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las “necesidades” energéticas como algo fijo, calculan la cantidad de fuentes de energía renovables necesarias para satisfacerlas, y luego, bueno, todo se olvida. Los optimistas de la energía verde no tienen respuesta para esta incongruencia lógica: se necesitan cantidades astronómicas de combustibles fósiles, y de dinero, para implementar sistemas de energía “verde”: hacen falta 200 kilómetros de cobre para la turbina de un molino de viento, por poner un ejemplo. Habría muchos menos aerogeneradores de los que existen si tuvieran que fabricarse, instalarse y mantenerse gracias a energía exclusivamente eólica. Adaptar los sistemas energéticos a una dimensión que permitiera el funcionamiento de la actual sociedad industrial, haría necesaria una gran inversión de materiales, dinero y esfuerzo organizativo que no sería posible en la crisis que vivimos con su deflación global. Gail Tverberg, actuario y blogger, decía sin rodeos: “Más allá de las matemáticas, de la termodinámica o de la simple lógica, la falta de liquidez para invertir en infraestructuras terminaría con el sistema”. (16)

      En comparación con las leyes de las matemáticas, la física y el sentido común, nuestra creencia en una economía de energía intensiva que se expande hasta el infinito en un mundo finito, parece irracional. Aunque una expresión más adecuada sería fuera de control. Muchas personas inteligentes piensan que el crecimiento no parará nunca porque es lo único que han conocido en su vida. Creen en lo inevitable del progreso, porque las cosas siempre han sido así. Creen que deben tomarse decisiones audaces sin tener en cuenta las consecuencias, porque no ha habido consecuencias negativas, o mejor dicho, ninguno las ha experimentado personalmente. Creen que el hombre es un ser especial y que el progreso es imparable, porque ninguna experiencia les ha dado motivos para pensar lo contrario. Estos mitos fundacionales de la edad moderna (la razón, el progreso, el dominio sobre la naturaleza) no son otra cosa que narraciones alimentadas por el petróleo. En la década de los cincuenta, cuando Milton Friedman expuso el pensamiento económico que ha dominado el discurso político hasta hoy, se podía comprar un barril de petróleo por tres dólares y medio.

      Antes de escribir este libro, creía vagamente que la tarea de los bancos era recoger depósitos y ahorros de un montón de gente y dejar esos recursos a otras personas en forma de préstamos, hipotecas y tarjetas de crédito. Pero de ningún modo esto es así. Aunque los banqueros describan su negocio principal como “prestar” dinero, lo que realmente hacen es crearlo. Cuando cualquiera de nosotros pide dinero a un banco, y el banco dice que “transfiere” fondos a nuestra cuenta, esos fondos no salen de ninguna caja fuerte, ni siquiera llegan mediante una comunicación de otro sitio. El dinero se crea en ese momento, y solo una pequeña fracción está respaldada por activos como pueden ser las escrituras de una casa, o un lingote de oro bien guardado en una cámara acorazada. En la mayoría de los casos hacen préstamos cuando les parece. Y lo que es más curioso, a pesar de que usted y yo recibamos dinero para que lo gastemos, esos préstamos se registran en los balances de los bancos como activos. La razón parece estar en que el interés del préstamo que debemos pagar representa un flujo constante de ganancias para ellos. Y debido a que muchos banqueros cobran mediante comisiones sobre esos nuevos préstamos, es un incentivo más para prestar tanto como puedan.

      Cuando la economía crece, esta peculiar manera de funcionar no tiene mayor importancia: como la gente compra más cosas, con frecuencia mediante el crédito bancario, y como las empresas piden dinero para aumentar su producción de bienes, los intereses de los préstamos concedidos se pagan sin problema. Pero cuando el crecimiento económico se estanca, por ejemplo, porque hay menos energía barata para impulsar el crecimiento, deja de entrar dinero en el sistema y comienza un destructivo círculo vicioso. No se pagan los intereses de los préstamos, se multiplican los impagos, se pierden puestos de trabajo, la gente gasta menos, las empresas no piden tantos créditos, llega menos dinero a la economía y la crisis de la deuda se vuelve más intensa.

      Si el esfuerzo maníaco por el crecimiento fuera solo cosa de números, podríamos considerarlo como una idea equivocada pero inofensiva. Sin embargo, el dinero no es solo una abstracción. Como ya han explicado los profesores Murphy y Hall, el dinero hace que se lleve a cabo el trabajo en el mundo real. Cuando un sistema crece para sobrevivir, pero fomenta trabajo destructivo, las consecuencias son catastróficas.

      Me di cuenta de esta sombría consecuencia en una reunión con 200 gerentes de sostenibilidad de un famoso gigante de la producción de muebles para el hogar en Suecia. Durante veinte años de duro trabajo por la sostenibilidad, esta empresa ha llevado a cabo miles de iniciativas que se registran en una “lista interminable” de mejoras rigurosamente probadas. El repertorio es sorprendente, incluso admirable, con excepción de un hecho: lo único que no se han planteado es dejar de crecer. Al contrario: se han comprometido a duplicar su tamaño en 2020. Para esa fecha, el número de clientes que visiten sus inmensos almacenes cada año pasará de los 650 millones de visitantes actuales a 1.500 millones. ¿Y por qué? El alto directivo que informó en nuestro encuentro sobre este plan situó este crecimiento en su contexto: “El crecimiento es necesario para financiar las mejoras de sostenibilidad que queremos llevar a cabo”.

      Podemos ver con más claridad el error fatal de este argumento si hablamos de la madera. Esta empresa, que es el tercer mayor consumidor mundial de esta materia prima, ha prometido que en 2017 la mitad de toda la que utilice será o bien reciclada, o procederá de bosques gestionados de forma responsable frente al 17 % actual. Sin duda el 50 % supone un gran avance frente al 17 %, pero también plantea la pregunta: ¿qué pasa con la otra mitad de la madera? Como la compañía duplica su tamaño, esa segunda cantidad, esa mitad no certificada, esa mitad de origen no fiable, será pronto dos veces tan grande como toda la madera que ahora utiliza. El impacto de la voracidad de esta empresa sobre los recursos forestales será terrible. Las personas inteligentes y comprometidas que he conocido en Suecia, junto con los equipos de sostenibilidad en cientos de grandes empresas del mundo, se enfrentan a un terrible dilema: por mucho que trabajen, por muchas fugas que reparen en los ciclos de producción en los próximos años, el impacto negativo neto de las actividades de esas empresas en los sistemas vivos del mundo será aún mayor de lo que es hoy. Y todo por culpa de la tasa de crecimiento anual. No importa cuántas marcas proclamen que sus productos se verifican, se acreditan o certifican como sostenibles; mientras el crecimiento siga siendo la motivación principal de la empresa, cualquier promesa de dejar el mundo tan “inmaculado como sea posible” no se puede cumplir.

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