Скачать книгу

«auténtico», con lo cual admitía que los nuevos gobernantes de Nigeria, Kenia, o Dahomey asumiesen la legitimidad de los reyes y próceres del pasado. Más recientemente, la desilusión con los gobiernos independientes africanos ha llevado a algunos académicos a plantear lo opuesto: que «el estado» es una imposición occidental, una determinación directa que lo colonial ejerce sobre lo postcolonial, y una completa supresión de lo precolonial.

      Dentro de estos esquemas, la historia no constituye un pasado que ya terminó, sino una base para plantear cuestiones que, en gran medida, son del presente. Desde cada punto de vista, al intentar hacer uso de una particular versión del pasado, se puede perder la referencia de la dinámica del propio pasado. Puede que la papeleta electoral sea una institución «europea», pero eso no significa que el modo como se usa en Ghana tenga el mismo sentido y consecuencias que el modo como se emplea en Suiza. Incluso si pudiera demostrarse que el «parentesco de clan» es tan importante en la Tanzania actual, como lo fue para la población de ese mismo territorio a principios del siglo XIX, eso no significa que los grupos de parentesco pongan en funcionamiento recursos similares, o que sus miembros pretendan fines similares Dar un salto hacia atrás a través del tiempo —para hallar en la década de 1780 o de 1930 la causa de algo que sucede en la década de 2000— es arriesgarse a perder de vista cómo se van dando bandazos en distintas direcciones.

      Este libro supera una de las divisiones clásicas de la historia africana: entre lo «colonial» y lo «postcolonial». En cierto modo, lo hace para que podamos preguntarnos precisamente qué factor diferencial supuso el fin de los imperios, así como qué tipo de procesos continuaron incluso cuando los gobiernos cambiaron de manos. Algunos arguyen que el fin del colonialismo solo supuso un cambio en los ocupantes de los edificios gubernamentales, que el colonialismo dio paso al neocolonialismo. De hecho, resulta esencial preguntarse de cuánta autonomía disponían realmente los gobiernos de los nuevos estados —muchos de ellos pequeños; todos pobres—, y si los estados del Norte —tanto los Estados Unidos como las antiguas potencias coloniales— e instituciones tales como los bancos internacionales y las corporaciones multinacionales continuaron ejerciendo un poder económico y político, incluso cuando la soberanía formal ya estaba transferida. Sin embargo, no hay que sustituir una respuesta precipitada por una buena pregunta. También hace falta examinar hasta qué punto los líderes políticos africanos, la gente corriente de las aldeas y los habitantes de las ciudades asumieron algunas de las pretensiones de las potencias colonizadoras y las tornaron en reivindicaciones y movilizaciones ideológicas propias.

      En las décadas de 1940 y 1950, los gobiernos coloniales aseguraban que sus conocimientos científicos, su experiencia en la gestión de estados modernos y sus recursos financieros les iban a permitir generar «desarrollo» en los países atrasados. Tales propuestas se convirtieron rápidamente en contrapropuestas: los sindicatos africanos manifestaban que, si el trabajador africano debía producir según un baremo europeo, debía también recibir un salario acorde con una escala salarial europea y beneficiarse de una vivienda adecuada, servicios de agua y transporte. Asimismo, los movimientos políticos insistían en que, si el desarrollo se iba a aplicar a las economías africanas en interés de los africanos, únicamente los africanos deberían decidir cuáles eran esos intereses. Por tanto, se puede seguir el planteamiento del desarrollismo desde el proyecto colonial hasta dentro del proyecto nacional. Y cabe preguntarse si el proyecto nacional reproducía ciertos aspectos del colonial —como la creencia en que los «expertos» deben decidir en lugar de otros—, y si contribuyó a la implantación de nuevos tipos de posibilidades económicas. Además, cabría preguntarse qué modelo de desarrollo, en tanto que proyecto internacional, ha contribuido, o bien ha mermado, a las opciones de cambio en África.

      VISIONES ESTÁTICAS DE SOCIEDADES DINÁMICAS: EL ÁFRICA COLONIAL EN LA DÉCADA DE 1930

      Una característica chocante de las sociedades coloniales en vísperas de la Segunda Guerra Mundial era hasta qué punto los ideólogos y funcionarios coloniales habían impuesto una concepción estática en sociedades que se hallaban en transformación. Esta visión estática era congruente con la manera como se desenvolvían los regímenes coloniales. ¿Qué es, a fin de cuentas, una colonia? Un gobierno ejercido por conquistadores foráneos no se ha dado únicamente en África o en Europa: los reinos africanos a veces se expandían en detrimento de sus vecinos. En Europa, las luchas territoriales y las brutalidades de las dos guerras mundiales, los regímenes dictatoriales y racistas de Hitler y Mussolini, y la pervivencia de dictaduras en España y Portugal hasta la década de 1970, implican que, en realidad, lo de que un pueblo se gobierne a sí mismo no va de suyo, simplemente con ser europeo. Los imperios coloniales diferían de otras formas de dominación por la extrema naturaleza de su esfuerzo en reproducir la diferencia social y cultural. En cierto nivel, la colonización implicaba incorporación: el africano conquistado era súbdito de Gran Bretaña o de Francia, y no podía aspirar a otra cosa. Aparte, el gobierno colonial insistía en que el súbdito conquistado e incorporado siguiera siendo distinto; el súbdito podía tratar de aprender y dominar las costumbres del conquistador, pero nunca llegaría a conseguirlo del todo.

      Tampoco quedaba claro el grado de entusiasmo de los ciudadanos europeos por las colonias, a pesar de los sectores con intereses coloniales que intentaban hacer del imperio una idea algo atractiva. Las empresas francesas menos pujantes presionaban para manejarse en esas colonias como zona protegida en su propio beneficio, mientras que algunas de las más poderosas impulsaban la apertura de mercados, y a veces se tomaban la colonización como una aventura de riesgo. En Inglaterra, las organizaciones misioneras propugnaron un modelo imperial que abría el espacio para la conversión cristiana, y para alentar a los africanos a llegar a ser pequeños productores autónomos. En Francia, los defensores de la «misión civilizadora» favorecieron que las personas que creían en un estado democrático y secular se avinieran a aceptar el imperio, a pesar de que en ocasiones se avergonzaran de las sórdidas acciones de sus compañeros imperialistas.

      En ambos países, los que propugnaban la conversión y la civilización tenían que enfrentarse a sus propios compatriotas, para los cuales los africanos eran unidades de trabajo que debían explotarse por cualquier medio posible. Aunque hubo quienes, por conciencia, eran críticos con el imperio, desde posiciones liberales o izquierdistas, hubo también quienes, teniéndose por progresistas, promovieron el imperio como una forma de salvaguardar a los pueblos indígenas de sus gobernantes tiránicos y de su atraso, o incluso para llevar la revolución y el socialismo a África.

      A principios del siglo XX el imperio era políticamente viable en Francia y Gran Bretaña, debido a que una serie de gente con influencia tenía mucho interés en las colonias, mientras que otra gente no estaba muy convencida en un sentido o en otro. Las potencias con los imperios coloniales más extensos se empeñaron en que cada colonia tuviera equilibradas sus cuentas; por eso, antes de la década de 1940, apenas comprometían fondos metropolitanos en las colonias, aparte de una limitada red de ferrocarriles y carreteras. La inversión privada se concentraba en minas, comercio y, en algunos casos, plantaciones agrícolas. En la década de 1920, ambas potencias rechazaron planes de «desarrollo» que habrían conllevado el empleo de fondos de contribuyentes metropolitanos, a pesar de que esos planes auguraban una explotación más eficiente a largo plazo de los recursos coloniales. Los críticos argüían que el dinero era mejor invertirlo en el propio país, pero también que demasiados cambios económicos en las colonias supondrían un riesgo de alteración del incierto control que el estado ejercía sobre las poblaciones africanas.

      En la década de 1920, la controversia de si los gobiernos coloniales podían transformar a las sociedades africanas —por ejemplo, intentando convertir a los campesinos o esclavos en trabajadores asalariados— ya no estaba en boga. Las autoridades coloniales estaban convencidas de que su acción política no debía consistir en transformar a los africanos a imagen europea, sino en conservar las sociedades africanas dentro de sus tradiciones —depuradas a imagen colonizadora—, para llevarlas de una manera lenta y selectiva hacia la evolución; y, mientras, el imperio se seguiría beneficiando de la producción agrícola de los campesinos, de la extracción minera, y de las granjas de colonos

Скачать книгу