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César y, por no sé qué misteriosa sincronía neuronal, quizá por el nombre que compartíamos, me quedé tan mimetizado con mi estudiado personaje histórico que es imposible recordar aquellos días sin revivir los pensamientos paralelos, en el borde de la comicidad o la locura, que me llevaban a ver el mundo vistiendo una coraza metálica, un casco con penacho de plumas y unas sandalias de cintas hasta la rodilla. Digo esto porque evoco aquel momento como el descubrimiento de Julio César de que una parte importante de la Galia no había sido aún conquistada y él acababa de descubrirlo con una mezcla de rabia y de entusiasmo. Sin embargo, este sentimiento solo duró dos días.

      Otras urgencias me apremiaban. El gran Julio debe atender las necesidades del Imperio. Me puse a preparar el programa de la semana siguiente, las dos exposiciones del centro cutural San Marcos y el Premio Nacional de Narrativa. Tenía dos artículos pendientes de enviar y hablar con mi editor sobre la Feria del Libro; quedaban unos meses pero luego se echa el tiempo encima… Me absorbió el trajín cotidiano, mi cabeza se ocupó de preocupaciones urgentes y olvidé rápidamente mi feliz descubrimiento en la oficina de Correos.

      Mi mujer me recordó el tema una semana después.

      —¿Qué fue de aquel Perling? ¿Lo encontraste?

      Fue como un destello en el que pensé: «Vaya, se me olvidó aquello tan importante». Pero tan fugaz como brillante, a la mañana siguiente lo había vuelto a olvidar por completo, hasta que recibí aquella llamada.

      Cafetería SumMum

      Habían pasado exactamente tres semanas cuando recibí la llamada de aquella mujer misteriosa. El señor Perling aceptaba una entrevista, si es que yo estaba interesado en entrevistarle, pero debían cumplirse algunas condiciones. Necesitaba verme para explicar los detalles y comprobar si yo estaba de acuerdo.

      —¿Conoce la cafetería Summum? Está en la avenida de Portugal, esquina con la calle Agén. No tiene pérdida. Podemos quedar el jueves por la tarde, a las cinco, tomamos un café y me cuenta.

      —Muy bien, el jueves a las cinco —respondió ella—. Me apunto el sitio. Espero que sea fácil de encontrar.

      Mis preocupaciones volvieron a darse la vuelta. Todo el olvido que se había acumulado sobre este tema se volvió urgencia y frenesí. Julio ordenó a las tropas que empuñaran las armas: «¡Nos atacan!».

      —Hoy es martes, me quedan dos días.

      Salí de casa. Me acerqué a la librería a preguntarle a Alberto.

      —¿Alguna novedad?

      —Te puedo conseguir unos cuentos para niños escritos en inglés, editados por McAlince Publishers. Se titulan The Prince of Goldenwood, que significa: El príncipe de Goldenwood — o del Bosque Dorado—. Son diez aventuras para niños de diez a doce años.

      —¿No están traducidos?

      Alberto se encogió de hombros.

      —Bueno, menos es nada. Consíguemelos y ya veremos. Si son para niños serán fáciles de traducir.

      Rescaté de mi torre de libros pendientes la novela de Perling. Estaba entre un libro de poemas de Santiago Sastre y una novela de mi amigo Copeiro. La puse sobre el sillón.

      Llamé a una buena amiga, profesora de inglés:

      —Necesito un favor. Tengo una página de internet en inglés y necesito una traducción fiable.

      —[…]

      —No, no es para publicarla, es para enterarme de lo que dice. Necesito la información para preparar una entrevista. Sobre Robert Perling.

      —[…]

      —Sí. Te paso el enlace por correo. ¿Podría tenerlo mañana?

      —[…]

      —Eres un sol, te debo una.

      Volví sobre el libro. Me senté en el sillón a leerlo, con lapicero a mano para marcar los párrafos más interesantes.

      —Tengo dos días. Trescientas páginas. Son las siete de la tarde.

      Me enfrasqué en la lectura. El libro se abrió como una vieja caja de cartón llena de recuerdos. No leía ese libro desde hacía muchos años. ¿Veinte? Alguno más. Me pareció mejor escrito de lo que recordaba, aunque no me identifiqué tanto con el rebelde que lo escribía. Sin duda, yo era ahora más viejo y más tranquilo.

      A las diez de la noche hice una pausa, después de que Clara, mi mujer, me reclamara repetidamente. Setenta y cinco páginas, un cuarto de libro. Comí unos espaguetis que se iban quedando fríos.

      De pronto me di cuenta de un detalle importantísimo: no recodaba la cara de esa mujer. «¿Era morena? No era mucho más joven que yo. ¿Cuarenta y tantos? Ni gorda ni delgada. Llevaba un abrigo largo. No puedo recordar su figura. ¿Sus ojos? No me acuerdo». Siempre me he reprochado mi falta de memoria fotográfica. ¿Se puede ser escritor sin memoria fotográfica? Con un gran esfuerzo, por eso se me escapa el éxito sin remedio. «¡Oh, Dios! ¡Qué error! ¿Y si no la reconozco? Tampoco sé su nombre ni tengo un miserable número de teléfono. Yo le di mi tarjeta. Ella no me dio nada. ¡Tonto! ¡Tonto! No soy más que un tonto. Cuando me llamó no dijo su nombre, solo dijo que llamaba de parte del señor Perling. Soy un idiota, un profundo idiota. Si no se presenta, no tengo cómo perseguir el tema. Si no la reconozco, pierdo la oportunidad. Tendré que preguntar a todas las mujeres que se pasen esa tarde por la cafetería: “¿viene usted de parte del señor Perling?”».

      Mi mujer me tranquilizó:

      —En cuanto la veas, la reconoces. Seguro.

      Los nervios me destrozaban. Volví al ordenador. Seguí buscando Perlings por el ciberespacio. Nada nuevo. Cuando estaba a punto de dejarlo recibí un correo de mi amiga con la historia de Perling traducida del bárbaro, de una página bastante más completa que la que yo le envié. Buscando en inglés y entendiendo un poco se encuentra mucho más.

      «Robert Perling. Escritor. Nacido en Casablanca en 1937. Hijo de un diplomático norteamericano y de una profesora española. Trabaja como periodista en Los Ángeles Report hasta 1968, año en que se incorpora al movimiento hippie. Publica en 1971 El rebelde, novela que le lanza al éxito mundial. Traducida a más de quince idiomas. En 1975 se convierte al catolicismo. Nunca más publicó nada serio. En 1980 comienza una pequeña serie de cuentos para niños titulada El príncipe del bosque dorado. En 1984 colabora con varios guiones cinematográficos. Publica, en 1993, una colección de poemas infantiles titulados Three Wises in Crisis (Los tres Reyes Magos en crisis). Durante los años noventa realiza varias exposiciones de pintura en Los Ángeles (California) en colaboración con varios grupos artísticos. Sigue ligado al mundo del arte colaborando con galerías y exposiciones. Trabaja en el gabinete de estrategia de la petrolera Shell y en el proyecto Petersson de arte conceptual».

      Adicionalmente, solo puedo incluir el dato de que El rebelde no se publicó en España hasta 1978, por razones políticas obvias.

      Pasé los días posteriores como un manojo de nervios. Incapaz de concentrarme en nada. No pude avanzar en la lectura ni conseguir nuevas informaciones. Entre la impotencia y la decepción. Silencio informativo sobre Perling. Converso al catolicismo. No vuelve a escribir nada serio. Incursión en la literatura infantil. Trabajando en una petrolera. ¿Hubo algún tipo de accidente? ¿Golpe en la cabeza? ¿Crisis existencial? ¿Cómo el autor iconoclasta por excelencia se convierte en un beato compositor de nanas para niños? ¿Cómo el incendiario de la revolución del amor libre pudo acabar haciendo versos tontos sobre los Reyes Magos? ¿Cómo un progresista lleno de vitalidad puede acabar en una multinacional del petróleo?

      El Julio César que llevaba dentro esos días se revolvía contra el puñal de sus recuerdos con una buena dosis de odio y de decepción: «Perling, hijo mío, ¿tú también?».

      Empecé a pensar en que mejor hubiera sido no haber encontrado nunca a aquella mujer. Aún me quedaba la esperanza de no reconocerla en nuestra cita o, incluso, tenía la posibilidad de dejarla

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