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para que torciese mi celo funcionarial en la concesión de los visados habían terminado en la cárcel o en el destierro. Tras la desaparición de los obsoletos estados nacionales, el único elemento común de las personas era el anhelo de supervivencia; aun así, mi seguridad y mi elevada autoestima basada en la inflexibilidad a la hora de tomar decisiones se desplomaron como un frágil castillo de naipes cuando conocí a Sara. Entonces, creí que nuestro primer encuentro había sido casual, aunque más tarde descubriría que no.

      Aprovechando mi día libre quincenal, acudí a la única biblioteca pública que quedaba en la ciudad. En estos últimos años, estaba siempre vacía: parecía que la gente había perdido el gusto por la lectura o por el conocimiento. Tal vez muchos pensarían como mi madre: ella, con frecuencia, haciéndome mirar al entorno decadente, me decía: «Mira para lo que ha servido el conocimiento y la ciencia», y antes de que yo pudiera contestarle, cambiaba de tema para evitar una discusión que ella sabía que iniciaríamos y que no nos llevaría a ningún lado.

      Los ordenadores de la biblioteca eran ahora muebles decorativos, ya que estaban todos fuera de servicio; por eso, fui por mi cuenta hacia la estantería donde sabía que estaban los libros de Zweig. Buscaba La tierra del futuro, que se había publicado en 1941; tenía mucho interés en leerla, ya que describía Brasil como un paraíso por descubrir. En mi mente y ensoñaciones personales ese era el sitio al que, en otra etapa de mi vida, había deseado emigrar. Ese sentimiento era para mí un secreto íntimo e inconfesable: de solo pensar que alguien lo supiese me producía temor, ya que sabía que eso me convertiría en un individuo frágil y corriente, imagen tan alejada de la que yo mostraba entonces a los demás.

      Cuando me aproximé al sitio de la librería donde estaban las obras de Stefan, una mujer depositaba allí un libro de este autor, titulado La piedad peligrosa. Pasó a mi lado casi rozándome y lo que más me impactó fue percibir su olor limpio. Desde hacía años, debido a la falta extrema de agua, nuestros hábitos higiénicos habían cambiado radicalmente: no existía la ducha ni el baño, apenas nos aseábamos y nuestro cuerpo y ropa habían adquirido un olor desagradable, penetrante y constante que nos había llevado a acostumbrarnos y a convivir con él. Giré mi cabeza disimuladamente y seguí observándola hasta que ella salió de la biblioteca.

      Le calculé unos treinta años, casi veinte menos que yo. Alta, hermosa, caminaba con firmeza, pero en silencio; su pelo castaño claro, suelto, limpio, se movía suavemente al compás de sus pasos. Llevaba un pantalón negro y una blusa azulada; mi mirada se dirigió instintivamente hacia sus nalgas: pensé si eso estaría codificado genéticamente, ya que muchas veces había elucubrado al respecto. Sus piernas largas, ágiles, y sus perfectos muslos me hicieron olvidar mi actitud de disimulo inicial. Visualicé unos pechos redondos, firmes, y un rostro que parecía ensimismado, ausente del entorno que le rodeaba, pero con un gesto de paz y serenidad que llegó a sobrecogerme dado el contrapunto con lo que yo sentía en mi vida cotidiana.

      Durante las dos semanas siguientes no dejé de pensar en ella y visité a menudo los alrededores de la biblioteca deseando encontrarla, pero no tuve éxito hasta aquel sábado en que fui a devolver Castellio contra Calvino. Nos volvimos a encontrar en la estantería de los libros de Zweig. Me miró con unos ojos verdes, dulces, y en su boca se apreciaba una sonrisa encantadora.

      —Parece que nos gusta el mismo autor —me dijo; la máscara pétrea e inhumana que yo sentía desde hacía tiempo en mi rostro se derrumbó, desapareció.

      —Sí, me gusta mucho; además, mi bisabuelo fue amigo suyo —le contesté con voz entrecortada y nerviosa. Mi seguridad, aplomo y rigidez desaparecieron de forma instantánea.

      Cuando salimos de la biblioteca y nos dirigimos al lugar donde habíamos dejado nuestras bicicletas, ya habíamos intercambiado nuestras opiniones sobre las mejores obras de Zweig; seguimos hablando más de una hora en un banco situado a las afueras de la biblioteca donde otrora había existido un jardín. Me volvió a impresionar su aspecto y olor a limpio, y sentí vergüenza de mi cuerpo. Debido a mi coherencia cerril respecto al uso del agua para baño que se imponía en aquellos años, ya casi se me había olvidado lo que era la sensación de frescor y limpieza; y estaba yo allí sentado muy cerca de ella gozando de la proximidad, pero temiendo al mismo tiempo que percibiese el mal olor de mi cuerpo y el de mis ropas.

      Desde el primer instante en que conocí a Sara quedé subyugado por su voz, su mirada, su piel y sus movimientos. Mientras charlábamos de Zweig en ese primer encuentro, por momentos yo dejé de oírla y mi mente y mi mirada recorrieron con disimulo cada centímetro visible de su piel bronceada, suave, aterciopelada y joven. Me desplacé por sus pies, sus tobillos, su escote y sus manos, deseando en ese momento más que nada en el mundo poder acariciarla. En ese instante de divagación, pero que para mí era como una ensoñación inalcanzable, de repente se puso de pie y apoyó su mano derecha sobre mi hombro, ya que yo aún permanecía sentado.

      —Bueno, espero que pronto nos volvamos a ver y que disfrutes de Leporella.

      Me incorporé torpemente y, cuando ella se había alejado unos cuantos metros, le dije con timidez:

      —Sí, espero que sea pronto. Volveré el sábado —agregué como intentando concretar una cita.

      Me saludó con una sonrisa y, levantando su mano, se despidió de mí. La sensación que había dejado su mano al apoyarse en mi hombro persistió en mi cuerpo y en mi mente muchas horas.

      Después de aquel encuentro, durante días estuve recordando cada uno de sus gestos, detalles de su cuerpo, su boca, sus labios, su piel y su ropa.

      En aquel momento no pasaron por mi cabeza las sospechas que siempre me asaltaban cuando veía a alguien limpio o bien vestido. Con frecuencia, cuando me encontraba con una persona de esas características, consideraba que era sospechosa de incumplir el racionamiento del agua o de delitos peores; pero esa vez solo pensaba en Sara y sentía cómo había vivido una situación fantástica y afortunada que empezaba a cambiar mi vida.

      No sabía si ella acudiría el siguiente sábado, pero los días que faltaban hasta entonces me parecieron meses. Para combatir las horas muertas producto del insomnio que me ocasionaban las fantasías derivadas de ese encuentro, decidí volver a los relatos que escribía sobre la vida de Stefan Zweig. Meses atrás había leído en una circular del departamento de cultura la posibilidad de participar en un taller literario para aprender a escribir: aunque era consciente de que mi capacidad narrativa era pésima, pronto me di cuenta de que aquello me entretenía bastante, me permitía conocer obras y ocupaba mi tiempo libre atenuando mi insoportable soledad.

      Llevaba más de diez años sin saber nada de mi exmujer y de mi hijo; alguien me contó una vez que habían desaparecido en Israel. El sopor emocional que yo tenía entonces y la falta de cariño acrecentada por la tumultuosa separación hicieron que nunca intentara comprobar si aquello había ocurrido de verdad.

      En la quinta noche de insomnio, volví a la escritura.

      ***

      En Petrópolis, Lotte tomó la iniciativa para tratar de construir un nuevo hogar en ese cálido Brasil. Mientras ella colocaba algunas fotos que acababa de enmarcar sobre los muebles del salón, Stefan, sentado frente a su mesa con unos folios en blanco, intentaba escribir, pero sin conseguirlo, ya que sus recuerdos lo llevaban a sitios muy lejanos. En aquel momento recordaba las conversaciones que había tenido en Inglaterra con su amigo Freud sobre Hitler y la guerra; él, que siempre había tenido una idea optimista y positiva sobre el ser humano, comenzaba a coincidir con Sigmund. Recordaba que en aquellas charlas, Freud, enfermo desahuciado, pero con una inquietud intelectual insaciable, le había transmitido una visión muy pesimista sobre el comportamiento del homo sapiens en las relaciones con sus semejantes. En esos instantes, también se mezclaban de forma anárquica en su cabeza, por un lado, imágenes del entierro de Freud al que había acudido tiempo atrás con otros amigos, pero también, de forma simultánea y sin poderlo evitar, procuraba retener las noticias que en aquel momento leía en los titulares del periódico que estaba sobre su mesa; en estos se destacaban los avances del ejército nazi por toda Europa.

      Su mente volaba a través del tiempo pasado

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