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yo ver, no se había planteado todavía, ni en las conversaciones mexicanas a las que había asistido ni en la creciente literatura internacional. Por eso fue que el ejercicio, además de divertido, me pareció que podría revelar que las cosas suelen venir de mucho más lejos; y eso que no retrocedí aún más, como entretanto otros han hecho.

      Algunos lectores pondrán, sin embargo, en duda que la cuestión de los orígenes del posmodernismo sea un asunto público. Por momentos, se dirá, se trata más bien de pleitos de comadres que se ventilan en aulas, congresos y revistas de poca circulación. Y si vamos a hablar del posmodernismo en sus manifestaciones más estridentes, mi acuerdo con esos lectores sería completo. Sin embargo, no es del posmodernismo que trata la cuestión, sino de sus orígenes; y esos orígenes sí son un asunto público, ya que conciernen nada menos que la cuestión de la irrupción de la ciencia moderna en el mundo, y con ello el hecho de que ella ha pasado a ocupar el lugar que en otros tiempos ocuparon el mito, la religión, el arte, la poesía y otros fenómenos ahora en pugna, más o menos abierta y más o menos feroz, con la ciencia moderna. Aquí no es el lugar para hablar de los efectos de este inmenso acontecimiento histórico ni de sus consecuencias, algunas de las cuales están ocurriendo en estos momentos o por ocurrir dentro de muy poco; no es el lugar de hablar del internet, la secularización, la ingeniería genética o la inteligencia artificial, por mencionar unos pocos tópicos, y su mención debiera bastar para ver que hay aquí materia de sobra para la discusión pública.

      Finalmente, llegamos al principio, y a la cuestión más jugosa del conjunto. La pregunta con la que abro la presente colección concierne a la felicidad. ¿Pero no es la felicidad un asunto privado? Pues yo diría que sí, excepto que las cosas han dado tantas vueltas últimamente que se ha comenzado a hablar de la felicidad como si fuese responsabilidad de la política el velar por la felicidad de los ciudadanos. Ha habido incluso iniciativas para medir, no ya el producto interno bruto, que es cosa vieja y con frecuencia vilipendiada, sino la felicidad nacional bruta. Algunos lectores despistados creerán que me burlo, pero no es así. Los remito a Wikipedia para las necesarias y curiosas informaciones al respecto. De hecho, la cuestión 1 nació de una invitación a hablar sobre el tema, departiendo con filósofos quienes, preveía yo, y no me equivoqué, habrían de retomar tanto alguna de las posiciones clásicas en filosofía como las más recientes de la economía sobre cómo medir la felicidad.

      Pues bien, la cuestión de la felicidad era para mí de entrada no una pregunta abierta, como acá la formulo, sino una pregunta cerrada, claramente paralela a la que mencioné antes con ocasión del posmodernismo, a saber: si la felicidad es lo que dicen los filósofos, lo que dicen los economistas, o una tercera cosa. Mi postura aquí era también decididamente polémica; pero, al revés que con el posmodernismo, mi idea era que la gente en general sabe perfectamente qué es la felicidad y lo sabe mucho mejor que filósofos y economistas, dos tribus por las que, dicho sea de paso y para evitar malentendidos, siento gran estima y simpatía. Sin embargo, se equivocan, con lo cual cabe repetir aquella cosa vieja de que son mis amigos, pero más amiga es la verdad. Y la verdad es que, si usted, querido lector, quiere saber qué es exactamente la felicidad, no ande buscando en otro lado; lo sabe usted muy bien; y si se le olvidó, es que anda usted en compañías demasiado sofisticadas y le hace falta un baño de pueblo.

      Pero los baños de pueblo no son para gente de letras, y por ello propongo en la cuestión 1 una versión letrada de lo que todos sabemos. Y termino solamente advirtiendo que este texto es el único caso en que lo que propongo es que volvamos al sentido común y reconozcamos que la felicidad no es un asunto público, sino privado, por más que sepamos que vivimos en una época que ha comenzado a cuestionar esa distinción entre público y privado que, como un historiador de agudo ingenio ha explicado, era para nosotros secularizados lo que la distinción entre lo sagrado y lo profano para nuestros ancestros. Sea ello como fuere, era y es necesario ventilar la cuestión de la felicidad como una cuestión pública, aunque más no fuese que para poder regresarla en paz a su sitio original y privadísimo.

      Y sin más preámbulos, pasemos a ventilarla.

      La verdad, señoras y señores, es que tiene mucha gracia esta situación: cuatro profesores de filosofía, por necesidad unos más solemnes que otros, pero todos en algún grado solemnes, han sido invitados a hablar sobre la felicidad. Y si faltara solemnidad en los invitados, la ocasión es ella misma solemne. Pero primero: ¿qué podría haber de menos solemne que la felicidad? Y segundo: ¿qué autoridad para hablar de la felicidad podría tener la filosofía?, o más específicamente: ¿qué autoridad podría tener un profesor de filosofía para hablar de la felicidad? Sin duda se podría decir que hay algo muy puntual que le da tal autoridad, a saber, el hecho histórico de que la filosofía (como hemos visto en mis predecesores) ha producido discursos largos y alambicados sobre la felicidad. Me atrevo, sin embargo, a ir contra la corriente de esta objeción diciendo que ese hecho no le puede dar a la filosofía (y a fortiori a los profesores de ella) ninguna autoridad, a menos que debamos admitir que ese discurso filosófico, además de largo y alambicado, es en lo esencial correcto, acertado, atinado; vamos: que da en el clavo acerca de su tema, que es la felicidad. Y allí es donde la cosa tiene mucha gracia, porque o mucho me equivoco o esa condición no se llena y resulta que el discurso filosófico no da en el clavo, sino que de hecho se aleja muchísimo de su tema y consigue eludir todo lo que importa acerca de la felicidad. Esta es la primera idea que quisiera expresar aquí, y enseguida vuelvo a ella.

      La segunda idea que quisiera transmitir aquí es que en años recientes dos grandes áreas de la investigación científica han hecho suyo el tema de la felicidad: la economía y la psicología. Yo no soy ni economista ni psicólogo, sino sólo, al igual que mis colegas en esta mesa, simplemente filósofo, pero lo que llevo leído de esas literaturas me invita a pensar que tampoco los economistas y psicólogos, a pesar de los enormes méritos de las investigaciones respectivas, aciertan bien a bien, o al menos no aciertan todavía. Este es la segunda idea, y les pediría que me dieran un poco de tiempo antes de volver a ella.

      Todo lo anterior parece indicar que yo me remito a una tercera autoridad, que no es ni la de la filosofía ni la de la ciencia, las cuales por lo visto no admito en realidad como autoridades, para poder hablar de la felicidad. Así es, en efecto: y esta tercera autoridad a la que me remito es la autoridad del sentido común. Pero antes de remitirme expresamente a ella, quisiera remitirme a otra autoridad, una cuarta pues: la autoridad de la experiencia. Y es que, si alguien en otras épocas de mi vida me hubiese invitado a hablar en público, o incluso en privado, de la felicidad, estoy casi seguro de que habría rehusado hacerlo por la sencilla razón de que en esas otras épocas no era yo feliz. Y aquí estoy diciendo algo muy importante: no hagan caso de nada que les diga nadie acerca de la felicidad si no admite antes que es feliz o al menos que alguna vez lo ha sido. Esta es acaso la tesis más fundamental que quisiera proponer aquí: de nada debe hablar nadie, o si habla nadie debe hacerle caso, si no tiene conocimiento de causa, vale decir si no tiene la experiencia de la cosa de que habla. Vengo pues a hablarles aquí de la felicidad no desde la perspectiva de un filósofo a secas sino desde la perspectiva de una persona feliz, o si se empeñan ustedes, ya que se trata de un banquete de filosofía, desde la perspectiva de un filósofo feliz. Porque o mucho me engaño o muchos filósofos no son felices, y entonces el que sean filósofos no garantiza que haya que hacerles caso.

      Siendo feliz yo mismo que les hablo aquí y ahora de felicidad, ¿en qué digo que consista la felicidad? Dicho de la manera más sencilla que puedo: en tener una vida familiar ordenada y armónica. Así de simple. Creo, con otras palabras, que a ese animalito que es el ser humano, tal y como es, aquello que en el fondo lo hace feliz no es otra cosa ni puede ser otra cosa que el tejido de relaciones cercanas y cálidas que constituye la familia. ¿Significa eso que toda persona que tiene una familia y vive en familia es feliz? Por supuesto que no: decir algo así sería decir algo tan patentemente falso que habría que reír a carcajadas. Hay familias felices y familias infelices; y como decía Leo Tolstoy al principio de su Anna Karenina, todas las familias felices son iguales, mientras que cada familia infeliz

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