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abandonó el bosque en el lado norte, la casa del guardián, una casa de oscura piedra morena, con aguilones y una hermosa chimenea, de tan silenciosa y sola parecía deshabitada. Pero una hebra de humo se elevaba desde la chimenea, y el pequeño jardín cercado del frente se veía limpio y ordenado. La puerta de la casa se hallaba cerrada.

      Frente a la casa Connie sintió temor de la presencia del hombre, de sus ojos inquisitivos y penetrantes. No le gustaba llevarle órdenes y sintió el deseo de alejarse. Golpeó suavemente la puerta y nadie acudió. Golpeó de nuevo sin gran fuerza y tampoco hubo respuesta. Se asomó por la ventana y vio el pequeño cuarto oscuro, con su privacidad casi siniestra que rechazaba cualquier invasión.

      Erguida, escuchó y le pareció oír ruido detrás de la cabaña. Su fracaso para hacerse oír le devolvió la entereza, no se dejaría vencer.

      Le dio vuelta a la casa. En la parte posterior el terreno ascendía y el patio quedaba hundido y cercado por un muro de piedra no muy alto. Dobló la esquina de la casa y se detuvo. En el pequeño patio, a dos pasos de ella, el hombre se estaba lavando, ajeno por completo a la presencia de la señora. Desnudo hasta la cintura, el pantalón de pana caía sobre sus delgadas caderas. Su blanca espalda se hallaba curvada sobre una palangana de agua jabonosa, en la cual sumergía la cabeza, agitándola con un extraño y rápido movimiento, levantando los delgados brazos blancos y expulsando el agua jabonosa de sus orejas, rápido, como una comadreja jugando en el agua, completamente solo. Connie retrocedió y se apresuró a internarse en el bosque. A pesar de su entereza, sufrió una fuerte impresión, aunque no se trataba sino de un hombre lavándose, algo común y corriente. ¡Dios sabía!

      De alguna singular manera fue una experiencia visionaria: y la había golpeado en el centro del cuerpo. Vio el tosco pantalón deslizándose sobre la delicada, pura y blanca piel, sobre los huesos; y esa sensación de soledad de una persona sencillamente sola, la abrumó. La desnudez perfecta, blanca y solitaria de una criatura que vive sola, interiormente sola. Y más allá, la innegable belleza de una criatura inmaculada. No la materia de la belleza, ni siquiera el cuerpo de la belleza, sino los destellos, el calor, la llama de una vida individual, revelándose en contornos que se pueden tocar: ¡un cuerpo!

      Connie había recibido el impacto de la visión en el vientre, y lo supo, estaba dentro de ella. Pero su mente la incitaba a ridiculizar. ¡Un hombre lavándose en el patio! ¡Sin duda con un jabón amarillo que olía a azufre! Estaba muy confundida; ¿por qué tenía que tropezar con esa vulgaridad privada?

      Se alejó de sí misma y un momento después se sentó en un tocón. Estaba muy confundida para pensar. Pero en medio de su desconcierto estaba decidida a entregar el mensaje al guardián. No retrocedería. Debía darle tiempo para vestirse, mas no para abandonar la casa. Posiblemente se estaba preparando para salir.

      Lentamente inició el camino de regreso, escuchando. Al acercarse, la cabaña lucía igual que antes. Un perro ladró y ella tocó a la puerta, su corazón tamborileaba a pesar de sí misma.

      Escuchó que el hombre bajaba por la escalera. Él abrió la puerta de golpe y la sobresaltó. Parecía molesto, pero al instante la sonrisa acudió a su rostro.

      —¡Lady Chatterley! —dijo—. ¿Quiere pasar?

      Sus modales eran naturales y comedidos; ella cruzó el umbral y entró a la monótona habitación.

      —Sólo vine a traerle un mensaje de Sir Clifford —dijo Connie con su voz suave y jadeante.

      El hombre la estaba mirando con esos ojos azules que lo escudriñaban todo, lo cual la hizo desviar un poco el rostro. El hombre pensó que se veía atractiva, casi hermosa en su timidez, y de inmediato tomó el control de la situación.

      —¿Le gustaría sentarse? —preguntó el guardián, suponiendo que ella no aceptaría. La puerta seguía abierta.

      —¡No, gracias! Sir Clifford dese saber si...

      Le dio el mensaje, mirándolo inconscientemente a los ojos. Y ahora esos ojos lucían cálidos y amables, particularmente para una mujer, maravillosamente cálidos, y amables, y tranquilos.

      —Muy bien, señoría. Me encargaré en seguida.

      Al tomar la orden, la actitud del guardián sufrió un cambio, miraba ahora con una suerte de severidad y distancia. Connie titubeó, debía irse. Pero se entretuvo mirando consternada la limpia, ordenada y melancólica habitación.

      —¿Vive aquí solo? —preguntó. —Completamente solo, señoría.

      —¿Y su señora madre?

      —Vive en su propia casa, en el poblado. —¿Con la niña?

      —Con la niña —dijo el hombre.

      Y su rostro liso y gastado adoptó una apariencia de inefable burla. Era un rostro que cambiaba todo el tiempo, desconcertante.

      —Mi madre viene a hacer la limpieza los sábados —dijo viendo que Connie parecía perpleja—. De lo demás me encargo yo.

      De nuevo Connie lo miró a los ojos. Los del hombre sonreían de nuevo, socarrones, aunque cálidos y azules y en cierto modo amables. Ella lo miró inquisitiva. Él vestía pantalón y camisa de franela y una corbata gris, el pelo suave y húmedo, el rostro pálido y erosionado. Cuando sus ojos dejaron de reír, se veían como unos ojos que han sufrido mucho, aunque no perdían su calor. La palidez del aislamiento cayó sobre él, ella no estaba allí para él.

      Connie quería decir muchas cosas y no dijo ninguna. Lo miró de nuevo y dijo: —Espero no haberlo molestado.

      Una leve sonrisa irónica entrecerró los ojos del hombre.

      —Nada más me estaba peinando. Siento no haberme puesto algo encima, pero no tenía idea de quién estaba tocando. Nadie viene aquí, y lo inesperado suena amenazador.

      Echó a andar delante de ella por el sendero del jardín para sostener la puerta. En camisa, sin la desaliñada chaqueta de pana, ella de nuevo apreció lo esbelto que era, delgado, algo encorvado. Cuando ella pasó a su lado, había algo joven y brillante en el cabello del hombre, en sus ojos inquietos. Al parecer era un hombre de unos treinta y siete o treinta y ocho años.

      Connie se internó en el bosque sabiendo que él la miraba alejarse; el hombre la perturbaba, a pesar de su entereza.

      Él, cuanto entró a la casa, pensaba: “¡Es linda y es real! Es más linda de lo que se imagina”.

      Ella se lo preguntaba todo sobre él. No parecía un guardabosque y tampoco un minero, aunque tenía algo en común con la gente del lugar. Y poseía también algo poco común.

      —El guardabosques, Mellors, es una persona extraña —le dijo a Clifford—, podría pasar por un caballero.

      —¿De verdad? —dijo Clifford—. No me había dado cuenta.

      —¿No crees que hay algo especial en él? —insistió Connie.

      —Me parece un buen hombre, pero no sé gran cosa de él. Dejó el ejército el año pasado, hace menos de un año. Creo que estuvo en la India. Debió de aprender algunos modales por allá, quizás era asistente de un oficial y eso lo ayudó a refinarse. Algunos hombres eran así. Pero no les hace mucho bien, pues de regreso a casa tienen que volver a sus viejos lugares.

      Connie miró a Clifford con aire reflexivo. Vio en su actitud el peculiar desprecio, característico de su estirpe, hacia alguien de clase baja que desea superarse.

      —¿No crees que hay algo especial en él? —preguntó.

      —¡Francamente no! Nada que haya visto.

      Clifford la miró con curiosidad, inquieto, diríase que con sospecha. Y ella sintió que no le estaba diciendo la verdad y que no se estaba diciendo la verdad. Le disgustaba cualquier alusión a cualquier humano excepcional. La gente era más o menos de su nivel o estaba por debajo.

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