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deseo con su enorme fuerza de voluntad, decidido a no estropear el momento–. No tienes nada que temer.

      Sin respiración, Kat volvió a apartarse de él, destrozada por el efecto que Mikhail tenía en ella y porque su cuerpo protestaba al verse desconectado de la fuente de energía y excitación que Mikhail le había enseñado a ansiar. ¿Cómo que no tenía nada que temer? ¿Era una broma? En esos momentos no podía estar más aterrada. Mikhail era un depredador de pura cepa y estaba jugando con ella como un gato con un ratón, estaba muy seguro de sus armas de seducción. Y era normal. ¿Cómo había podido contarle a un hombre como Mikhail que era virgen? Aquello había sido como ponerle una alfombra roja al enemigo.

      «Permite que te demuestre qué es lo que quieres». ¿Cómo se atrevía? Como si ella no supiese lo que quería; como si estuviese tan confundida que necesitase que un hombre le enseñase algo. Ya sabía que se sentía atraída por él, pero no estaba preparada para hacer nada al respecto. ¡Era su decisión! Temblando de ira y de frustración, volvió a sentarse en su asiento y se negó a volver a mirarlo. A lo mejor Mikhail utilizaba su debilidad contra ella, pero ella era mucho más fuerte que eso. Apretó los dientes y contuvo unas palabras que solo servirían para que Mikhail se diese cuenta de lo nerviosa que estaba. Todo por culpa de Mikhail, que con un apasionado beso la había dejado completamente desorientada.

      Mikhail saboreó su vodka tan contento, sin preocuparse por el furioso silencio de su acompañante. Estaba enfadada, pero él ya había sabido que reaccionaría así. Era una mujer fogosa e independiente, que estaba acostumbrada a hacer siempre lo que quería, pero él no iba a retroceder como un niño pequeño al que le hubiesen pegado en la mano por hacer algo mal, y era mejor que Kat conociese la jugada desde el principio. Llevaba demasiado tiempo andándose con miramientos con ella. Aquel no era su estilo con las mujeres y había llegado el momento de volver a ser él.

      Cuando el avión aterrizó en Chipre, se subieron a un helicóptero. El ruido de las hélices hizo imposible cualquier conversación. El aparato aterrizó en la proa de un enorme yate y Kat se quedó alucinada. El yate era mucho más grande de lo que se había imaginado y mucho más elegante. Ya había en él un par de helicópteros más.

      –No esperaba un barco tan grande –confesó, mientras Mikhail hacía que se alejase del helicóptero empujándola suavemente por la espalda.

      Él sonrió al decirle cuánto medía y la velocidad máxima a la que podía navegar. Era evidente que estaba muy orgulloso de él y Kat lo escuchó educadamente mientras él le contaba dónde había sido construido, a quién había elegido para que lo diseñase y por qué, además de todos los detalles que tenía. A pesar de que a Kat le interesaba muy poco todo aquello, se acordó de su difunto padre, que le había hablado con el mismo entusiasmo del último cortacésped que había adquirido. La comparación estuvo a punto de hacerla reír, porque sabía que Mikhail se indignaría si se enteraba de que estaba comparando su preciado yate con un cortacésped.

      Un hombre con gorra de capitán saludó a Mikhail y este se lo presentó. Después, Kat se apartó un poco para apoyarse en una barandilla y el viento le apartó el pelo del rostro mientras ella admiraba cómo la impresionante proa segaba las aguas turquesas del mar Mediterráneo. Hacía un día precioso: el cielo estaba azul y el sol brillaba con fuerza, calentándole la piel, y a pesar de seguir enfadada con Mikhail, se alegró de estar viva en un día como aquel.

      Una azafata vestida de uniforme se acercó y le dijo que se llamaba Marta. Después, se ofreció a enseñarle su camarote. Kat dejó a Mikhail charlando con el capitán y siguió a la azafata por una increíble escalera curva de cristal, la cual, según le informó Marta, se iluminaba y cambiaba de color al anochecer. Ella no comprendió para qué querría alguien una escalera que cambiaba de color, pero el lujo del camarote de invitados la dejó boquiabierta. La cama estaba situada en una pequeña tarima y había unas puertas que daban a un increíble baño de mármol, un vestidor y un balcón privado con muebles y todo. Un asistente llegó con su equipaje y Marta se dispuso a deshacerlo.

      –¿Cuándo llegarán los demás invitados? –le preguntó Kat.

      –Más o menos en una hora, señorita Marshall –le respondió ella.

      Aliviada por la noticia de que no iba a tener que estar a solas con Mikhail ni siquiera un día, Kat decidió cambiarse de ropa para empezar a desempeñar su papel de anfitriona. Escogió un vestido sencillo, pero elegante de color terroso de entre su vestuario nuevo, se refrescó en el cuarto de baño y salió de él justo cuando se abría otra puerta en el extremo opuesto de su habitación. Mikhail entró por ella.

      –Te has vestido... de manera excelente –le dijo.

      A través de aquella puerta abierta Kat vio otra habitación, que debía de ser la de él, y se ruborizó al darse cuenta.

      –¿Hay una puerta que comunica tu habitación con la mía?

      Él sonrió divertido.

      –¿Qué querías, que la condenase solo por ti?

      Ella apretó los dientes.

      –Por supuesto que no, pero, para tu información, a partir de ahora estará cerrada con llave.

      –Tengo una llave maestra de todas las habitaciones del barco, pero no te preocupes, no hace falta que protejas tanto tu intimidad, a mí también me gusta tener la mía –le informó Mikhail en tono seco mientras la examinaba de la cabeza a los pies–. Ese color te favorece... Lo sabía.

      Kat ya estaba muy tensa.

      –¿Has elegido mi ropa... personalmente?

      –¿Por qué no? Llevo comprando ropa a mujeres desde que tenía dieciocho años –le aseguró Mikhail.

      Kat se dijo exasperada que aquella era otra muestra de su obsesión por controlarlo todo, pero era mejor que no se alterase demasiado por ello. No obstante, el hecho de que Mikhail hubiese escogido su ropa, a su gusto, le resultó un gesto alarmantemente íntimo. Demasiado íntimo. Ella había dado por hecho que le había encargado la tarea a otra persona. Y prefería no pensar eso de que llevaba desde la adolescencia comprando ropa a mujeres. Eso la sorprendía y la extrañaba. El mero hecho de imaginárselo con otras mujeres era ofensivo y darse cuenta de ello la consternó. No era posible que tuviese celos.

      –Yo no soy tu mujer –le recordó en tono gélido.

      –Entonces, ¿qué eres? –replicó él, arqueando ligeramente una ceja, como si estuviese deseando que ella le intentase explicar cuál era el papel exacto que tenía en su vida.

      –Tu acompañante... –dijo Kat en tono forzado.

      Él sonrió de manera carismática. Sus espectaculares ojos brillaron como dos diamantes negros contra la luz del sol, su atractivo sexual hizo que a Kat se le quedase la boca seca y se le acelerase el pulso. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de él e intentar controlar su corazón.

      –No soy tu mujer –insistió.

      –Pero no dudes ni un instante de que ese es mi objetivo, milaya moya –le advirtió él con voz aterciopelada al mismo tiempo que alguien llamaba a la puerta.

      Era la misma rubia enérgica que había visto en su despacho de Londres, Lara, que los miró a ambos de forma escrutadora antes de darle un archivador a Mikhail que, inmediatamente, se lo pasó a Kat.

      –Son los perfiles de los invitados –le explicó.

      Kat lo aceptó mientras se decía a sí misma que Mikhail no sería una amenaza mientras ella se mantuviese con la cabeza encima de los hombros. Aquellas vacaciones en su yate eran solo un paréntesis en su vida, no una parte real de ella.

      –Gracias. Los estudiaré.

      Mikhail levantó la barbilla, se dio la vuelta y regresó a su habitación. Kat lo siguió rápidamente y echó el cerrojo de la puerta antes de salir al balcón a sentarse en un cómodo sillón de mimbre a leer el documento que acababan de darle.

      En total había veinte invitados, más de los que ella se había

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