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Pero una vez que él la enardeció, a ella le pareció natural alcanzar el paroxismo con él. Ella casi lo había amado por eso, y esa noche casi lo amaba y deseaba casarse con él.

      Gracias quizás al instinto él se dio cuenta y decidió liquidar de golpe todo el espectáculo, el castillo de naipes. Y todos los sentimientos sexuales de Connie hacia él o hacia otros hombres se derrumbaron esa noche. Su vida se distanció de la Michaelis tan completamente como si él jamás hubiera existido.

      Y ella volvió al tedio de cada día. No había nada sino la vacía rutina de lo que Clifford llamaba la vida integrada, la larga convivencia de dos personas habituadas a vivir en juntas en una casa. ¡La nada! Aceptar esa gran nada de la vida parecía ser el único propósito de la vida en común. ¡Todas las pequeñas cosas importantes y trascendentes que forman la suma total de la nada!

      VI

      —¿Por qué en nuestros días los hombres y las mujeres no se quieren? —le preguntó Connie a Tommy Dukes, que era más o menos su oráculo.

      —¡Claro que se quieren! No creo que desde que apareció la raza humana haya habido un momento en que los hombres y las mujeres se quisieran tanto como hoy. ¡Una tendencia genuina! Tómame como ejemplo. A mí me gustan mucho más las mujeres que los hombres. Las mujeres son más valientes, uno puede sincerarse con ellas.

      Connie examinó esas palabras.

      —¡Sí —dijo—, pero nunca quieres saber de ellas!

      —¿Y qué estoy haciendo en este momento, si no es hablar con toda franqueza

      con una mujer? —Sí, hablar...

      —¿Y qué otra cosa podría hacer si fueras un hombre? Hablar con entera sinceridad.

      —Quizá nada más. Pero una mujer...

      —Una mujer espera agradarte y que hables con ella, y al mismo tiempo que la ames y la desees. Y me parece que esas dos cosas se excluyen mutuamente.

      —¡Pues no debería ser así!

      —Sin duda el agua no debería ser tan húmeda, se sobrepasa en humedad. ¡Pero así es! Me gustan las mujeres y me gusta hablar con ellas, por lo tanto no las amo ni las deseo. Esos dos binomios no se dan al mismo tiempo en mí.

      —Yo creo que deberían suceder.

      —Muy bien. El hecho de que las cosas deban ser algo más de lo que son, no atañe a mi departamento.

      —No es cierto —dijo Connie después de ponderar esas palabras—. Los hombres pueden amar a las mujeres y pueden hablar con ellas. No veo cómo lleguen a amarlas sin conversar con ellas, sin ser amistosos y cercanos. ¿Cómo podrían hacerlo?

      —Bueno —dijo Dukes—, no lo sé. De nada sirve generalizar. Sólo conozco mi propio caso. Me agradan las mujeres, pero no las deseo. Me agrada conversar con ellas, aunque conversar con ellas me obligue a intimar en una sola dirección, y eso me aparta de ellas en lo que concierne a los besos. ¡Allí tienes! Pero no me tomes con modelo, es posible que yo sea un caso especial: uno de esos hombres a quienes les gustan las mujeres, pero no las aman. Incluso llegaría a odiarlas si me obligan a fingir amor o algo que parezca amor.

      —¿Y eso no te entristece?

      —¿Por qué? ¡Para nada! Me basta con ver a Charlie May y otros hombres que tienen líos amorosos. No, no los envidio. Si el destino me envía una mujer que yo desee, santo y bueno. Pero no conozco a ninguna mujer que desee y nunca he encontrado una. Bueno, me imagino que soy un hombre frío, aunque hay muchas mujeres que me gustan.

      —¿Yo te gusto?

      —¡Mucho! Y eso no es motivo para besuquearnos, ¿no te parece?

      —¡No lo es! —dijo Connie—. ¿Y no debería serlo?

      —¿Por qué, en nombre del cielo? Clifford me simpatiza, ¿pero qué dirías si le plantara un beso?

      —¿No hay una diferencia?

      —En lo que a nosotros respecta, ¿en qué consiste? Somos seres humanos inteligentes, y el asunto de ser macho o hembra es accidental. Exactamente accidental. ¿Te gustaría que en este momento comenzara a actuar como un macho del continente y todo el tiempo hablara de sexo?

      —Lo odiaría.

      —Ahí tienes. Déjame decirte, aunque en verdad soy un ente masculino, jamás me cruzo con una mujer de mi especie. No las extraño, simplemente me gustan las mujeres. ¿Quién podría obligarme a amarlas o fingir que las amo, a participar en el juego del sexo?

      —Yo no. ¿No crees que algo está mal?

      —Quizá desde tu punto de vista. Desde el mío, no.

      —Sí, yo creo que algo está mal en la relación de hombres y mujeres. La mujer

      ya no fascina al hombre.

      —¿Y el hombre fascina a la mujer?

      Connie valoró el otro lado de la cuestión.

      —No mucho —dijo convencida.

      —Entonces olvidémonos de todo esto y vamos a ser decentes y sencillos, como deben tratarse dos seres humanos. ¡Maldita sea esa exigencia artificial del sexo! ¡La rechazo!

      Connie sabía que Tommy estaba en lo correcto. Y sus palabras la hicieron sentirse desolada, desolada y perdida. Como una astilla en un estanque tenebroso. ¿Cuál era su posición? La de ella o la que fuera.

      Su juventud se rebeló. Los hombres eran cosas viejas y frías. Todo era viejo y frío. Y Michaelis la había decepcionado, no era un buen hombre. Los hombres no la querían, los hombres no querían a ninguna mujer, ni siquiera Michaelis.

      Y los peores eran los patanes que fingían interesarse y en seguida iniciaban el juego del sexo.

      Era deprimente y había que soportarlo. Y era cierto, los hombres no fascinaban a las mujeres: lo mejor era engañarse pensando que lo hacían, como ella se había engañado con Michaelis. Mientras tanto te limitabas a vivir y no había nada más. Connie entendía perfectamente por qué la gente asistía a fiestas y bailaba jazz o chárleston hasta caer de agotamiento. De una u otra forma tenías que expulsar tu juventud, o ella te devoraría. ¡La juventud, qué cosa más espantosa! Te sentías tan viejo como Matusalén y aun así la cosa bullía y no te permitía sentirte a gusto. Una horrorosa clase de vida. Y sin perspectivas. Casi deseó haberse ido con Mick y hacer de su vida una fiesta interminable, una noche entera de jazz. Eso hubiera sido mucho mejor que recluirse en una tumba.

      Uno de sus días malos salió ella sola a pasear en el bosque, lentamente, sin prestar atención, sin saber siquiera dónde estaba. El estampido no muy lejano de un arma la sobresaltó y la molestó.

      Luego, cuando ya se iba, oyó voces y retrocedió. ¡Gente! No deseaba ver gente. Entonces su fino oído captó otro sonido y se reanimó; el llanto de un niño. Sin perder tiempo se dirigió al lugar, alguien estaba maltratando a un niño. Avanzó a zancadas por el camino húmedo, dominada por la ira. Se sentía dispuesta a montar una escena.

      Al doblar un recodo vio dos figuras en el camino, poco más adelante: el guardabosque y la niña que lloraba, vestida con un abrigo morado y un gorro de algodón. —¡Ah, cállate ya, pequeña zorra! —se escuchó la voz colérica del hombre, y el llanto subió de tono.

      Constance se acercó, los ojos relampagueantes. El hombre se volvió hacia ella y la saludó con frialdad; estaba pálido de ira.

      —¿Qué está pasando? ¿Por qué llora la pequeña? —exigió Constance apremiante, con la respiración agitada.

      Una débil sonrisa, como de burla, apareció en el rostro del hombre. —Pregúntele a ella —dijo crudamente, con acento local.

      Connie sintió como si él la hubiera

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