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cabo era mucho más complejo que la «atemporal» tradición africana. En la década de 1920, los plantadores de cacao y cacahuete del África occidental estaban desplazándose para abrir nuevas tierras, y los comerciantes hausas y yulás se dedicaban a cubrir largas distancias. Los mineros del África Central se trasladaban de un sitio a otro entre aldeas y centros mineros. Cerca de ciudades como Nairobi, los agricultores se ponían en contacto con los mercados urbanos de alimentos, así como con los mercados de exportación de cultivos. Sin embargo, las concepciones europeas de qué era África cristalizaban en torno a la idea de «tribus», acotadas y estáticas. La insistencia en esta convicción reflejaba tanto las dificultades a que se enfrentaban los regímenes coloniales, a la hora de gobernar las sociedades africanas —no hablemos ya de transformarlas—, como el miedo a lo contrario: es decir, que los africanos reclamaran que su cumplimiento de obligaciones con el Estado, así como sus logros educativos y económicos, les daban derecho a tener voz en sus propios asuntos. Que muchos africanos hubieran servido a Francia y a Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial les suponía un argumento añadido: el haber pagado el «impuesto de sangre» debía concederles los derechos de un ciudadano.

      El concepto británico de «gobierno indirecto» y la idea francesa de «asociación», ambos enfatizados durante la década de 1920, fueron intentos de añadir un prisma positivo al frágil control colonial. Las administraciones coloniales, al sostener que ejercían el poder a través de autoridades «tradicionales» africanas, estaban intentando limitar la política a compartimientos tribales. Los africanos con estudios y los trabajadores asalariados africanos se convirtieron en «nativos destribalizados», identificables solo por lo que no eran. Durante este periodo, la expansión de la investigación etnológica y el creciente interés de las autoridades coloniales en ella fueron parte de este proceso de imaginar un África de tribus y tradiciones. Durante la Gran Depresión que siguió a 1929, la idea del África tribal sedujo por completo a los administradores coloniales, puesto que las consecuencias sociales del hundimiento económico podían irse desperdigando en las comunidades africanas del campo. Los hombres que perdían su trabajo podían, supuestamente, regresar a sus pueblos y al cultivo de subsistencia, mientras que los jefes podían recaudar algo más de impuestos de «su» gente, para compensar la pérdida de ingresos del gobierno derivada de la bajada de precios en las exportaciones. Sin embargo, con el comienzo de la recuperación en 1935, el edificio comenzó a agrietarse. Ahí es donde el siguiente capítulo retomará la trama.

      Esta no fue la única manera de imaginar África en la década de 1930. En París, Léopold Sédar Senghor —nacido y criado en Senegal, estudió en Francia filosofía y literatura, y fue uno de los mejores poetas en lengua francesa— conoció a personas de ascendencia africana del Caribe, y adquirió un nuevo sentido de lo que significaba «África» dentro del Imperio Francés. Junto con el escritor antillano Aimé Césaire, Senghor ayudó a fundar el movimiento de la negritud, que aspiraba a captar y poner en valor un legado cultural común de África y de su diáspora —un patrimonio que merecía un lugar dentro de un concepto amplio de humanidad. Senghor y Césaire empleaban la lengua francesa para sus propios propósitos, y participaron plenamente en instituciones francesas, cuando se percataron de su potencial democrático. Insistían en que todos los africanos franceses, tratados hasta el momento como súbditos franceses sin derechos civiles ni políticos, debían tener todos los derechos de un ciudadano francés. Rechazaban la concepción dualista de la ideología colonial que contraponía de manera contundente pueblos «civilizados» y pueblos «primitivos». En lugar de contrarrestar el dualismo con un rechazo hacia todo lo «europeo», dejaron de lado ese modo de pensar, en favor de una concepción del compromiso cultural y político que reconocía las diferentes herencias de la humanidad. No había una sola civilización, sino muchas, cada cual contribuyendo a la herencia de la raza humana. La negritud de Senghor, tal como han comentado algunos críticos dentro de África, simplificaba las prácticas culturales africanas, dándoles un aire romántico y homogéneo, y solo indirectamente abordaba problemas de dominio y explotación dentro de los territorios colonizados. Con todo, era una forma de señalar hacia un futuro a partir de un pasado doloroso.

      Una bibliografía completa para este libro puede encontrarse en la web de Cambridge University Press en www.cambridge.org/CooperAfrica2ed

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      [1] BOAHEN 1996, p. 434.

      [2] El término original es gatekeeper, que, en este contexto, podría traducirse de varias maneras, aunque nos ceñiremos a las expresiones «estado celador» y «custodio de la Puerta», puesto que se trata de estados y gobiernos interesados, por una parte, en mantener el poder, y, por otra parte, centrados en disponer y controlar recursos de exportación y aranceles, así como su acceso a los mercados internacionales.

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