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de perderla. En los testimonios de los desahuciados encuentro un deseo constante: quieren una segunda oportunidad. La revelación es casi siempre la misma. Una vez que ven la muerte cerca, quieren regresar a la vida y hacer las cosas bien. Quieren vivir. El testimonio «Quiero vivir», que aparece al inicio del libro, es el de un hombre casado, con dos hijos. Él estaba agonizando y apenas podía hablar. Mi primera pregunta fue: ¿qué quieres? El hombre murmuró: «Vivir, quiero vivir. Quiero mi vida de nuevo». El deseo de este hombre era tan fuerte que se había aferrado a la vida por un año ante su agresiva enfermedad. No se podía mover, ni hablar con facilidad, estaba muerto en vida, pero quería vivir. Tenía planes para el futuro. Creía que iba a salir y seguir con ellos. Había creado todo un mundo alterno en su interior; me contó sus planes. Llevaba un año de hospital en hospital, pero no quería dejar la vida. Al final, cuando era apremiante su muerte, dijo cuánto quería a su familia y cuánto lamentaba no haberles correspondido a su esposa y a sus hijos. Quería volver a vivir y hacer todo bien, hacer lo que no hizo en su vida. Muy pocas veces he visto tantas ganas de vivir como en los ojos de este hombre. ¡Descanse en paz!

      Los testimonios suelen ser similares, marcados por llantos y arrepentimientos:

      ¿Por qué no vi esto? ¿Por qué no vi aquello? ¿Por qué no le dije que la amaba? ¿Por qué le dije que la odiaba? ¿Por qué no dediqué más tiempo a la familia? ¿Por qué trabajé tanto? ¿Por qué no viví mi vida? ¿Por qué no fui feliz? ¿Qué hago ahora aquí con tantos remordimientos? Tenía una vida entera y la perdí, no pude realizar estos pequeños detalles; ahora el mundo se presenta oscuro delante de mí, a punto de partir, y me persigue un remordimiento interminable por no haber hecho las cosas a tiempo, cuando resultaba tan fácil hacerlas. ¡Cómo quisiera compartir mis experiencias con quienes aún tienen una vida por delante! ¡Cómo quisiera decirles que no cometan los mismos errores que yo! Ojalá que me escuchen, aunque sé que muchos no lo harán hasta que lamenten igual que yo, cuando estén a punto de dejar este mundo. Me daría un gran alivio tan sólo saber que alguien me escucha, que no hará lo que yo hice. Cierto: nunca sabes lo que tienes hasta que lo ves perdido. Yo les digo: no hay que perder para valorar lo que tenemos. Yo lo perdí. Es la voz del que ya se va más allá. Díganles ahora mismo a sus seres queridos cuánto los aman; hagan algo ahora mismo, no esperen por los sentimientos, sólo háganlo. No esperen. No mueran trabajando, vivan amando. Vivan sus vidas, yo no viví mi vida; no lo hice y miren dónde estoy, en la noche más oscura del alma, en lo más profundo de la oscuridad, del remordimiento, de arrepentimientos, en el lecho de muerte. ¿Acaso no me escuchan? No, no pueden oír, porque aún están lejos… Al menos eso es lo que creen.

      Casi siempre, cuando las personas están en el lecho de muerte, quieren una segunda oportunidad. Son evidentes las ganas que tienen de vivir la vida. Darían cualquier cosa por tener la misma oportunidad que tenemos nosotros. Tú, que estás leyendo este libro: para ti todavía hay tiempo. Tú tienes esta oportunidad. Así que decide, de una vez y para siempre, que no serás uno de éstos que dan «patadas en la tumba». Decide y atrévete a vivir en este mundo antes de que sea demasiado tarde.

      ***

      En una visita al Reclusorio Oriente, después de dar una plática, hablé con varios delincuentes y otros «inocentes», en grupos e individualmente. Algunos sí habían cometido crímenes brutales, otros estaban allí porque «no supieron cómo defenderse». Yo no había ido allí para juzgar a nadie sino para hablar con ellos, para mirar en sus almas. Dos cosas me sorprendieron. La primera, el estado inhumano de las cárceles. No conozco el infierno, espero no conocerlo nunca, pero ese día entendí algo que puedo asegurar: la prisión es el lugar más cruel e inhóspito que puede existir sobre la Tierra, o debajo de ella, exceptuando el mismo infierno, me imagino. La segunda, y más importante, es la búsqueda desesperada de otra oportunidad. Mueren por volver a vivir su vida normal. Algunos no se arrepienten del crimen cometido o de haber arruinado la vida de otro ser humano, pero sí de haber arruinado su propia existencia. No les gusta mucho hablar sobre lo que hicieron sino de lo que harían si tuvieran una segunda oportunidad: de ver una puesta de sol –ya que hay dos soles: el que vemos los que no estamos dentro de una cárcel y el que ven los cautivos–; respirar el aire fresco; pasear una noche de luna –porque hay dos lunas–; sentir la frescura del agua en la garganta –porque la frescura sabe diferente–; disfrutar una comida con sus seres queridos –de éstos, no hay dos.

Reflexiones1. Valora lo que tienes antes de que puedas perderlo.2. Vive tu día como si estuvieras a punto de morir.3. Todos nos vamos a morir algún día, no pienses que contigo eso no pasará.4. No repitas los errores del pasado; cuando te des cuenta, ya será demasiado tarde.5. Vive la vida de tal forma que no tengas que dar «patadas en la tumba».

      3

      ¡Gracias, madre Ganges!

      «Oh, madre Ganges, vine a tu orilla, y sentado allí rezo en nombre de Krishna. No tomo nada sino sólo tu agua.

      Oh, Ganges, tú que eliminas toda la maldad, tú que eres la escalera al cielo, tú que estás llena de olas esparcidas, sé complaciente conmigo».

      Adi Shankara

      Agradezco a la madre Ganges, en cuya orilla tuve mi primer encuentro con la vida y con la muerte, mi primera iluminación. En la India, la incineración de los muertos y el depósito de sus cenizas en el río Ganges implican la liberación de futuras reencarnaciones. Sin embargo, hay cadáveres que se echan a la corriente de las aguas sin ser incinerados.

      Ese río caudaloso la mayor parte del año, en épocas de sequía deja ver bancos de arena entre los riachuelos que se forman. Me acuerdo muy bien de que teníamos que nadar unos metros para llegar a aquellas arenas que brillaban con el sol –y como el mismo sol. Allí, cuando era niño, jugaba fútbol. A veces no contábamos con ningún objeto para dibujar o excavar las líneas de la cancha en aquellas arenas, así que lo hacíamos con las manos. Pero no con las nuestras: usábamos las manos de los muertos, de los cadáveres que encontrábamos allí. Esos muertos, que habían sido echados al río pocos meses antes, venían con la corriente y, durante el verano, cuando el río se secaba, se quedaban varados en las arenas y se desecaban. Esto nos hacía mucho más fácil quitarles las manos para dibujar la cancha. Mientras más secos, mejor; recién muertos, peor, ya que aquéllos parecían seguirnos al arrancarles las manos.

      Y luego, nos faltaban objetos para hacer nuestras porterías… Sí, nos costaba trabajo buscar objetos para definirlas, pero usando «la cabeza» lo conseguíamos.

      Mi búsqueda por el sentido de la vida comenzó allí, cuando un día, jugando fútbol en la ribera del río sagrado, encontré un esqueleto humano y me quedé perplejo, contemplando por mucho tiempo aquellos restos óseos, pero en especial el cráneo, pues deseaba saber qué había en su interior. Al momento de quebrarlo e inspeccionar su parte interna, una serie interminable de preguntas vinieron a mi mente. ¿A qué persona había pertenecido esa cabeza?, ¿cómo murió?, ¿por qué?, ¿desde cuándo?, ¿cuánto tiempo llevaba allí el cuerpo abandonado?, ¿quiénes lo habrían tirado?, ¿por qué lo tiraron en lugar de incinerarlo?, ¿quién era?, ¿habría dejado una familia?, ¿hijos huérfanos?, ¿lo lloraron sus hijos cuando murió?, ¿cómo habría vivido?, ¿fue feliz?, ¿aún quedaba algo de él? Fueron estas preguntas las que me impulsaron a buscar, en un principio, cuál era el verdadero sentido de nuestra existencia, indagar para qué vivimos.

      Ese fue el inicio de una incesante búsqueda de cráneos para satisfacer la inquietud de saber lo que había en su interior. Al escuchar acerca de mis expediciones diarias –el fútbol pasó a segundo plano–, mi padre entendió que lo que yo quería realmente entender era lo que había dentro del cerebro humano y no el contenido del cráneo. Es decir, me aclaró que yo buscaba descifrar la mente humana y me pidió que dejara de estar quebrando los cráneos de los esqueletos tirados por acá y por allá. Comenzó a darme dirección. Sin duda, él ha sido mi mejor guía espiritual. Me introdujo no sólo en el mundo de los libros sagrados, la sabiduría ancestral de Oriente, sino también en la psicología occidental. Me llevó de la mano en mi búsqueda por comprender la mente humana.

      Después de la muerte sólo queda líquido en la cavidad encefálica, quizá porque el cerebro ya

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