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Sí, por cierto.

      S.: ¿Opinas, entonces, que lo mismo son saber y creer, ciencia y fe, o que son algo distinto?

      G.: Yo, en verdad, pienso que son algo distinto, Sócrates.

      S.: Sin embargo, tanto los que saben como los que creen han sido persuadidos.

      G.: Así es.

      S.: ¿Quieres que establezcamos, por tanto, dos clases de persuasión, la que brinda fe sin saber y la que brinda ciencia?

      G.: Completamente de acuerdo.

      S.: ¿Cuál de ellas produce, pues, la retórica en los tribunales y en las otras reuniones, acerca de lo justo y lo injusto? ¿Aquella de la que surge la fe sin saber, o aquella de la cual surge el saber?

      G.: Es evidente, Sócrates, que aquella de la que surge la fe.

      S.: De tal manera, la retórica produce, al parecer, persuasión acerca de lo justo y lo injusto por la fe, pero no por la enseñanza.

      G.: Sí.

      Sin embargo, fue Aristóteles quien estableció definitivamente los principios que subyacen a la retórica. Eran los principios por él postulados los que, posteriormente, serían desarrollados una y otra vez en los tratados clásicos de retórica (Cicerón, Quintiliano, Dionisio) hasta que ésta desapareciera como disciplina.

      La retórica aristotélica

      Luego de recopilar y criticar los tratados de retórica de su época, Aristóteles escribe “El arte de la retórica” (Tejné retoriké) en el año 323 a.C. En ella desarrolla lo que hoy podría denominarse una teoría acerca de la persuasión.

      Aristóteles concibe el discurso como un mensaje y lo somete a una división del tipo: emisor-mensaje-receptor. Su obra está compuesta por tres libros. El libro I es el libro del emisor del mensaje, del orador. Ahí comienza primero por definir la retórica y su objeto; luego estudia la forma de concebir argumentos, de adaptarse al público y de lograr en éste la impresión de hombre honesto durante el discurso. En general, trata acerca del carácter moral del orador (ethos). El libro II es el libro del receptor del mensaje, del público. Trata de los caracteres, costumbres y pasiones de la gente con el objeto de que el orador, en su conocimiento, pueda apelar a los sentimientos apropiados para disponer anímicamente al público a su favor (pathos). Finalmente, el libro III es el libro del mensaje mismo, del discurso (logos). Ahí se estudia la disposición de las diferentes partes del discurso, su estilo y la forma de declamarlo.

      La retórica aristotélica se basa en el principio de lo verosímil, en demostrar mediante el razonamiento aquello que la gente cree posible. Para ello se vale de una lógica intencionalmente poco rigurosa, de la lógica que dicta el sentido común, de una lógica adaptada a los criterios de la opinión pública. Esto queda mejor expresado por la siguiente regla aristotélica: más vale un verosímil imposible que un posible inverosímil. Para persuadir, entonces, es necesario contar aquello que la gente cree posible, aún cuando esto sea “realmente” imposible, que contar lo que de hecho es posible si esto no será creído.

      El arte de la retórica desarrollado por Aristóteles puede ser figurado como un árbol con diferentes ramificaciones (Fig. 1). A continuación detallaremos cada una de estas ramificaciones.

       Invención

      Es a esta operación, encontrar qué decir, a la que Aristóteles presta mayor atención en su obra. Se trata de establecer las pruebas o argumentos necesarios para persuadir durante el discurso. Constituye, por así decirlo, el cuerpo lógico y psicológico del discurso, su contenido. Supone, además, un método sistemático para hallar las formas argumentativas más eficaces; lo espontáneo e intuitivo no produce buenas razones según Aristóteles. Esta búsqueda de argumentos persuasivos tiene dos finalidades, una lógica y otra psicológica: convencer y emocionar, respectivamente. Recorreremos primero el camino del convencer para luego retomar el del emocionar:

       Figura 1: Árbol Retórico

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       Acerca del convencer

      Para convencer se requiere de un aparato lógico de pruebas que permitan persuadir al oyente mediante el poder del razonamiento puro, esto es, la fuerza lógica de los argumentos. En este caso no se consideran las características anímicas del oyente, sino sólo su capacidad de razonar.

      Existen dos tipos de pruebas que el orador puede esgrimir en su discurso: las extratécnicas y las técnicas. Las pruebas extratécnicas son aquellas que “no han sido compuestas por nosotros, sino que ya existían”3. Éstas se encuentran fuera del orador, el cual sólo puede usarlas, pero no inventarlas. Entre ellas se cuentan las leyes, los contratos, las confesiones, los juramentos y los testigos. Estos últimos pueden ser, incluso, juicios emitidos por hombres ilustres y hasta proverbios. Como Aristóteles dice “si alguien aconseja que no se tome a un viejo por amigo, para éste testifica el proverbio: jamás hagas un beneficio a un viejo”3. Las pruebas técnicas son aquellas que “se pueden preparar por nuestra propia industria y con método”3. Éstas son las que debe aportar el orador a partir de su propio razonamiento, son aquellas que el orador inventa. Para ello sólo tiene dos caminos: para lograr persuadir “se demuestra mediante ejemplos o entimema, no existen otros medios fuera de éstos”3.

      El ejemplo constituye una inducción; vale decir, de un objeto particular se infiere la clase y luego de esta clase se deriva un nuevo objeto particular que es empleado en lugar del primero. Se trata de un argumento por analogía (o contrarios) cuya persuasión radica en la similitud de características entre hechos distintos. Entre los ejemplos se cuentan citar hechos o personajes históricos o mitológicos y crear fábulas o parábolas. Aristóteles cita una hermosa fábula de Esopo como ejemplo. Éste, defendiendo a un hombre rico acusado de un crimen capital, “contó que una zorra, mientras atravesaba un río, había sido arrastrada hacia un remolino, y que como no pudiese salir de allí sufrió largo tiempo y muchas garrapatas se adhirieron a ella, y que pasando por allí un erizo, en cuanto la vió, movido a compasión, le preguntó si le arrancaría las garrapatas, pero que ella no se lo permitió, y como aquél le preguntase por qué, había respondido: “porque éstas ya están satisfechas de mí y me chupan poca sangre, pero si las arrancas vendrán otras hambrientas y se beberán el resto de mi sangre”. Pues bien señores -dijo Esopo refiriéndose a su defendido- éste ningún daño os hará en adelante, pues es rico, pero si le dierais muerte vendrán otros pobres, los cuales os arruinarán dilapidando vuestro tesoro público”3.

      El entimema constituye una deducción, en la cual, a partir de ciertas premisas supuestas se deriva una conclusión determinada. Aristóteles lo denomina el silogismo retórico. Sin embargo, el entimema es un silogismo fundado en premisas verosímiles y generales, que son verdaderas la mayor parte de las veces; en tanto que el silogismo riguroso se funda sobre premisas universales y siempre verdaderas. Veamos la diferencia mediante un ejemplo:

      (A) Todos los hombres son mortales.

      Juan es un hombre.

      Juan es mortal.

      (B) Los padres cuidan a sus hijos.

      Juan es padre.

      Juan cuida a su hijo.

      Puesto que en el silogismo (A) la premisa es verdaderamente universal su conclusión

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