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hacerlo, pero el número se resistía a salir.

      —Tiene que apretar con fuerza, es una máquina un poco vieja.

      Siguió mis instrucciones y la máquina escupió el papelito triangular. Ella me sonrió de nuevo.

      —Es usted todo un experto.

      En ese momento sonó un zumbido sordo. Mi turno, A035, aparecía en una de las pantallas. En el mostrador, una señora canosa amenazaba con volver a pulsar el botón que corría el turno. Me abalancé hacia el mostrador abandonando el protocolo de cortesía en el que se había iniciado la anterior conversación para pasar a otra muy distinta.

      —Buenos días —empecé yo ante la mirada inquisitiva de la funcionaria que no era muy partidaria de repetir el mismo saludo a todo el mundo—, querría enviar este libro a Barcelona. Necesito un sobre acolchado para el envío.

      La funcionaria observó un momento el tamaño del libro y, sin haber pronunciado palabra alguna, se alejó hacia unos armarios al otro lado de la oficina. Pensé por un momento que era sordomuda o quizá simplemente manifestaba un desprecio absoluto a mi persona. No era así, el armario contenía sobres acolchados de diversos tamaños. Sorda no era. Muda, aún era posible.

      En el impasse no pude evitar fijarme en el mostrador de al lado, donde mi reciente amiga comenzaba a explicar al funcionario, que, por cierto, era mucho más amable que el cardo setero que me había tocado a mí en suerte, el motivo de su visita.

      —Sí —explicaba ella—, Robert Perling. Un paquete para Robert Perling. Aquí traigo el boletín firmado y la fotocopia de su pasaporte.

      —Muy bien, está todo. Ahora mismo se lo traigo.

      La marcha del funcionario vecino coincidió con la llegada de mi bruja particular que me extendía el sobre acolchado con el logotipo de Correos.

      —Rellene el destinatario aquí y el remitente aquí.

      Muda, tampoco. Con la tensión que produce sentirse observado por la mirada de un clon de Margareth Thatcher, rellené los cuadros blancos con mi dirección y la de mi amigo barcelonés. Una parte lejana de mi cerebro se entretuvo en darle vueltas a la memoria inmediata y pidió ayuda a la memoria remota que buscaba en los archivos: «Perling, Perling, Perling de Toledo…, me suena mucho ese nombre. Perling y Toledo…, no me viene nada».

      —Dos con cincuenta y seis por el envío y cinco por el sobre, siete cincuenta y seis.

      Le pagué con un billete de diez euros. A mi lado sentí un vacío que me pasó inicialmente desapercibido. «¿Perling y política? No me viene nada». Recibí el cambio.

      —Esto hace sesenta…, ochenta y ocho euros…, y con esto diez.

      —Muchas gracias.

      «Perling y arte, quizá literatura. ¡Claro! El rebelde. Robert Perling, El rebelde, 1971. Un libro de referencia para la generación del 68. Perling el revolucionario, el libertario, el inconformista…».

      Miré al mostrador de al lado. El funcionario amable atendía a un señor bajito y con bigote. La mujer había desaparecido. ¿Una gran oportunidad perdida? No me di por vencido. Salí corriendo de la oficina. Robert Perling, ídolo de la generación perdida, iconoclasta del orden establecido, cerebro de la nueva revolución. La vi calle arriba, llegando a su coche. Corrí. ¡Cómo había disfrutado leyendo ese libro! Que, por cierto, presté a aquel jovencito que tanto prometía y tan poco cumplió y se quedó con él, ¡el muy canalla!

      —¡Disculpe!

      La alcancé justo cuando abría la puerta del coche.

      —Perdone este atropello —le dije recuperando el resuello tras la carrera—, permítame que me presente. Me llamo Julio Díaz Bermejo, soy periodista y escritor, dirijo un programa de radio de temas culturales en una emisora local y colaboro con varias publicaciones. No he podido evitar escucharla en la oficina de Correos y he oído que nombraba a Robert Perling. Me preguntaba si era el mismo Robert Perling que fue mi ídolo de juventud, autor de El rebelde. Quizá no tiene nada que ver, pero no perdía mucho por preguntarle.

      Ella me miró de arriba a abajo, como a un loco. Me respondió con la seriedad de un mayordomo.

      —El señor Perling es un anciano y está muy enfermo. No recibe visitas y desearía no ser molestado. Si usted realmente le admiraba, estoy segura de que respetará su anónimo descanso.

      —Me conformaría con que le hiciera llegar mi tarjeta y un saludo de un admirador. Me encantaría hacerle una entrevista, pero me conformo con mandarle un saludo.

      Busqué una de mis tarjetas y se la di. Ella la leyó, me volvió a mirar.

      —Si solo quiere eso, lo haré. Nada más. Buenos días.

      Se metió en el coche, arrancó y se alejó cuesta arriba. En mi cabeza quedaron un montón de preguntas sin respuesta: ¿dónde vivía?, ¿qué ha hecho en todos estos años? Perling era inglés, ¿no?, ¿qué hace en Toledo? Pero esa mujer, con una fuerza misteriosa, había bloqueado mis fuerzas y había cerrado mis labios.

      Me quedé de pie en la acera, como un pasmarote. «¿Qué puede pasar? Que no la vuelva a ver y no vuelva a saber nada de Perling. Que la próxima noticia que tenga sea una esquela en el ABC. Es posible, pero no probable. Ésta es una ciudad muy pequeña. Pondré a trabajar mis redes de contactos». Entonces, Julio César, se volvió hacia la formación que tenía a su espalda, alzó su mano y gritó una orden a sus tropas: «¡Buscad al bretón Perling, sin descanso!». Un gato cruzó la calle a toda prisa. Sin duda, iba a transmitir mis órdenes.

      Lo primero que hice fue pasarme por la librería de mi amigo Alberto.

      —Necesito un libro un poco viejo: El rebelde de Robert Perling. Creo que lo sacó Planeta, allá por el año ochenta, aunque el libro original, en inglés, creo recordar que es del setenta y uno.

      —Déjame mirar en el ordenador —Alberto repitió varias veces la búsqueda—. Tuvo un montón de ediciones, pero está agotadísimo. No ha vuelto a ser publicado, al menos en España.

      —He oído que el autor vive ahora en Toledo, ¿tú sabes algo?

      —Ah, ¿sí? No sabía nada.

      Después pregunté en la emisora en la que trabajo. Nadie sabía nada. Casi nadie lo recordaba. Soy más viejo que lo que creía. Me sentí algo deprimido por ello.

      Fui a la biblioteca, conseguí un ejemplar muy manido. Lo puse en mi torre de libros por leer.

      Busqué en internet. Muchos lugares comunes. Nada interesante en español. Busqué en inglés. Había más referencias, pero no entendí casi nada. «Tengo que volver a clases». Hablaba algo de unos cuentos para niños; también de algunas películas, pero no entendí si el guion era suyo, si estaban basadas en algún libro suyo o si participaba de alguna manera. Busqué en francés, encontré casi lo mismo que en español.

      Esa noche hablé con mi mujer del asunto. Ella es unos cinco años más joven que yo, lo suficiente como para no saber nada del tal Perling. Además, ella no comparte mis ardores literarios, aunque es mi fan número uno. Lo suyo es la puericultura. Dirige una guardería y su mundo es bastante diferente al mío.

      Al día siguiente, le pregunté a un vecino mío, don José Carlos, historiador, especialista en los místicos del XVI, canónigo jubilado, un cura viejo, pero con una cabeza que parecía la biblioteca nacional, un minero tenaz de archivos y bibliotecas, de una raza que ya no se encuentra. Si hay algo cultural en la ciudad seguro que él lo sabe. No sé cómo lo hace, pero siempre se entera, sea de la izquierda o de la derecha, de lo divino o de lo humano. No supo decirme mucho. Le sonaba que, hace ya muchos años, se había convertido al catolicismo y había dejado la literatura. «¡Las ganas que tú tienes!», pensé para mis adentros. «Este hombre empieza a perder la cabeza».

      Quizá es tarde ya para explicarlo, pero cuando escribo un libro me suelo sumergir en sus aguas durante varios meses más de lo que pudiera imaginarse.

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