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Momentos. José Herrera Peral
Читать онлайн.Название Momentos
Год выпуска 0
isbn 9788418230196
Автор произведения José Herrera Peral
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
***
Dos días antes del posible encuentro con Sara decidí romper con todas mis normas y principios de funcionario incorruptible. Yo mismo falsifiqué los vales de racionamiento de agua y de ese modo conseguí una cuantiosa cuota extra que me permitió bañarme, lavar mi pelo y mis ropas; deseaba ir limpio y lo más presentable posible con el objeto de agradar a esa mujer que comenzaba a ocupar todos mis pensamientos.
La decisión de falsificar los cupos de racionamiento de agua me produjo un cataclismo ético que acentuó mi insomnio dadas las profundas contradicciones en las que me adentraba; todo eso me ocasionó un estado de confusión e inseguridad a la hora de tomar decisiones en mi trabajo cotidiano. A pesar de ello, lograba sobreponerme con solo pensar que volvería a ver a Sara.
Aquella mañana antes de salir hacia la biblioteca, me miré al espejo y parecía otra persona: estaban limpios mi cuerpo y mi ropa, mi pelo parecía hasta diferente en su color y su tersura. Aunque a mis cincuenta años era imposible rejuvenecer con un baño, sí parecía haberse dado en mí un cambio no solo físico sino mental, ya que me sentía distinto y percibía que esa sensación también se la transmitía a los demás. Decidí ir andando y no en bicicleta para evitar sudar y que se estropearan los cambios conseguidos. Mientras me dirigía a la incierta cita con Sara y observaba los centenares de coches abandonados en las calles, recordaba ese pasado no muy lejano en el que los usábamos, quizás en demasía, para desplazarnos a cualquier sitio.
Cuando llegué a la biblioteca, la vi de pie en la puerta de entrada: estaba preciosa, radiante, aún más hermosa de lo que la recordaba. Llevaba una camiseta fucsia y una falda negra que le llegaba hasta las rodillas dejando entrever unas piernas blancas, pero con un ligero tinte color miel. En ese instante, me pregunté cómo lo lograría; entonces se veían muy pocas mujeres con faldas y menos aún con la piel bronceada, ya que esto parecía corresponder a otra época. Se dirigió hacia mí adelantándose unos pasos al verme llegar. Antes de que hablase, creí percibir en sus pupilas un brillo que denotaba alegría de verme; su sonrisa y su voz me envolvieron otra vez, provocando en mí una disminución en la capacidad de respuesta.
—Te estaba esperando para decirte que me tengo que marchar ahora, pero si quieres podemos quedar para otro día.
—¿No te puedes quedar? —pregunté turbado, casi sin saber qué responder— y agregué de inmediato: —Por supuesto, podemos vernos cuando quieras.
Pasó a mi lado y me apretó la mano con dulzura, delicadeza, y con una carga comunicativa que yo quise interpretar que me decía: «Necesito verte». El encuentro fue muy fugaz, pero acordamos una cita para el día siguiente por la noche: yo no lo podía creer; tenía el corazón acelerado, me pulsaban las sienes y me parecía que el prisma con que yo veía mi vida y a mi entorno cambiaba de forma radical y súbita. Al día siguiente, casi no pude trabajar: cometí errores en mis funciones, fui amable con mi secretaria, ventilé mi despacho y me fui a la hora en punto en que terminaba mi jornada laboral; habitualmente, casi todos los días, solía quedarme varias horas más fuera de mi horario oficial realizando tareas o simplemente llenando el vacío y la soledad de mi existencia.
Esa noche, al llegar a la cita con ansiedad y puntualidad, ella ya estaba allí. Al acercarme hacia Sara, me pregunté por qué una mujer bella, joven y enigmática podía perder el tiempo en verse conmigo, viejo y gris. Quise convencerme de que sería por el gusto común que teníamos por la literatura.
Nos sentamos en un bar casi desierto y bebimos el refresco oficial del estado: no había otra cosa para beber, pero no nos importaba. Le conté sobre mi afición por Stefan Zweig y la amistad que había tenido mi bisabuelo con él cuando estuvo en Argentina. Me contó que era una apasionada de la literatura, pero que su profesión era la biología y que trabajaba en los controles de calidad del agua de consumo. Al poco tiempo, ya tenía la sensación de que esa mujer podría ser mi compañera para siempre.
De repente, me tomó de la mano y me invitó a su apartamento. Comenzamos a caminar por calles en penumbras, dados los cortes de electricidad; me cogió del brazo y, apretándose contra mí, me sonrió. Los veinte minutos que tardamos en llegar a su casa fueron para mí de los mejores momentos que pasé en mi vida; pensé si eso sería la felicidad.
Su apartamento era como ella, cálido e interesante; estaba abarrotado de libros y pinturas que habían sido famosas en el siglo XX. Me quitó la chaqueta y me abrazó; iluminados por unas velas, ya que no había luz a esa hora, comenzamos a acariciarnos. Buscó con su boca la mía y mantuvimos un prolongado beso rozando nuestras lenguas con pasión y pegando nuestros cuerpos casi hasta tener la sensación de estar fundidos el uno con el otro. Nos desnudamos entre respiraciones jadeantes y miradas que hablaban más que mil palabras; nos tumbamos sobre una fina alfombra de jarapa que había en el suelo e hicimos el amor con frenesí y también con angustia, como si estuviésemos viviendo un tiempo fuera del presente real que los dos conocíamos. No dejamos ni un centímetro de piel sin besarnos, acariciarnos, lamernos; intercambiamos nuestros fluidos como buscando en esos contactos una unión tan firme que el entorno que nos rodeaba fuese incapaz de separarnos. Nuestros cuerpos desnudos, sudorosos, pegados uno al otro, parecían decir: «Huyamos juntos, salvémonos juntos».
A partir de aquella noche, comenzamos a vernos a diario. Apenas dormíamos, volvíamos exhaustos a nuestros trabajos, pero sentíamos que la felicidad nos alimentaba y nos protegía de esa horrible realidad que nos había tocado vivir. Hablábamos horas y horas de temas que sin saberlo previamente nos habían apasionado a ambos; todos los días hacíamos el amor, nos reíamos en silencio, nos recitábamos poesías y nos acariciábamos sin descanso; además, contraviniendo todas las ordenanzas de la época, nos bañábamos juntos. Nunca hacíamos planes ni hablábamos del futuro hasta que un día le pregunté cómo ella con su juventud y hermosura se había enamorado de mí, más viejo y tan poco agraciado físicamente. No me respondió: se lanzó encima de mí y me besó hasta que nos quedamos dormidos y abrazados tras hacer una vez más el amor con fogosidad y ternura.
Cuando nuestra relación llevaba unos tres meses, comenzamos a hablar de un plan de fuga a Sudamérica. Durante semanas elaboramos y contemplamos todos los detalles del plan: analizábamos los riesgos y los posibles contactos, aunque por supuesto dado mi trabajo, yo me encargaría de falsificar los salvoconductos para conseguir la autorización de poder ir a Brasil. Decidimos dejar de vernos unos días, ya que sospechábamos que podrían estar vigilándonos.
En esas noches de soledad, en mi casi abandonado apartamento y con la intención de llenar el tiempo libre, volví a la escritura relacionada con Zweig.
***
Stefan y Lotte fueron bien acogidos en la ciudad de Petrópolis, una nueva ciudad para su exilio. Allí, en poco tiempo, conocieron a varias personas que pronto pasaron a ser sus amigos y con los que compartían tertulias, libros, cenas y también la preocupación por lo que ocurriría en el mundo si la guerra la ganaban los nazis, como parecía entonces.
A mediados de febrero de 1942, Stefan sintió que no podía más: en sus sesenta años de vida había visto al mundo hundirse en las locuras genocidas de las dos grandes guerras que habían destruido Europa; sentía que su mundo, sus amigos, sus obras, sus ciudades, sus teatros y museos, su sensibilidad cosmopolita, creadora y solidaria ya no tenían cabida en el presente que le rodeaba. El desarraigo para él no tenía que ver con el entorno geográfico, sino con la devaluación de los valores que habían sustentado su vida produciéndole un gran impacto en su espíritu y en su cerebro en aquellos calurosos días del verano de Brasil.
Decidió junto a su mujer dejar este mundo y, como había sido siempre ordenado, meticuloso, detallista y respetuoso con los demás, organizó su muerte para el día veintidós. Se vistió con pulcritud, redactó cartas destinadas a las autoridades de la ciudad explicando