Скачать книгу

en Summum media hora antes de la cita y me senté en la mesa de la esquina con la compañía de una cerveza Domus y el diario Marca. Leí, más bien pasé la vista por las superficiales noticias del deporte nacional tres o cuatro veces. La media hora se hizo eterna. Cada vez me sentía más irritado, casi colérico. Pensé cómo durante tantos años, desde que leí El rebelde, había estado admirando a su autor, aunque su nombre se me hubiera quedado prácticamente olvidado. Yo, de mayor, quería ser «el rebelde». Era mi ideal. Y, de pronto, me sentía víctima de un fraude, de una traición. ¡Oh, destino! «Perling, Perling, hijo mío, ¿tú también?». Este es el destino fatal de los Julios.

      Ella apareció puntual. Me vio y se dirigió hacia mi mesa. Yo la reconocí al instante. Entonces me di cuenta de muchos detalles que seguramente ya sabía, pero que mi memoria se había entretenido en ocultarme: no era fea; morena; cara alargada algo caballuna; ojos oscuros, con un ligero maquillaje; delgada; no sé si llegaba a los cuarenta; las patas de gallo solo aparecían al sonreír. Me extendió una mano delgada, con las uñas cortas, pero bien cuidadas, me saludó con una voz grave y dulce a la vez.

      —Esta es la tercera vez que hablamos y no me ha dicho aún su nombre —le disparé a bocajarro al soltarnos la mano.

      —Tiene usted razón —contestó mientras se sentaba, manteniendo una sonrisa que la embellecía—, mi nombre es Carmen del Bosque, perdone mi descortesía.

      —No hay nada que perdonar. Es que me di cuenta, después de hablar con usted, de que no tenía cómo contactarle y ni siquiera sabía su nombre. Si hubiera habido algún imprevisto no habría podido avisarla.

      Le noté contrariada. Parece que no le gustaba mucho que le pusieran en evidencia. Una secretaria eficiente no hubiera dejado ese lazo suelto. Titubeó antes de contestar. Cuando ya iba a hacerlo llegó el camarero. Ella pidió un refresco, yo otra Domus.

      —Soy todo oídos, Carmen —hice hincapié en su nombre. Me sentía en poder de la iniciativa.

      —El señor Perling estaría de acuerdo en ser entrevistado, si es que usted quiere entrevistarle.

      —Por supuesto, no puedo permitirme dejar pasar esa oportunidad. En una capital de provincias los periodistas somos pobres de acontecimientos.

      —Solo pone un par de condiciones.

      —Yo también tengo mis condiciones. Pero escuchemos antes las del señor Perling.

      Carmen se puso algo más tensa. Borró su sonrisa. Mezcla de sorpresa y rabia por el tono hostil que yo iba dando a la conversación que, lejos de la cordialidad, se desarrollaba en una aspereza que me hacía disfrutar. Los nervios de estos días, la falta de información sobre Perling y las noticias tan decepcionantes sobre su evolución personal y artística habían ido segregando un rencor en mi interior que se cebaba con esa pobre y desconocida mujer.

      —Son muy sencillas y razonables. Como le dije el otro día, está muy mayor y su salud es delicada, pero la cabeza le funciona de maravilla; si me permite decirlo, mejor que nunca.

      —¿Y cuáles son esas condiciones?

      —Serán tres sesiones, de una hora, más o menos, a discreción del señor Perling. El señor Perling podrá revisar el texto y el tema principal de la entrevista será el arte.

      —¿Sobre arte? —contesté yo con un mal gesto.

      —Sí, sobre arte, ¿no dijo usted que era crítico de arte? ¿No era así?

      —Sí…, bueno…, no exactamente. Tengo un programa en la radio, sobre arte —dije balbuciente—, pero ¿por qué no le hago una entrevista de las que interesan al público, al autor de un libro rompedor en su época, libertario, censurado en España por la dictadura franquista, irreverente, progresista, audaz, revolucionario…?

      El tono subía, la sangre me inundaba el rostro y la ira me iba poseyendo. Ella me miraba pálida, impasible, contemplando mi rabia como una estatua de mármol en medio de una matanza palaciega. Ausente. Me callé medio refunfuñando. Ella me contestó con un tono apacible pero duro, como si volviéramos a comenzar la conversación.

      —Nada le impide hacer un monográfico sobre la obra del señor Perling cuando usted desee, pero si quiere una entrevista con él tendrá que ser sobre un tema acordado por ambas partes y, por lo que dice, deduzco que no está de acuerdo.

      La verdad es que me sentí bloqueado. Mi apasionado enfado chocaba con su lógica fría y se neutralizaba. Yo necesitaba discutir y ella no entraba al trapo. Se me ocurrió otra forma de provocar.

      —Me siento humillado por esas condiciones. Usted no sabe quién soy yo.

      Según salían esas palabras de mi boca me sentí el ser más ridículo del mundo. Ella arqueó sus cejas y me miró con cierta lástima. Sacó una pequeña libreta negra y la abrió con precisión por la cinta marcapáginas. Me fijé que sus dedos delgados y pálidos eran muy hermosos. Me miró fijamente como si leyera mis pensamientos y leyó:

      —«Julio Díaz Bermejo, periodista, escritor y crítico de arte. Nacido en Toledo en 1970. Ha publicado una docena de novelas, todas ellas ambientadas en Toledo. Es un buen escritor pero de corta ambición, lo que le ha restringido, hasta ahora, a los temas localistas. Ganador, en su juventud, de casi una decena de premios a jóvenes promesas y concursos literarios de segundo orden, se ha ganado un hueco en el panorama cultural local. Bien relacionado en la ciudad, especialmente con las autoridades locales y autonómicas. No le han faltado ayudas ni apoyo institucional. Aunque ha coqueteado con la política, con especial afinidad al PSOE, nunca ha aceptado nombramiento alguno, aunque varias veces le tentaron para concejal o delegado de cultura». ¿Quiere que le lea la lista de sus obras?

      Cerró su libreta y me miró con dureza. Yo solo acerté a decir:

      —Veo que me han hecho la ficha.

      Sin embargo, ella ignoró mi comentario y siguió hablando.

      —El señor Perling es un escritor que, a pesar de tener un solo libro importante editado, tiene un prestigio reconocido en todo el mundo, ha sido traducido a más de quince idiomas y ha vendido cientos de miles de ejemplares. Ha tratado a personalidades de todo el mundo, especialmente a artistas: pintores, escritores, escultores, músicos… Desconozco por qué ha accedido a atender la petición que tan inapropiadamente realizó usted en su momento. Realmente no me lo puedo explicar, pero él ha querido que usted sea quien le entreviste, cosa que ha rechazado más de cien veces a un montón de periodistas y escritores con mucha más relevancia. Pero si usted no está de acuerdo con las sencillas y vagas reglas que se le imponen, será para mí un placer informar al señor Perling de su rechazo. Por mi parte, no tengo mucho más que decir.

      Se levantó y me alargó su mano.

      Yo me levanté también pero con el vértigo del que ve que sus pies patinan hacia un precipicio, le invité con toda mi persuasión a que volviera a sentarse.

      —¡Por Dios, Carmen, siéntese! Seguramente me he explicado muy mal. Esto se está yendo de las manos. Siéntese, por favor, y hablemos como personas civilizadas.

      Ella se sentó de nuevo, con gesto molesto. Indudablemente, esto se me estaba yendo, a mí, de las manos y era yo el que debía volver a un comportamiento civilizado.

      —Mire, Julio —comentó—, francamente, no acabo de entender. El otro día me asalta usted como un loco en plena calle para tener la remota posibilidad de poder charlar con el señor Perling, argumentando que es usted un seguidor suyo desde su infancia, y hoy parece que no hay nada en el mundo más enojoso que esa entrevista porque se le limita al tema del arte. Ahí es nada, ¡el arte! Es algo así como si la única condición puesta a un preso para su libertad fuera que no puede salir del planeta tierra. ¡Como si pudiera ir a otro sitio! Francamente, no le entiendo. ¿De qué pensaba hablar si no?

      Me acababa de desarmar. Mis argumentos eran claramente ridículos. Mi comportamiento bochornoso. No me quedaba más camino que el de la sinceridad, pero ¿quién era esa mujer con la que estaba hablando? ¿Podía hablarle sinceramente de la decepción que había provocado en

Скачать книгу