerza, la coacción física, sexual o psicológica, como la causada por el temor a la violencia, la intimidación, la detención ilegal, la opresión psicológica, el abuso de poder, la utilización de entornos de coacción y circunstancias similares que impidan a la víctima dar su libre consentimiento (Ley 1719, 2014). Partiendo de esta definición, el Sistema Integrado de Información de Violencias de Género (SIVIGE) establece las siguientes categorías de análisis y clasificación de las violencias de género basadas en relaciones asimétricas de poder relacionadas con el género:

       Según características de la violencia: psicológica, sexual, física y económica.

       Según características de la víctima: características generales como sexo, orientación sexual, identidad de género, edad, pertenencia étnica. Condiciones de vulnerabilidad generales como persona con discapacidad, persona víctima del conflicto armado, persona desmovilizada, persona con jefatura de hogar, persona extranjera, gestantes, habitantes de calle, persona en situación de prostitución, persona consumidora de spa. Condiciones de vulnerabilidad por ocupación como visibilidad política y comunitaria, persona trabajadora doméstica, persona campesina, persona dedicada al cuidado del hogar (sin remuneración).

       Según el ámbito de la violencia: familiar conviviente, familiar no conviviente, de pareja y expareja, amistad, comunitario, salud, escolar, laboral, institucional, reclusión intramural, instituciones de protección y sin relación.

       Según características de la persona agresora: sexo, orientación sexual, identidad de género, grupo de edad, ocupación de interés.

       Según la zona geográfica de ocurrencia: urbano, centro poblado, rural disperso, departamento, municipio, territorio colectivo, afrodescendiente, resguardo indígena.

      La Ley 1616 de 2013 define la salud mental como:

      Un estado dinámico que se expresa en la vida cotidiana a través del comportamiento y la interacción de manera tal que permite a los sujetos individuales y colectivos desplegar sus recursos emocionales, cognitivos y mentales para transitar por la vida cotidiana, para trabajar, para establecer relaciones significativas y para contribuir a la comunidad (p. 11).

      Ha de considerarse también que la salud mental incluye las capacidades a nivel cognitivo, afectivo, emocional y relacional de un individuo o un grupo social, que les permite enfrentar y autogestionar satisfactoriamente sus procesos vitales y resolver sus necesidades personales, sociales y culturales (González y Paniagua, 2005).

      En este contexto, la atención integral en salud mental tiene en cuenta las diversas esferas y necesidades de las personas, parte de la capacidad de afectar hechos concretos de su propia vida y del ambiente en el que se desenvuelve, se aleja de una concepción biomédica centrada en la psicopatología y propone acciones e intervenciones centradas en promover las potencialidades de la persona, para incidir en su vida, sus relaciones sociales y su entorno. La atención integral en salud mental enfatiza las capacidades de afrontamiento, resiliencia, empoderamiento y agenciamiento para retomar su vida con proyectos a corto y a largo plazo, acogiendo los recursos sociales que se encuentran en sus entornos para así mismo gestionarlos. Esto ayuda a reconocer las dificultades que se pueden encontrar y la responsabilidad que tiene el Estado de garantizar ciertos recursos que son necesarios para fomentar la salud mental, como el acceso a la salud, políticas laborales equitativas, acceso a justicia, entornos seguros, entre otros.

      Concepto de Afrontamiento

      El concepto de afrontamiento se refiere a la habilidad para percibir, asimilar, comprender y regular las propias emociones y las de los demás, promoviendo crecimiento emocional e intelectual. El «esfuerzo» cognitivo y conductual que debe realizar un individuo para manejar demandas externas (ambientales, estresores) o internas (estado emocional) que son evaluadas como algo que excede los recursos de la persona es lo que se ha denominado estrategias de afrontamiento (Martínez, Piqueras, e Ingles, 2011).

      El afrontamiento es un aspecto muy relevante para el funcionamiento óptimo personal y se divide en diferentes estilos y estrategias. Los estilos son predisposiciones personales que se presentan en las distintas situaciones, son estables en el tiempo y además determinan el uso de las estrategias.

      Se entiende que las personas movilizan capacidades, recursos y habilidades personales y sociales mediante estrategias para enfrentar las problemáticas y situaciones que experimentan y, por lo tanto, movilizan estos recursos para contrarrestar el impacto psicosocial. De esta forma, los recursos de afrontamiento posibilitan la toma de decisiones a favor del bienestar físico y emocional, así como la ruptura de las situaciones que afectan su existencia (Martín Beristaín, 2010).

      Las estrategias son procesos concretos y específicos que se utilizan en cada contexto y que pueden ser cambiantes, dependiendo de las condiciones que las desencadenen. Según Sepúlveda-Baldosa, Romero-Guerra y Jaramillo-Villanueva (2012), estas son modificables y pueden ser de dos tipos:

       Activas: son comportamientos relacionados al problema, análisis de las circunstancias, reflexión de posibles soluciones, estrategias de anticipación ante un desastre, control de las emociones y circunstancias, así como la búsqueda de apoyo social. Entre estos comportamientos se encuentran:Creencias y pensamientos: reflexividad, reconocimiento de capacidades y recursos, reconocimiento de derechos, identificación de sueños, deseos y esperanzas, creencias espirituales, etcétera. Prácticas: prácticas de autocuidado, organización social y familiar, independencia económica, etcétera.Relaciones: «apoyo familiar, social, de instituciones, etcétera» (Secretaría Distrital de la Mujer, 2015, p. 14).

       Pasivas: utilización de estrategias como retraimiento, tratar de no pensar en el problema y no sentir nada, ignorar, negar o rechazar el evento, tomar las cosas a la ligera y aceptación pasiva.

      Concepto de Resiliencia

      Tal y como lo define Rutter (citado por Cabanyes, 2010):

      Resiliencia es el fenómeno por el que los individuos alcanzan resultados positivos, a pesar de estar expuestos a experiencias adversas. No representa inmunidad o impermeabilidad al trauma, sino la capacidad de recuperarse de las experiencias adversas. Tampoco constituye una resistencia a la adversidad, sino que hace referencia a la capacidad de crecer o desarrollarse en los contextos difíciles.

      Según Fontaines, Palomo de Rivero y Velázquez (2015) resiliencia es «el proceso de adaptarse a la adversidad, trauma, tragedia, amenaza, fuentes de tensión significativas como problemas familiares o relaciones personales, problemas de salud o situaciones estresantes laborales o financieras» (p.166).

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