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Quetzalcóatl y otras leyendas de América. Bastidas Padilla Carlos
Читать онлайн.Название Quetzalcóatl y otras leyendas de América
Год выпуска 0
isbn 9789583043611
Автор произведения Bastidas Padilla Carlos
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
(Leyenda mapuche)
A los mapuches (término que proviene de mapu, tierra, y che, gente: hombres de la tierra), los españoles los llamaron “araucanos”; este pueblo ocupaba el centro de Chile, desde el río Aconcagua hasta Puerto Montt; eran el grupo demográfico indígena más importante, y el más numeroso de Chile (unos 500 000: la mitad de la población chilena a la llegada de los conquistadores). No eran una nación unitaria; pero lo eran cuando tenían que enfrentar al enemigo común; como cuando a la muerte de Lautaro se reunieron para nombrar como gran toqui a Caupolicán para seguir su colosal y heroica resistencia contra los españoles, en una especie de guerra patria contra los usurpadores de sus tierras —lucha que aún no ha abandonado la nación mapuche: fiero pueblo no domado […] que por valor y pura guerra hace en torno temblar toda la tierra (Ercilla)—. Eran agricultores, ceramistas, tejedores, ganaderos; hablaban un idioma común, el mapudungun (el hablar de la tierra, el hablar autóctono, para distinguirlo del hablar de los conquistadores antiguos y modernos de su cultura y de su tierra). Su cosmogonía es animista; no habla de la creación del mundo. Ngenechen es el ser supremo de la nación mapuche, el que los llevó a vivir a la tierra donde ellos habitan; ellos lo identifican como su antepasado común. Es de su estirpe y se encarga de mantener el orden y la supervivencia de la etnia mapuche; se comunica con su pueblo por medio del sueño que infunde a las “machis”, chamanes femeninas, en sus estados espirituales de éxtasis al que llegan poseídas por su espíritu. Los “pillanes”, soberbios y malhumorados, son dioses menores; son sus propios muertos elevados al mundo celeste; transitan entre las montañas andinas y el cielo; especialmente prefieren vivir en los volcanes y manejan el rayo, el trueno, el relámpago, las erupciones volcánicas. Su adoración viene a ser un culto a los antepasados del pueblo mapuche. La leyenda que sigue habla de un toqui, de Pillán, de los sueños, y de otras cosas que se irán viendo.
***
Una vez, mucho antes de la llegada de los europeos, los mapuches tuvieron un toqui que era el más bello de todos y el más fuerte, el mejor de los guerreros; además de ser el más listo y el más bondadoso. Se sentían orgullosos de él y lo comparaban con los toquis de otras tribus. A diferencia de él, los otros eran jactanciosos, mujeriegos, egoístas, poco listos, arbitrarios, ansiosos de poder… qué no eran los jefes de otras comarcas comparados con Huenupan, como se llamaba el de ellos. Le rendían pleitesía y tenían como bandera el ejemplo de su vida; lo seguían gustosos y acataban las disposiciones que tomaba con el consejo de ancianos. Con razón, el pueblo mapuche era fuerte, próspero y respetado en la región.
Un día en que los mapuches celebraban una fiesta, estaban tan regocijados y tan contentos con Huenupan que un niño acercándosele le dijo en voz alta:
—Gran toqui, tú eres más poderoso y fuerte que Pillán, el señor de las tormentas.
Acabó de decir estas imprudentes e inocentes palabras, cuando se rasgó el cielo, rugió, bramó e hizo temblar las cosas de la tierra, y en medio de tanta furia y ruido apareció el dios Pillán vociferando con voz de trueno ante el horror general.
—¡Ja!, ¡míseros mortales! ¡Me invocaron vanamente y sin respeto! ¡Yo les haré saber lo que eso cuesta!
El pueblo cayó de rodillas. Solo Huenupan osó hablar, reverente.
—Alto y poderoso señor de las tormentas, señor de los volcanes, adorado Pillán, perdónanos. No ha sido con la intención de ofenderte que se ha pronunciado tu venerado y sagrado nombre.
La respuesta de Pillán los dejó anonadados.
—Tú pagarás esta invocación sacrílega. De ahora en adelante tus brazos, que tanto poder tienen y que, por eso, te alaban más que a mí, quedarán sin fuerza y colgando de tu cuerpo.
Respetuosamente y con temor, el jefe mapuche volvió a tomar la palabra.
—Señor y padre nuestro, yo no te invoqué. Yo nada dije de ti. Siempre te he venerado.
Y le replicó la malhumorada deidad.
—No fuiste tú, es cierto, pero fue uno de tus gobernados y tú respondes por ellos.
No dijo más y despareció por el este, hacia el cielo, llevándose la tormenta y las nubes negras y tronantes, dejando detrás de él un cielo limpio, teñido de un azul profundo repetido en los ojos medrosos vueltos hacia arriba.
En medio del susto que no acababa de pasar y sin acabar aún de incorporarse, el pueblo vio cómo los brazos de Huenupan caían sobre su tronco poderoso. Los tenía muertos. En vano trataba él de levantarlos. Viéndose así, dijo a su pueblo que no podía seguir gobernándolos porque ya no era el más fuerte entre todos ellos.
—No eres el más fuerte, ahora —le dijo Manquepan, el más anciano de la tribu—, pero sigues siendo el más sabio y benevolente. Te seguimos. Invocaremos al benigno dios de la cosecha y él aliviará tu mal, que es el nuestro, querido hijo.
Se congregaron en el llano, alrededor del árbol sagrado de canelo. La machi, vestida con piel de animal y haciendo sonar el tambor, invocó al señor de la cosecha; cuando este apareció entre el verdor de una enramada, con cantos y súplicas, le pidió que aliviara el mal del mejor de sus hijos, víctima de la venganza de Pillán. El dios de la cosecha, vestido de hojas frescas, le dijo que no podía hacer nada contra los designios de Pillán, pero que podía compensar el mal de Huenupan dándole fuerza y habilidad en las piernas y en los pies.
—Sea, pues, como yo mando —dijo y desapareció.
Huenupan sintió sus piernas más fuertes y ligeras.
Ensayó a correr y corrió más rápido que cualquier animal, más veloz que el viento, y no solo eso: adquirió gran habilidad para tejer con los dedos de los pies cestas de mimbre y esteras; para pintar, desgranar maíz, y cuando su pueblo entró en guerra con otra tribu, con sus pies, con sus rodillas, con el empuje de todo su cuerpo, ayudó a vencer al enemigo y ganó aún más prestigio entre su gente.
Huenupan jamás se quejó de su invalidez; se veía siempre alegre, animoso, y si no resignado, conforme. Nunca de sus labios salió reproche alguno hacia su dios: parecía feliz. Le preguntaban por el secreto de su felicidad, a pesar del maleficio que pesaba sobre él, y él decía que todo era cuestión de aprender a adaptarse a los inevitables males y a su disposición de estar en paz consigo mismo, con sus hermanos y con la Naturaleza.
—Qué bueno, señor, que seas así —le dijo desprevenidamente uno que lo escuchaba—. Si ahora te oyera Pillán y supiera que no te ha abatido y que eres feliz, se pondría rabioso.
Otra vez Pillán mal invocado y sin malicia de parte de quien lo hizo.
De nuevo, la imprudencia ante los dioses.
En medio de su conocida y temida barahúnda, se volvió a aparecer, y mirando con roja cólera a Huenupan le dijo que para que no se volviera a vanagloriar de ser feliz, lo dejaba mudo.
Y mudo se volvió.
Huenupan se entristeció al comienzo, después se conformó con su nuevo estado.
Dedicado a diversos trabajos se embebía en ellos; paseaba por el campo y se extasiaba en la contemplación de cada cosa que veía: les sonreía a los pájaros, al arcoíris, a las noches enjaezadas de brillantes, a los perfumes de las flores, al correr de las aguas de los ríos y los manantiales; admiraba y degustaba los colores y las redondeces de los frutos y los delicados matices de los cielos del verano… En todo encontraba motivos para ser feliz y estar agradecido con los sentidos que le hacían vivir