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color rosa brillante, del tono de un camarón en días secos, y más oscuro, del color de un cangrejo, en días húmedos. Ahora mostraba un color camarón pálido, con escarcha de color blanco azulado. A Connie le agradaba esa alfombra de gravilla de un brillante color de rosa. Incluso un viento dañino puede traer algo bueno.

      Clifford condujo con cautela por la pendiente de la colina, Connie tenía una mano sobre la silla. Enfrente se hallaba el bosque, delante los avellanos y más allá la densidad purpúrea de los robles. En la linde del bosque los conejos retozaban y mordisqueaban. De pronto los grajos alzaron el vuelo en una hilera negra y se alejaron en una franja del firmamento.

      Connie abrió el portón de la cerca y Clifford, esforzándose, se internó en el amplio sendero de herradura que se abría paso en una pendiente entre los avellanos desnudos. La arboleda era lo que quedaba del gran bosque donde Robin Hood cazaba, y el sendero era un antiguo camino que cruzaba el condado. Ahora, por supuesto, era sólo una vereda entre el bosquecillo privado. La carretera a Mansfield viraba allí hacia el norte.

      En la fronda todo se hallaba inmóvil, en el suelo las hojas muertas mantenían la escarcha en el lado oculto. Un azulejo llamó ásperamente y muchos pájaros revolotearon. Pero no había caza, no quedaba un faisán; los habían aniquilado durante la guerra y el bosque había quedado sin protección, hasta que ahora Clifford había contratado de nuevo al guardabosque.

      Clifford amaba el bosque, sobre todo los viejos robles. Sentía que habían sido suyos durante generaciones. Y deseaba protegerlos. Quería que ese sitio fuera inviolable, aislado del mundo.

      La silla avanzaba con lentitud por la pendiente, meciéndose y sacudiéndose sobre los terrones congelados. De repente, a la izquierda apareció un claro donde no había nada más que un grupo de helechos muertos, algunos arbolitos largos y delgados brotando aquí y allá, grandes tocones que mostraban las marcas de la sierra y sus retorcidas raíces sin vida. Y manchones negros donde los leñadores habían quemado ramas y basura.

      Se trataba de uno de los sitios que Sir Geoffrey había mandado talar durante la guerra a fin de sacar madera para las trincheras. La colina entera, que se elevaba con suavidad a la derecha del camino, estaba desnuda y extrañamente abandonada. La cima de la loma, donde antaño proliferaban los robles, mostraba su desnudez, y desde allí podían verse, por encima de los árboles, la vía férrea de la mina y las nuevas fábricas de Stacks Gate. Connie se había detenido y miraba, se trataba de una brecha en el virtuoso aislamiento del bosque. Una fisura que permitía la entrada del mundo. Pero nada le dijo a Clifford.

      Ese sitio desnudo siempre encolerizó a Clifford. Había estado en la guerra y sabía lo que significaba, pero nunca se enojó tanto como cuando vio esa colina desnuda. Aunque había ordenado que la replantaran, eso no lo eximió de odiar a Sir Geoffrey.

      Clifford mantuvo una expresión invariable mientras la silla ascendía con lentitud. En la cumbre, la detuvo; no deseaba correr riesgos en el descenso largo y ajetreado. Miraba el verdoso trayecto de descenso, una despejada senda entre los helechos y los robles, que al pie de la colina viraba y desaparecía. El camino desplegaba una curva sencilla y encantadora, perfecta para damas y caballeros en sus educadas monturas.

      —Creo que éste es realmente el corazón de Inglaterra —dijo Clifford a Connie sentado allí bajo el tenue sol de febrero.

      —¿De veras? —preguntó ella, mientras se sentaba en un tocón al lado del sendero con su vestido azul de punto.

      —¡Claro que sí! Esta es la vieja Inglaterra, su corazón, y quiero mantenerlo intacto.

      —¡Oh, sí! —dijo Connie. Y escuchó las sirenas de las once de la mañana de la mina de Stacks Gate. Clifford estaba tan acostumbrado a ese sonido que no lo escuchó.

      —Quiero este bosque perfecto, intocado. Deseo que nadie pase por aquí —dijo Clifford.

      Había cierto patetismo. El bosque conservaba algo del misterio de la vieja y salvaje Inglaterra, aunque las talas de Sir Geoffrey durante la guerra habían constituido un duro golpe. ¡Qué inmóviles estaban los árboles, con sus innumerables ramas retorcidas recortándose contra el cielo, y sus obstinados troncos grises elevándose desde los helechos marrones! ¡Con qué seguridad los pájaros revoloteaban entre el follaje! Alguna vez allí había habido ciervos, arqueros, monjes que viajaban sobre asnos perezosos. El sitio recordaba, seguía recordando.

      Bajo el sol pálido, la luz acariciaba el pelo suave y rubio de Clifford, su inescrutable rostro sonrosado.

      —Cuando vengo aquí, más que en cualquier otro momento, me duele no haber tenido un hijo —declaró.

      —El bosque es más antiguo que tu familia—dijo con delicadeza Connie.

      —¡Mucho más! —dijo Clifford—. Y lo hemos preservado. De no ser por nosotros habría desaparecido, como el resto de los bosques. ¡Hay que cuidar la vieja Inglaterra! —¿Hay que hacerlo? —dijo Connie—. ¿Tiene que ser preservada contra la nueva

      Inglaterra? Es triste, lo entiendo.

      —Si no protegemos la vieja Inglaterra, no habrá Inglaterra en absoluto —dijo Clifford—. Y los que poseemos este tipo de propiedades y las amamos, tenemos el deber de preservarlas.

      Hubo una pausa triste.

      —Sí, durante un tiempo —dijo Connie.

      —¡Durante un tiempo! Es todo lo que podemos hacer, nuestra pequeña parte.

      Desde que tenemos este lugar, cada hombre de mi familia ha hecho su parte. Debemos oponernos a los convencionalismos, pero mantener la tradición.

      De nuevo hubo una pausa.

      —¿Qué tradición?

      —¡La tradición de Inglaterra! ¡De todo esto!

      —Sí —dijo Connie con tranquilidad.

      —Por eso tener un hijo ayuda —dijo Clifford—. Somos eslabones de una cadena. A Connie no le interesaban las cadenas, pero no dijo nada. Pensaba en la curiosa impersonalidad del deseo de Clifford de tener un hijo.

      —Siento mucho que no podamos tener un hijo —declaró.

      Clifford la miró con toda la intensidad de sus ojos de un azul pálido.

      —Casi sería bueno que tuvieras un hijo de otro hombre —dijo—. Si lo educáramos en Wragby nos pertenecería y pertenecería a este lugar. No tengo gran aprecio por la paternidad. Si pudiéramos criarlo sería nuestro, continuaría la tradición. ¿No crees que vale la pena considerarlo?

      Connie al fin se dignó mirarlo. Su niño, el niño de ella, para él era sólo algo necesario.

      —¿Y quién podría ser el hombre? —preguntó.

      —¿Tiene importancia? ¿Nos afectan profundamente esas cosas? Tenías un amante en Alemania, ¿y qué ocurrió? Casi nada. Me parece que esos pequeños actos, esas pequeñas relaciones que hacemos en la vida no importan gran cosa. La gente muere, ¿y ahora dónde está? ¿Dónde... dónde están las nieves de antaño? Es lo que perdura en nuestras vidas lo que importa; me importa mi propia vida, su larga continuidad y desarrollo. ¿Qué importancia tienen las relaciones ocasionales? ¡Especialmente las relaciones sexuales ocasionales! Si la gente no les diera tan ridícula importancia se verían como el apareamiento de las aves. Y así debe ser. ¿Qué importancia tienen? Es el compañerismo de una vida lo que vale. Vivir juntos el día a día, y no el hecho de acostarse juntos una o dos veces. Tú y yo estamos casados y eso no lo cambia lo que pueda sucedernos. Tenemos el hábito del otro. Y el hábito, a mi modo de ver, es mucho más vital que cualquier excitación circunstancial. Un asunto amplio, lento y duradero, es por lo que vivimos, no por un espasmo ocasional. Poco a poco, al vivir juntas dos personas forman una especie de unísono, vibran de manera intrincada la una con la otra. Ese es el secreto del matrimonio, no el sexo; o no solamente la función sexual. Tú y yo estamos entretejidos en el matrimonio. Si nos apegamos a eso podríamos

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