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al menos 24 horas para contestar. Al fin y al cabo, como apunta García Márquez, «el problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor y hay que volver a reconstruirlo cada mañana antes del desayuno». Las peores implicaciones –las más negativas y destructivas– surgen a raíz de la justificación de nuestros actos. Esta necesidad de justificarse es parte de la mente ciega.

      La mente, en su ceguera, es muy destructiva. Daña. Lastima. Ofende. Humilla. Se justifica. Hiere. Corta. Hace sangrar. Ataca. Recupera todo de la memoria de su pasado, para embestir más fuerte: justo en donde más le duela al otro, a fin de herir en lo más profundo y dejar cicatrices para toda la vida. Hay heridas que parecen cerrar, pero hay cicatrices que con el tiempo se abren más. La próxima vez que regreses de una cena y te halles en una situación parecida, hazme un favor: vete a la cama, refutando el consejo milenario de no irse a la cama si no han arreglado sus problemas. Siempre amanece. Al día siguiente la historia será distinta con las dos mentes (o mínimo una) en su «área consciente». Sólo espera. Al menos 24 horas.

      Las pasiones de la mente

      «Por mucho que pretenda ignorar la herencia genética de su pasado evolutivo, el hombre seguirá siendo un primate».

      Desmond Morris

      La estructura del cerebro humano es muy compleja. Nuestro cerebro está formado por diferentes zonas que se desarrollaron a través del tiempo, hasta que en nuestros antepasados se hizo visible una nueva: la neocorteza, el último cerebro. Así que tenemos instintos que vienen de nuestros ancestros, pero a la vez nuestro cerebro se volvió pensante, analítico, frío, es decir, evolucionado. De cualquier modo, en los diferentes momentos de la vida surgen nuestros instintos, para bien o para mal. Dependiendo de las circunstancias, aparece alguna actividad instintiva.

      La parte más primitiva es «el cerebro reptil», que se encarga de los instintos básicos de la supervivencia; por ejemplo, el deseo sexual, la búsqueda de comida y las respuestas viscerales y agresivas. En esta parte, la amígdala tiene una posición privilegiada y posee la capacidad de «secuestrar» nuestra mente.

      La neocorteza (nueva corteza, corteza evolucionada o el último cerebro) es la que nos guía hacia una decisión serena y adecuada. No solamente es el área más accesible, sino que es también la más humana, sensata y analítica; la del pensador y planificador: tiene la capacidad del lenguaje, la imaginación, la creatividad y la abstracción. Pero la amígdala se puede entrometer para manipular nuestra neocorteza, privilegiando sentimientos, pasiones y emociones.

      Daniel Goleman, en su obra maestra La inteligencia emocional, explica esta estructura cerebral: «El hipocampo y la amígdala eran dos partes clave del primitivo ‘cerebro nasal’ que, durante la evolución, dio origen a la corteza y luego a la neocorteza. En nuestros días, estas estructuras límbicas se ocupan de la mayor parte del aprendizaje y el recuerdo del cerebro; la amígdala es la especialista en asuntos emocionales».[2]

      Normalmente, la información de la vista y los oídos (señales sensoriales) pasa a través del tálamo a la neocorteza y ésta analiza y decide sensatamente. Pero una parte de la información pasa del tálamo directamente a la amígdala y ésta es capaz de crear grandes problemas emocionales y puede provocar las acciones más primitivas. La amígdala es el centro de creación de temores y alarmas de emergencia. Es allí donde comenzamos con las respuestas más viscerales, las más instantáneas.[3]

      Entendamos la forma en la que nuestra amígdala puede tomar el control de nuestra mente antes de que la neocorteza decida. Para la comprensión de la vida emocional, como dice Goleman, «la investigación de LeDoux (neurólogo que descubrió el comportamiento de la amígdala) es revolucionaria porque es la primera que encuentra vías nerviosas para los sentimientos, que evitan la neocorteza. Entre los sentimientos que toman la ruta directa a través de la amígdala se incluyen los más primitivos y potentes; este circuito hace mucho por explicar el poder de la emoción para superar la racionalidad».[4] Y cuando el poder de la emoción supera la racionalidad, es decir, cuando la amígdala domina la neocorteza, cometemos los errores más graves que más tarde, una vez que la neocorteza comience a actuar, lamentamos. «Cuanto más intenso es el despertar de la amígdala, más fuerte es la huella».[5]

      Quizá nos arrepintamos de nuestras acciones viscerales en la tumba, en los hospitales o en las cárceles. ¡«Patadas en la tumba»! ¡Agonías en los hospitales! ¡Lamentos en las cárceles! De las últimas dos he tenido varios testimonios: «No supe qué hice pero hoy estoy pagando las consecuencias». «Estaba ciego cuando cometí este crimen, hoy no me queda otra cosa que lamentarlo durante el resto de la vida». En una visita al Reclusorio Oriente, uno de los reos me comentó que había cometido un crimen sin ningún plan. «Jamás había pensando que haría esto, que mataría a alguien. Pero ese día algo me pasó y me cegó, no medí las consecuencias, no vi nada, sólo quería matar a ese tipo. Y todo esto sucedió por una provocación momentánea. La verdad no sé qué me pasó. Estaré aquí por lo menos 15 años más. Lo perdí todo en unos segundos. Aún no entiendo cómo hice esto. Terminé con varias vidas, incluyendo la mía».

      Esto es lo que hace la ceguera provocada por la amígdala: destruye toda una vida en unos segundos. La gran mayoría de la gente que cometió algún crimen, no lo volvería a hacer si tuviera una segunda oportunidad y estuviera bajo el control de la neocorteza. Lástima que muchos no la tendrán. Mucha gente que intenta suicidarse durante una etapa de depresión se ríe –una vez que ha salido de ella– de cómo llegó a pensarlo. Agradece no haber cometido este acto y estar viva. Es una lástima que muchos actuaron bajo depresión y no tendrán la oportunidad de salir y pensar.

      He grabado testimonios de algunas personas deprimidas cuando querían quitarse la vida y una vez que salen –les pido que esperen noventa días– no creen lo que oyen: su propio testimonio. Los comentarios son: «No puedo creer que llegué a pensar en esto». «La vida tiene un sentido, lástima que haya llegado casi a perderlo, y a perder la vida. Gracias a Dios que estoy vivo. Ojalá todos tuvieran esta oportunidad de agradecer a Dios». Algunos seguramente estarían reclamándose por no haberse dado esa oportunidad. En sus tumbas.

      A modo de conclusión podemos afirmar que una gran parte de la información que recibimos a través de los sentidos pasa a la neocorteza, que la evalúa, analiza, piensa, sopesa, calcula y, enseguida, responde adecuadamente; pero una pequeña parte de esta información va directamente a la amígdala, que nos lleva a responder de forma más espontánea e instintiva: suficiente para cambiar nuestra vida entera en unos cuantos segundos.

      Para entender un poco mejor, veamos un ejemplo: al ver una colilla de cigarro encendida, la información (de los ojos) pasa al tálamo y de allí, a procesarse en la neocorteza, la cual nos puede indicar que lo único que tenemos que hacer es pisarla para apagarla; pero mientras la neocorteza analiza, procesa y decide (o está en ese proceso), una parte de la información (de la colilla encendida) llega del tálamo directamente a la amígdala, y ésta, en lugar de procesar o analizar, decide –como siempre, rápida y abruptamente– reaccionar visceral y exageradamente, mandando la señal de un gran incendio y crea una situación de peligro en donde no la hay. Bueno, casi nada, sólo una colilla, pero la alarma de que hay «un gran incendio», «llamen a los bomberos y paramédicos», llega a confundir nuestra neocorteza, la parte pensante y la mente ya no es capaz de distinguir entre la brasa de una colilla (que lo único que necesitaba era ser pisada) y la alarma de un gran incendio.

      Así, el poder de la amígdala, con el sentido más primitivo, puede llevar nuestra mente «secuestrada» al pánico y a cometer errores irreparables. «La amígdala puede hacer que nos pongamos en acción mientras la neocorteza –más lenta pero plenamente informada– despliega su plan de reacción más refinada».[6]

      La próxima vez que estés bajo fuertes emociones, piensa por lo menos 24 horas antes de tomar alguna decisión.

      Comenta Joseph Ledoux: «La emoción es más potente que la razón». En el capítulo El tercer retrovisor: la verdad, legado de mi padre, veremos cómo entrenar nuestra mente y cómo podemos guiar nuestras emociones.

Reflexiones1. No permitas que una colilla incendie el bosque.2. Sé justo, no busques culpables de tus actos.3. El arte de la vida también

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