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le escribió a Clifford sobre la pieza teatral. Connie, por supuesto, lo sabía desde tiempo atrás. Y Clifford de nuevo se entusiasmó. De nuevo sería exhibido, alguien lo mostraría, y él iba a sacar provecho. Así que invitó a Michaelis a Wragby, con su primer acto.

      Michaelis llegó en el verano con un traje de color pálido y guantes blancos de gamuza, con orquídeas de color malva para Connie, encantador, y el primer acto fue un gran éxito. Incluso Connie estaba emocionada, con la escasa emoción que le quedaba. Y Michaelis, excitado gracias a su capacidad de emocionar, estuvo maravilloso, hermoso a los ojos de Connie. Ella veía en él la antigua inmovilidad de una raza que ya no podría ser desilusionada, una extremada impureza, tal vez, que sigue siendo pura. En el lado lejano de la prostitución a la diosa meretriz, Michaelis parecía puro, puro como una máscara africana de marfil que sueña la impureza como pureza en sus curvas y planos de marfil.

      El momento de auténtica emoción con los dos Chatterley, cuando sencillamente arrastró a Connie y a Clifford, fue uno de los acontecimientos supremos en la vida de Michaelis. Había tenido éxito: los había entusiasmado. Incluso Clifford se enamoró temporalmente de él, para decirlo de algún modo.

      La mañana siguiente Mick se hallaba más impaciente que nunca: inquieto, consumiéndose, con las intranquilas manos en los bolsillos del pantalón. Connie no lo había visitado esa noche y él no sabía dónde encontrarla. ¡Frivolidad! En su momento de triunfo.

      Subió a la sala de estar por la mañana. Connie estaba segura de que él vendría. Y el nerviosismo de Mick era evidente. Le preguntó que pensaba de su obra. ¿Le parecía buena? Necesitaba oír alabanzas: eso lo estimulaba hasta la última emoción, más allá que un orgasmo. Y ella lo elogió con vehemencia. Aunque en el fondo de su alma sabía que no era nada.

      —¡Mira! —dijo él de repente—. ¿Por qué no hacemos las cosas bien? ¿Por qué no nos casamos?

      —Pero yo soy casada —dijo ella estupefacta.

      —¡Ah, eso! Él aceptará el divorcio. ¿Por qué no nos casamos? Quiero casarme. Es lo que más me conviene. Casarme y llevar una vida normal. Mi vida ha sido un desastre, siempre haciéndome pedazos. Mira, estamos hechos el uno para el otro, uña y carne. ¿Por qué no nos casamos? ¿Hay alguna razón para que no lo hagamos?

      Connie lo miraba azorada y no sentía nada. Los hombres eran todos iguales, nada les importaba. Les estallaba la cabeza como si fueran cohetes y esperaban arrastrarte al cielo junto con sus varas.

      —Ya te dije que soy casada —dijo Connie—. Y no puedo dejar a Clifford. Lo sabes.

      —¿Por qué no? ¿No entiendo por qué no? —gritó Michaelis—. En seis meses ni siquiera se dará cuenta de que te has ido. Para él nadie existe, excepto él mismo. Por lo que veo, a ese hombre no le sirves para nada, está completamente inmerso en sí mismo.

      Connie sabía que era cierto. Pero también entendía que Mick estaba haciendo una exhibición de abnegación.

      —¿No todos los hombres están inmersos en sí mismos? —dijo Connie.

      —Más o menos, lo admito. Un hombre tiene que hacerlo, para abrirse paso. Pero ese no es el asunto. El asunto es cuánto tiempo le concede un hombre a una mujer. ¿Puede hacerla feliz o no puede? Si no puede, no tiene derecho a esa mujer. —Michaelis hizo una pausa y miró a Connie con sus hipnóticos ojos color avellana—. Yo creo —añadió— que puedo darle a una mujer los mejores momentos a que ella pueda aspirar. Eso lo garantizo.

      —¿Qué clase de buenos momentos? —preguntó Connie, mirándolo todavía con una especie de desconcierto que parecía nacer de la emoción, aunque no sentía nada en absoluto.

      —¡Toda clase de buenos momentos, maldita sea! ¡Todo! Vestidos, joyas hasta cierto punto, los mejores clubes nocturnos, el trato con las personas que quieras conocer, vivir al límite, viajar y ser conocidos en cualquier parte. Toda clase de buenos momentos.

      Habló rodeado del brillo del triunfador, y Connie lo miraba como una mujer deslumbrada, pero no sentía nada. Las radiantes promesas de Mick apenas le provocaban un cosquilleo en la superficie de la mente. Su yo más exterior, que en otro momento se hubiera emocionado, apenas respondió. Tales promesas no le provocaban sentimiento alguno, no se dejaba atrapar. Allí sentada, miraba a Mick aturdida, pero nada sentía, sólo percibía en algún lugar el desagradable olor de la diosa bastarda.

      Echado hacia adelante en la silla, con el alma en vilo, Mick la miraba histéricamente: nadie podría adivinar si su vanidad estaba ansiosa de escucharla decir ¡sí!, o si tenía miedo de que ella dijera ¡sí!

      —Tengo que pensarlo —dijo Connie—. No puedo decidir ahora. Podrá parecerte que Clifford no me importa, pero me importa mucho. Si supieras lo desvalido que...

      —¡Maldita sea! Si se trata de hacer valer nuestras desgracias, comenzaré por decirte que estoy muy solo y siempre lo he estado y me paso la vida llorando. ¡Maldita sea! Hablamos de alguien a quien sólo recomienda su invalidez.

      Mick se dio vuelta, sus manos se agitaban furiosas en los bolsillos del pantalón. Esa tarde le dijo a Connie:

      —Esta noche vendrás a mi habitación, ¿verdad? Ni siquiera sé dónde está la tuya. —Está bien —dijo ella.

      Esa noche fue un amante muy excitado, en su extraña y frágil desnudez. A Connie le resultó imposible alcanzar el orgasmo antes de que él terminara, aunque Mick despertó en ella cierta pasión ansiosa con su desnudez y suavidad de niño; entonces ella tuvo que seguir después de que él hubo terminado, en el tumulto salvaje y la agitación de sus entrañas, mientras él se mantenía heroicamente erecto y dentro de ella, con toda su voluntad y su generosidad, hasta que ella alcanzó el orgasmo y estalló en breves y extraños gritos.

      Cuando al final salió de ella, Mick, con su vocecita amarga y casi desdeñosa dijo:

      —No puedes terminar al mismo tiempo que el hombre, ¿verdad? ¡Tienes que hacerlo a tu modo! ¡Tienes que ser la reina de la función!

      Ese pequeño discurso, en ese momento, fue uno de los mayores desencantos en la vida de Connie.

      Porque esa forma pasiva de darse era, de manera evidente, la única forma de Mick de tener una relación sexual.

      —¿Qué quieres decir? —inquirió Connie.

      —Sabes bien lo que quiero decir. Continúas horas después de que me vengo. Y tengo que apretar los dientes hasta que terminas por tu propio esfuerzo.

      Connie quedó estupefacta ante la inesperada brutalidad, en ese momento en que se hallaba encendida por el placer más allá de las palabras y sentía por él una especie de amor. Porque, después de todo, como tantos hombres de su tiempo, él terminaba así antes de haber comenzado. Y eso obligaba a la mujer a continuar activa.

      —¿No quieres que obtenga mi propia satisfacción? —dijo ella.

      —¡Lo quiero! —dijo Michaelis con una sonrisa sombría—. ¡Está muy bien! ¡Resisto con los dientes apretados mientras me haces el favor!

      —¿Lo quieres o no? —insistió Connie.

      Michaelis eludió la pregunta.

      —Todas las malditas mujeres son iguales —dijo—. O no terminan nunca, como si estuvieran muertas. O esperan hasta que el compañero quede satisfecho y entonces comienzan a solazarse y el amigo tiene que aguantar. Nunca tuve una mujer que se viniera en el momento en que yo lo hago.

      Connie escuchó a medias la genial información masculina. Lo que la asombró fue el sentimiento de Michaelis contra ella, su incomprensible brutalidad. Y se supo inocente.

      —¿Pero quieres mi satisfacción o no? —repitió ella.

      —¡Oh, claro que sí! Me muero de ganas. Pero vieras qué divertido es para un hombre eso de esperar

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