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de barbitúricos, se acostaron en la cama abrazados el uno al otro y se durmieron para siempre. Previamente, había escrito unas líneas explicando su determinación:

      Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento y lúcido, me urge cumplir con un último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció a mí y a mi mujer una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma.

      Pero después de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de andar sin rumbo. De esta manera, considero lo mejor concluir a tiempo y con integridad una vida cuya mayor alegría fue el trabajo espiritual y cuyo más preciado bien en esta tierra fue la libertad personal.

      Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto.

      ***

      Al terminar de escribir esta última declaración de Zweig, seguí ensimismado releyendo algunas páginas del libro de Müller de donde había extraído esa cita. Al tomar conciencia del presente que yo vivía, pensé la frustración que sentiría Stefan si supiese que el amanecer del que nos hablaba aún no había llegado.

      Aunque habíamos quedado en no vernos en una semana para evitar posibles seguimientos de seguridad interior, no pudimos aguantar y al cuarto día decidimos cambiar de táctica y volvimos a estar juntos. Fue como la primera vez: estuvimos abrazados mucho tiempo. No nos importaba comer ni beber, sino amarnos con pasión y concretar el plan de huida del infierno que nos rodeaba. Acordamos que ella, con la documentación falsa, tomaría el transporte para Sudamérica el viernes y yo lo haría dos días más tarde para evitar cualquier vinculación entre nosotros; nos reencontraríamos después en Brasil, la misma tierra que había albergado a Stefan.

      Por fin llegó el día y una vez que me aseguré de que ella pudo embarcarse sin dificultad y abandonar Europa, respiré con tranquilidad. Para mí, ese fue un día de felicidad solo contaminado por la ansiedad que sentía esperando ese domingo en el que yo emprendería el mismo camino para reunirme definitivamente con Sara y poder disfrutar de nuestra felicidad en libertad. Pero ese domingo no llegó: alguien delató mis planes y fui detenido horas antes de embarcarme. Me torturaron, me humillaron y me vejaron: mi única resistencia fue el silencio; solo me derrumbé cuando me aseguraron que había sido Sara quien me denunció. Soy consciente, como ocurre muchas veces en la vida, de que jamás sabré la verdad.

      Ahora con una certeza exenta de dudas sé que no pertenezco a este mundo. En las largas horas que paso en mi celda, recuerdo con agrado mi infancia y mi juventud, cuando amaba la paz, la literatura, la música, y soñaba con un hombre nuevo, racional y solidario. Pero también me invade la tristeza cuando tomo conciencia de la persona en que más tarde me convertí al servicio del estado totalitario. Al pasar los meses llegué a la conclusión que ya no merecía la pena vivir: mi mundo también había muerto. Intenté suicidarme, pero fracasé. Ahora estoy preso en un área de aislamiento e intento escribir esta historia que dudo que pueda llegar a algún lector, pero lo hago para sentir que sigo vivo en este nuevo periodo histórico oscuro, retrógrado e insensato que me ha tocado vivir.

      A veces también acudo a otro mecanismo de defensa para mí muy eficaz: intento recordar de memoria algunas obras de mi autor admirado Stefan Zweig, sobre todo su autobiografía, El mundo de ayer. Al adentrarme en ella, me identifico profundamente con este hombre singular y sufro al reconocer la estupidez humana y constatar la incapacidad de las personas para aprender de los errores pasados que solo conducen a repetir los ciclos de sufrimientos una y otra vez. Solo aspiro a tener otra oportunidad para seguir los pasos de Stefan; espero que sea pronto.

      Conmoción

      En ocasiones uno cree estar en lo cierto, pero está equivocado. Desde una supuesta certidumbre a la realidad puede mediar un segundo o un fotograma de película como fue mi caso.

      Llevaba yo más de un año jubilado y creía que tenía superada la nostalgia de mi trabajo realizado durante cuarenta años. Estaba la otra noche en el cine viendo una película algo intrascendente y en ella se reflejó durante unos minutos la actividad de un médico en su clínica.

      Desde mi butaca observé a aquel personaje haciendo su trabajo y se despertó en mi mente un sentimiento inmenso de pérdida al ser consciente de que había algo ya irrecuperable para mí; ya no podría volver a ejercer la medicina en un hospital.

      Casi me olvidé de dónde estaba: me quedé conmocionado. Solo mi mujer se dio cuenta de que algo muy importante me había ocurrido en aquella sala.

      Un banco en la Gran Vía

      Cuando aquel 11 de septiembre del 76 me despedía de mis amigos en el aeropuerto de Tucumán, no sabía entonces que a algunos de ellos no los volvería a ver nunca más; solo dos meses más tarde y después de terribles torturas pasarían a formar parte de las siniestras listas de desaparecidos en Argentina. Pero en esos momentos ellos me despedían emocionados y dudando de si yo, junto a mi mujer y mi pequeña hija, estábamos equivocándonos al dar ese salto al vacío, a lo incierto y a la soledad del exilio en un país desconocido. Aunque nosotros también a veces albergábamos algunas dudas, la situación de terror que nos rodeaba nos hizo tomar la decisión de marcharnos con firmeza; poco tiempo después, la realidad nos demostraría que no nos habíamos equivocado.

      Desde Tucumán, fuimos a Buenos Aires y creo recordar que a mis veintiséis años, que era la edad que entonces tenía, nunca había subido a un avión para realizar un viaje de ese tipo. El día anterior a la salida hacia Madrid, estuvimos, gracias a la ayuda económica de mis suegros, en un hotel porteño, céntrico, confortable, limpio y decorado con gusto, propio de aquellos a los que solían acudir las clases medias acomodadas de entonces. Permanecimos todo el día en el hotel, ya que temíamos salir a la calle en esa ciudad sojuzgada por el terrorismo que encarnaba la dictadura de esos años.

      La última noche en Argentina dormimos en una habitación placentera donde ilusamente deseábamos sentirnos protegidos y en paz. La habitación tenía una limpieza exquisita, estaba decorada en colores claros y la cama era cómoda y mullida, y sus sábanas, suaves, perfumadas y de un blanco deslumbrante. Nos acurrucamos los tres y mi hija, a pesar de tener solo ocho meses, parecía captar el cambio que se avecinaba. Mi mujer y yo, sin expresarlo y cada uno por su lado, nos preguntábamos una vez más por qué teníamos que marcharnos: éramos conscientes de que nuestra ideología no encajaba con el régimen imperante y que nuestros principios basados en una cosmovisión solidaria, librepensadora y de cambio iban contracorriente con lo que se estaba implantando en todo el cono sur americano; nos preguntábamos si eso eran motivos suficientes para tener que huir de un país abandonando nuestros orígenes, nuestros recuerdos, nuestras familias y partir hacia lo incierto. A pesar de todo, dormimos plácidamente en esa cama acogedora y cálida que invitaba a permanecer en ella, haciendo negación de todo lo que ocurría fuera de esa habitación y de lo que nos esperaba en el futuro inmediato.

      A la mañana siguiente y tras el último desayuno opíparo, que posteriormente no se repetiría en muchísimo tiempo, dejamos el hotel y nos sentimos presos de una tristeza inmovilizante, aunque esta pronto fue sustituida por la ansiedad y el estrés que da el miedo. Ese día apenas comenzaba y no sabíamos si podríamos o no salir del país; temíamos que en los últimos instantes ocurriese algo que trastocase nuestros planes y que significase el inicio del horror y el final de nuestras vidas. Como consecuencia del azar, de la suerte y de las intensas gestiones realizadas por mi suegro, conseguimos por fin dejar ese país silenciado por el terror y la vileza.

      Doce horas después, aterrizábamos en Madrid: al bajar por la escalerilla del avión y pisar el suelo de España, en mi cabeza bulleron recuerdos, historias y anécdotas vividas por mis abuelos emigrantes cuando a ellos, muchos años antes y por motivos diferentes, les tocó hacer este mismo viaje, pero en

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