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Le juro que de Robert Perling lo único que sé es que escribió un libro que me fascinó en mi juventud. Nada más. Tengo algunas noticias vagas, recogidas en los últimos días, sobre una presunta conversión, no sé muy bien a qué, unos cuentos infantiles que están en las antípodas de su primer libro, un trabajo en una petrolera… Yo quería entrevistar al ídolo de mi juventud, no a un monje fundamentalista ni a un beato baboso —me detuve al escuchar mis palabras—. Bueno, no quería decir exactamente eso…

      —No importa —me interrumpió—, está bien que diga lo que piensa.

      Y volvió a iluminar su rostro con una sonrisa que la embellecía.

      —No quería decir eso. Disculpe si la he molestado.

      —No, no, no, de verdad. Le agradezco su sinceridad, creo que ahora lo entiendo todo mucho mejor. A usted no le molestan las condiciones, lo que le molesta es que el señor Perling le haya, digamos, traicionado. Por su conversión y los cuentos y todo eso.

      —Presuntamente —le interrumpí.

      —¿Cómo?

      —Si es que es verdad todo eso.

      —Sí, sí, es verdad. Ciertamente. Es verdad que se convirtió al catolicismo y que publicó algún cuento, sí. No es verdad que sea un monje fundamentalista ni un beato… ¿cómo dijo?

      —No quise decir eso.

      —Pero lo mejor es que se lo pregunte usted mismo, si acepta realizar la entrevista. Que el tema principal sea el arte no significa que no puedan hablar de otras cosas. Se trata de una entrevista, usted pregunta y él responde; no tienen por qué estar de acuerdo. Pueden contrastar opiniones, no van a firmar un contrato.

      Ahora, el incómodo era yo. Ella volvía a controlar la situación, mi superioridad había sido derrotada. Me sentía un imbécil. Si decía que sí, era comer de su mano; si decía que no, volvía a ser un grosero.

      —¿Usted qué me recomienda? Me gustaría saber su opinión. Dijo antes que había rechazado infinidad de entrevistas.

      A menudo me maravillaba de mi propia chispa. Ese comentario fue muy oportuno.

      —Cierto —contestó ella—. Que yo sepa, desde su retirada del mundo literario, que fue muy prematura, no ha concedido ninguna entrevista. Sin embargo, el otro día, cuando volví de la oficina de Correos y le llevé el paquete que le habían mandado, me preguntó: «¿Sabes de alguien que me pudiera hacer una entrevista? Me gustaría contar lo que pienso del arte y solo no puedo, necesito que alguien me sonsaque». Yo le conté que, casualmente, esa misma mañana, usted me había comentado su deseo de entrevistarle. Miró la tarjeta, asintió con satisfacción y me dijo: «Entérate de quién es este muchacho y si tiene algo publicado, consíguelo». Así lo hice. No me fue difícil saber de usted por las editoriales. Yo trabajé muchos años en una editorial grande y tengo mis contactos. Conseguí cinco libros suyos y el señor Perling los leyó con gran interés. Luego me comentó que era usted el hombre más apropiado para esa larga conversación. No me explicó por qué.

      No tiene sentido narrar aquí el resto de nuestra conversación. Lo cierto es que acepté y esperé pacientemente la llamada de Carmen para el primer encuentro cara a cara con mi interlocutor. La salud de Perling no era muy boyante y había que esperar a una racha buena para acometer ese esfuerzo.

      Mi mujer me animó mucho. Acabé de leer el libro y preparé lo mejor que pude la entrevista. Me engullí varios libros de teoría del arte y repasé los autores importantes de la época en que Perling saltó a la fama.

      Pensaba en Perling como en un anciano arrepentido de su pasado y refugiado en sus santos y su beatería, ignorando los comentarios de Carmen. También pensaba en Carmen… como en una enemiga.

      Rememoraba a mi arquitecto Licinio Pompeio acosado por la maléfica Antonia y temía ser víctima de las intrigas de una mujer malvada que había elegido en mí a su próxima víctima y no buscaba nada más que marcar una nueva muesca en su lista de hombres destruidos.

      Diez días después de nuestro segundo encuentro recibí su llamada.

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