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      Estaba profundamente dormido cuando Marta me despertó:

      —He oído ruidos —me dijo.

      Tardé en despertarme, pero unos minutos después bajaba por las escaleras aguzando los sentidos para intentar confirmar lo que ella había oído. En ese momento, escuché una crepitación que provenía del salón; me detuve con brusquedad. Pensé que habían entrado ladrones en casa. Sentí en mi cuerpo al mismo tiempo una mezcla de miedo y rabia. Todos mis sentidos se pusieron en alerta máxima y esperé agazapado que algo ocurriera. Pasaron los minutos y solo reinó el silencio. Marta se reunió conmigo y esperamos juntos un largo rato.

      Al constatar que no se repetían los ruidos, decidimos recorrer la casa y no observamos nada anormal: todo estaba en orden. Volvimos a la cama, aunque tardamos en dormirnos otra vez, ya que los dos, sin hablar entre nosotros, permanecimos bastante tiempo escrutando el silencio para interpretar qué nos había sobresaltado aquella noche.

      Al día siguiente, retornamos a nuestros trabajos y no volvimos a hablar del asunto, pero por la noche, a las dos de la madrugada, volvió a ocurrir lo de la velada anterior. Esa vez oímos pequeños ruidos, crujidos de maderas y sonidos como si los muebles fuesen deslizados de un sitio a otro. Repetimos el periplo de la noche pasada: recorrimos temerosos y preocupados cada una de las habitaciones de la casa y no encontramos ninguna explicación a nuestras percepciones auditivas. A pesar de ello, no desapareció en nosotros la sensación de angustia intensa.

      La semana siguiente estuve solo en casa. Marta me dijo que tenía que viajar por razones de trabajo y que estaría varios días fuera; más tarde, me di cuenta de que había sido solo un pretexto para no estar en casa, ya que ella tenía pánico de volver a pasar una noche como las que habíamos vivido llenas de ansiedad y desasosiego. Para mí, esos días de soledad fueron una repetición de los anteriores: cada noche que pasaba oía más ruidos inexplicables, pero comenzaba a acostumbrarme a ellos. Pasé del miedo que me inmovilizaba a necesitar oír esos ruidos que rompían la soledad que me embargaba desde hacía tanto tiempo. Marta no regresó nunca y tampoco la extrañé.

      Con el paso de las semanas, noté que ese lenguaje de sonidos nocturnos comenzaban cada vez más temprano y eran también más nítidos e intensos: oía ruidos de sillas, puertas que se abrían o cerraban y hasta voces susurrantes.

      Ayer, al anochecer, cuando regresaba del trabajo, al acercarme a mi casa vi luz en su interior. Me quedé paralizado e incluso dudé por un instante de si estaba en el sitio correcto. Unos segundos después, me repuse y, mientras introducía la llave en la cerradura, la puerta fue abierta por una mujer de mediana edad, muy afable, que me invitó a entrar en mi propio hogar. Me quedé estupefacto, pero sin hablar siquiera la seguí como un autómata hasta el salón. Allí había un hombre de sonrisa plácida que me invitó a sentarme en su mesa, ya que al parecer mi llegada había interrumpido la cena.

      Como si fuese una situación ordinaria, cenamos los tres, conversando de cuestiones diversas, hasta que esos anfitriones en mi propia casa se despidieron de mí y se marcharon hacia los dormitorios. Me quedé solo, sentado en el sofá del salón, y, al cabo de un rato, comencé a oír los ruidos de siempre en las habitaciones contiguas. No sabía qué pensar y no supe qué hacer, por lo que opté por pasar la noche allí tumbado. Para distraerme, me dediqué a descifrar los sonidos que invadían la casa; me quedé dormido.

      Los pasos de Zweig

      —No, Stefan, no llevas razón —dijo Marcos mientras se pasaba la mano por sus cabellos en un gesto que denotaba cansancio y hastío. Una vez más, entablaba una discusión que de antemano sabía que terminaría en nada, ya que ninguno lograría convencer al otro.

      Stefan Zweig, escritor judío no practicante, cosmopolita y amante apasionado de las artes, de la cultura y del conocimiento, no podía dar el brazo a torcer ante los argumentos de mi bisabuelo Marcos, sionista convencido, cuando abordaban el tema que ellos llamaban «de la cuestión judía». Mientras en Europa morían millones de personas victimas del odio y el fanatismo, mi bisabuelo y Stefan, sentados en un café de Buenos Aires, hablaban del futuro del mundo:

      —Los males de la humanidad de los últimos siglos siempre han estado ocasionados por las religiones fanáticas e intolerantes, la codicia de los poderosos, los nacionalismos y los dogmatismos totalitarios —aseveró sin vehemencia Stefan, quizás porque ya se lo había dicho tantas veces a Marcos que este ni le contestó.

      Zweig estaba de paso por Argentina, ya que tras presentar su libro Novela de ajedrez se marcharía a Brasil. A pesar de que rechazaba con firmeza y contundencia los argumentos de mi bisabuelo, Stefan transmitía a través de su mirada y de su rostro unos sentimientos de tristeza, desilusión y pesimismo. Charlotte, su esposa, permanecía callada a su lado cogiéndole de la mano y con su mirada parecía decirle que para qué discutir si mejor es el silencio. Stefan, que había frecuentado y participado en los acontecimientos artísticos y culturales más destacados de las primeras décadas del siglo XX, estaba ahora hundido en una silla y, al comprender la mirada de su mujer, guardó silencio y casi no volvió a hablar aquella noche, solo concretaron algunos nombres de personas que en Petrópolis los ayudarían a asentarse en la ciudad que acogería esa nueva etapa del exilio.

      Al regresar al hotel, Zweig no pudo dormir ya que recordaba a muchos amigos que en la vieja Europa habían compartido con él la ilusión de un mundo creativo, tolerante, culto e innovador. Aunque se lo había preguntado muchísimas veces a sí mismo, seguía sin encontrar respuesta en su cerebro sensible y racional sobre el porqué de la barbarie y la sinrazón que asolaban las tierras en las que antes se había disfrutado del arte, la ciencia y la esperanza de una sociedad mejor. Después de mucho meditarlo, concluyó que quizás su tiempo había terminado y su mundo había muerto.

      ***

      Cuando iba a releer lo escrito, oí tres golpes en la puerta de mi despacho: era la forma habitual en que Carmen, mi secretaria, anunciaba su entrada. Al verla acercarse, mi rostro adquirió una rigidez, una seriedad y una impenetrabilidad que yo había aprendido a adoptar para marcar las distancias con todas las personas que me rodeaban.

      —Sr. Benzaquén, pronto se iniciarán los cortes de agua y energía. ¿Activo el generador? —me preguntó y sin mirarla le respondí que sí.

      Desde hacía cinco años, solo disponíamos de agua y energía unas cuantas horas al día. El despilfarro, el cambio climático, las guerras y la prolongadísima sequía —más de ocho años sin llover— nos habían cambiado la vida. En realidad, ya casi no nos acordábamos de cómo vivíamos antes: los paseos por la playa, el ocio en la piscina, las duchas diarias, las calles y casas iluminadas habían pasado al terreno de los recuerdos brumosos e inciertos. Quizás a veces estos recuerdos estaban agigantados por comparación con las actuales carencias e idealizados también al ver películas de otras épocas que ya parecían pertenecer a un pasado muy lejano.

      Mi fama en el ministerio de funcionario incorruptible, duro, distante e inflexible, producto de mi forma de actuar, me había transformado en otra persona: me sentía juez o supremo hacedor cuando decidía sobre la solicitud de visado de miles de personas que pretendían dirigirse fuera de Europa. Años atrás, las estrategias diseñadas por mí en la lucha sin cuartel contra la emigración ilegal me habían dotado de gran prestigio y ello facilitó mi ascenso en la institución gubernamental regional. Sin embargo, ahora me dedicaba a dos funciones primordiales: la primera consistía en conceder los cupos de racionamiento del agua tanto para uso familiar como industrial; la segunda, que era donde estribaba mi mayor responsabilidad, se debía a que yo era la autoridad incontestable e inapelable que disponía sobre la concesión de los pasaportes para poder viajar a Sudamérica. Ese sitio del mundo se había convertido en el único lugar del planeta donde aún se podía vivir de forma parecida al pasado, al menos, según los relatos de los que habían tenido la suerte de ir allí. Después de las confrontaciones fundamentalistas, de las guerras asiáticas y del holocausto de oriente, el mundo estaba acabado: llevábamos solo diez años sin petróleo y parecía que habíamos retrocedido siglos. Mi oficina, situada

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