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también me han utilizado muchas mujeres –le dijo con frío cinismo–. Por sexo, por dinero, por mis contactos. Nos ocurre a todos. No te puedes proteger de esas experiencias y es de débiles huir de ellas...

      –¡No es de débiles!

      Pero Kat se había quedado completamente desconcertada cuando Mikhail había admitido que a él también lo había utilizado el sexo contrario. También la desconcertaba haberle hablado de su madre y en esos momentos se temía que Mikhail hiciese la misma deducción que ella había hecho. ¿Tan claro había dejado que quería de él algo más que sexo? De repente, rezó por que Mikhail no le diese demasiadas vueltas a sus palabras, porque las emociones que habían hecho que quisiese huir eran demasiado íntimas y nuevas como para compartirlas con nadie, y mucho menos con él.

      Mikhail estudió el rostro de Kat, espiró y dio un paso al frente. En un movimiento rápido, la tomó en brazos e ignoró su grito ahogado antes de sentarla en el sofá de piel que tenía detrás.

      –Siéntate y habla conmigo, después... Cuéntame cómo es posible que tu madre siga influyendo en ti...

      Mikhail se sintió benevolente al ofrecerle aquella incomparable invitación. Estaría dispuesto a escuchar lo que fuese con tal de que Kat no se marchara y, además, estaba deseando saber por qué aquella mujer le enviaba tantos mensajes contradictorios.

      Mientras Mikhail abría la puerta para hablar con Stas y después se sentaba a su lado, a ella se le llenó la mente de imágenes incómodas. Él pidió champán y ella intentó contener los desgraciados recuerdos de su infancia. Kat casi nunca pensaba en su madre, Odette, la mujer a la que había querido sin ser correspondida hasta que ella también se había convertido en una adulta, porque su indiferencia todavía le dolía. A Odette siempre le había gustado hacerse la víctima y Kat había tenido que presenciar más cosas de las debidas acerca de su complicada vida amorosa. Hacía mucho tiempo que había enterrado aquellos recuerdos para continuar con su vida y no se había dado cuenta hasta entonces, al obligarse a sacarlos a la luz, de que le parecían distintos. De repente, se sintió como una tonta por no haberse dado cuenta antes.

      –¿Kat?

      Mikhail estaba estudiando sus ojos atormentados y su ceño fruncido y estaba empezando a exasperarse cuando llegó el champán.

      Ella se humedeció los labios con la burbujeante bebida y dio gracias de poder tener algo en la temblorosa mano.

      –Mi madre, Odette, fue una modelo de mucho éxito, pero, probablemente, no una buena persona. Nuestras vidas eran un caos porque todas sus relaciones se rompían –admitió Kat a regañadientes–. Se casó con mi padre para tener seguridad y se divorció cuando empezó a tener éxito en su carrera. Dejó al padre de las gemelas cuando este se arruinó, pero, aun así, de lo que hablaba siempre cuando yo era niña era de cómo los hombres la utilizaban y después la dejaban. No me había dado cuenta hasta ahora de que, en la mayor parte de los casos, fue ella la que los utilizó.

      Mikhail bajó la mirada para que Kat no se diese cuenta de que aquello le divertía.

      –¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?

      –Nada –admitió Kat, avergonzada de haber permitido que la actitud autocompasiva de su madre la influyese durante tantos años sin que ella se percatase.

      Odette había pensado que tener sexo con un hombre era tener una relación, y que tener un hijo con él lo haría comprometerse. Y había sido aquel enfoque tan superficial lo que había hecho que ninguna de las relaciones de su madre hubiese prosperado.

      –¿Todavía quieres volver a Inglaterra?

      Ella lo miró a los ojos y se le encogió el estómago. Eran los ojos más bonitos que había visto en toda su vida. Era un hombre muy peligroso, admitió aturdida, porque había elegido el momento perfecto para hacerle aquella pregunta. No quería separarse de Mikhail en esos momentos, todavía no estaba preparada para cerrarle la puerta a lo que podía descubrir acerca de él. Había estado huyendo sin darse cuenta, pero la lógica le decía que la vida era para vivirla, errores incluidos, y que, en cualquier caso, ella no estaba siguiendo el ejemplo de su madre.

      Kat levantó la cabeza.

      –Todavía no... –confesó, vaciando su copa.

      –Volvamos al yate –le sugirió Mikhail con voz ronca, más desconcertado que nunca con el funcionamiento de la mente de Kat, pero satisfecho con el resultado.

      La tomó de la mano y la levantó del sofá.

      –¿Y tus invitados?

      –Están demasiado ocupados pasándoselo bien, no notarán mi ausencia –le respondió él.

      El calor de su cuerpo y el olor de su cara colonia invadieron a Kat, que se ruborizó al darse cuenta de que Stas miraba sus manos unidas, pero supo que para Mikhail no había nada de romántico en aquel gesto. Por una vez, podía leerle el pensamiento al millonario ruso. Sabía que mientras la tuviese atada físicamente a él no se marcharía a ninguna parte, era así de básico. Kat deseó poder ser igual de fría. Él era presa del deseo, pero ella estaba empezando a enamorarse...

      Cuando Mikhail abrió la puerta de su habitación, Kat casi no podía respirar de la tensión nerviosa, pero entonces fue él quien la sorprendió retrocediendo para marcharse a su propia habitación.

      –Ha llegado el momento de tomar una decisión, milaya moya –le dijo en tono sensual–. Si me quieres, ya sabes dónde estoy.

      Capítulo 8

      Kat se apoyó contra la puerta con el corazón acelerado... «Ya sabes dónde estoy». Al otro lado de la puerta que ella había cerrado con llave. No podía recriminar a Mikhail que le hubiese dicho que tomase ella la iniciativa, para variar. Le había dado demasiada importancia al hecho de no acostarse con él y, sin ni siquiera pretender ser injusta, había permitido que la tocase para después dar marcha atrás en el último momento. Lo cierto era que se había fijado en Mikhail Kusnirovich desde el principio, lo había deseado más de lo que había deseado nunca a ningún hombre y, por desgracia para ambos, ese deseo había diezmado su sentido común y su autocontrol.

      El sentido común y el autocontrol no tenían nada que ver con lo que Kat sentía por Mikhail. El deseo era un sentimiento mucho más primitivo, era un anhelo insaciable que dolía negar. Se quitó el vestido y la ropa interior con impaciencia y lo dejó todo en el suelo, desafiando a su impulso de dejarlo todo recogido. Había vivido demasiado tiempo sujeta a unas normas muy estrictas, sin cuestionar nada. En vez de eso, había cumplido ciegamente aquellas normas como una niña obediente.

      De repente, echó la vista atrás a la última y conservadora década de su vida y pensó que estaba harta de hacer siempre lo correcto para ser un buen ejemplo. ¿Qué había conseguido siendo tan buena? No había podido evitar que Emmie se quedase embarazada sin estar casada, ni que Saffy se casase y se divorciase demasiado joven.

      Pero, no obstante, había sido la convicción de que debía dar un buen ejemplo lo que había hecho que llevase años sin tener a un hombre en su vida. ¿Cómo se atrevía Mikhail a llamarla cobarde? ¡La cobardía no tenía nada que ver con aquello! Seguir siendo virgen no había sido una decisión caprichosa, sino que había preferido anteponer la necesidad de estabilidad de sus hermanas a sus propias necesidades como mujer.

      ¿De verdad les habría hecho daño a sus hermanas si hubiese tenido algún amante? En esos momentos, sus hermanas tenían sus vidas ajenas a ella. No tenía sentido seguir sacrificándose. No importaba que solo se acostase con Mikhail para satisfacer su curiosidad acerca del sexo, se dijo exasperada. No importaba que lo amase y que quisiera más de lo que jamás recibiría de él. Un error era solo un error, no un desastre, y ella era lo suficientemente fuerte para sobrevivir a sus errores. Jamás volvería a huir de lo desconocido como una niña asustada, ni utilizaría los errores de su madre como válvula de seguridad.

      Se puso un finísimo camisón de seda y abrió la puerta que separaba su habitación de la de Mikhail. Lo vio en la puerta del cuarto de baño,

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