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tres semanas acostándose con ella y seguía excitándolo con la misma facilidad. Eso no le gustaba, odiaba que Kat tuviese aquel poder sobre él, detestaba que intentase tener con él conversaciones importantes, nunca las había tenido con ninguna mujer. Volvió a cerrar el ordenador de forma brusca y se puso de pie. Se sentía frustrado, enfadado.

      –¿Dónde está Kat? –le preguntó a Stas, que estaba junto a la puerta.

      –En la cubierta –le confirmó el otro hombre.

      Mikhail la encontró apoyada en la barandilla, con la vista clavada en el mar y el vestido golpeándole los muslos con la acción del viento. Apoyó las manos en sus hombros y ella se sobresaltó.

      –Deja de fisgar –le dijo, apoyándola en su cuerpo.

      –¡No estaba fisgando! –protestó Kat sin girar la cabeza–. ¡No soy una cotilla!

      –Mi niñez no fue precisamente un camino de rosas –admitió él.

      –La mía tampoco, pero terminas por aceptarlo y seguir con tu vida...

      –Yo nunca pienso en ello, así que no tengo nada que aceptar, milaya moya –le dijo Mikhail, apretándola contra la barandilla y besándola en la nuca.

      Kat se estremeció, se excitó al instante.

      –El hecho de que no pienses en ello ni hables del tema lo dice todo –replicó–. ¿Por qué tanto secretismo?

      –No tengo ningún secreto –respondió él.

      Kat no lo creyó ni por un instante, porque sabía que era un hombre muy complicado, que dejaba ver muy poco de sí mismo.

      –Mi madre era de una tribu de pastores nómadas de Siberia –le contó de repente–. Mi padre estaba intentando comprar los derechos de petróleo y de gas de la zona cuando la vio. Dijo que había sido amor a primera vista. Ella era muy bella, pero no hablaba ni una palabra de ruso y era analfabeta...

      –A mí me parece muy romántico.

      –Tuvo que casarse con ella para que su familia la dejase marchar. La sacó de la tienda de un pastor para meterla en una mansión. Estaba obsesionado con ella y disfrutaba sabiendo que dependía de él para todo, que no sabía nada de la vida que él tenía ni del mundo en el que se movía. Le gustaba su ignorancia, su sumisión –añadió él–. Nunca la llevaba a ningún sitio. En casa, la trataba como a una esclava e incluso la golpeaba cuando hacía algo mal.

      Kat se giró y lo miró.

      –¿También te pegaba a ti?

      –Solo cuando intentaba protegerla –le contó él, haciendo una mueca–. Solo tenía seis años cuando murió, así que solo me interpuse en su camino un par de veces y era demasiado pequeño para poder evitar que le hiciese daño. Aun así, mi madre lo adoraba porque no conocía otra cosa. Pensaba que era su deber hacer feliz a su marido y que si él no era feliz era por su culpa.

      –Debieron de educarla así. Es difícil cambiar cuando te condicionan de esa manera –murmuró ella, sintiendo el dolor que Mikhail se negaba a expresar.

      Había tenido una niñez llena de violencia. Había querido y llorado a su madre, y no había podido ayudarla. Kat se imaginó la frustración que debía de haber sentido.

      –Siempre me llevas la contraria en todo –comentó Mikhail.

      –Tal vez preferirías una mujer sumisa...

      –¡No! –la interrumpió él bruscamente–. No te desearía si me tuvieses miedo o si siempre estuvieses intentando complacerme.

      –En realidad, nunca he entendido por qué me deseabas –admitió Kat en un murmullo.

      –No necesitas entenderlo.

      Le acarició los brazos y despertó en ella un deseo que no podía dominar. Tal vez no le tuviese miedo a él, pero sí le daba miedo desearlo tanto. Era más fuerte que ella, hacía que se sintiese desesperada y necesitada, cosas que siempre intentaba ocultarle a Mikhail. Incluso en esos momentos, solo una mirada había hecho que sintiese una oleada de calor por todo el cuerpo, que se le endureciesen los pechos y que notase humedad entre los muslos.

      –Quiero hacerte mía ahora, moyo zolotse –le susurró él.

      –Porque te he disgustado...

      –No estaba disgustado...

      Ella arqueó las cejas.

      –¡Estabas furioso!

      Él se echó a reír y Kat pensó que era un hombre impresionantemente guapo.

      –Iba a decir que no eres nada diplomática, pero tal vez estaba equivocado. Vas desnuda bajo el vestido y sabes lo mucho que eso me gusta –le dijo él con la respiración acelerada mientras la tomaba en brazos y la llevaba al interior.

      Ella se ruborizó. Era una desvergonzada que ya nunca se ponía ropa interior cuando estaba con él. Llevaba tres semanas siendo la amante de aquel hombre y había cambiado por completo. Y lo peor era que no pensaba que fuese capaz de volver a ser la mujer remilgada y cauta de antes. Aunque estaba esperando a que Mikhail empezase a cansarse de ella en cualquier momento, al parecer todavía no había perdido el interés.

      La dejó encima de la cama y se quedó de pie para abrirse la camisa y dejar al descubierto sus marcados abdominales. Después se desabrochó los pantalones y liberó su erección. Kat alargó la mano para tocarlo con cuidado y lo vio entrecerrar los ojos de placer. Mikhail se tumbó encima de ella y la besó apasionadamente.

      No quería separarse de ella para quitarle el vestido como debía, así que tiró de él y se lo rompió.

      –¡Mikhail! Me gustaba este vestido...

      Él juró entre dientes, se lo quitó por la cabeza y lo tiró al suelo.

      –Ti takaya valnuyishaya... Me excitas tanto que no puedo esperar...

      –Solo hace un par de horas que hemos salido de la cama –le recordó Kat, pasándole la lengua por el labio inferior.

      –Pues es evidente que tenías que haberme prestado más atención mientras estábamos en ella –replicó Mikhail, apretando sus pechos y acariciándole los erguidos pezones.

      Kat se quedó sin respiración, así que no pudo contestarle.

      Se le cerraron los ojos mientras él volvía a besarla y la acariciaba entre las piernas. Se estremeció y levantó las caderas mientras Mikhail le daba placer con suma facilidad y encendía todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo hasta que sintió dentro un anhelo incontrolable.

      –Estás tan caliente y húmeda... –le susurró Mikhail, apartándose un momento para agarrarla de la cintura y tumbarla boca abajo–. Te necesito ahora.

      La levantó de las caderas y la penetró de una sola y profunda embestida que la hizo gritar de sorpresa y placer. La fruición aumentó al tiempo que Mikhail apretaba el ritmo. Una sensación intensa, mezclada con una excitación salvaje la aprehendió. El golpe del cuerpo de Mikhail contra el suyo inició una reacción en cadena de fascinante calor en su pelvis. La excitación alcanzó un nivel insoportable y Kat tuvo que hacer un esfuerzo por respirar, gimió, le rogó hasta que la hábil caricia de su pulgar en el clítoris la catapultó hacia un paraíso de placer. Kat se dejó caer sobre la cama mientras él gemía también al llegar al clímax.

      –Me estás aplastando –protestó, intentando recuperar la respiración.

      Mikhail espiró y se levantó para tumbarse a su lado y volver a abrazarla y a besarla lentamente.

      –Me pones a cien –murmuró–, pero cuando paro solo quiero volver a empezar...

      –Olvídalo... No podría volver a moverme después –murmuró ella, que se había quedado sin fuerzas después del orgasmo.

      –Estoy dispuesto a hacer yo todo el trabajo –le dijo él, pero, de repente, se apartó

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