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fin. Era la hora del regreso. Comenzó a ordenar los papeles dispersos sobre la mesa.

      En ese momento, jadeando de cansancio, llegó una pobre mujer a solicitar un acta de nacimiento. Se asomó delante de la ventanilla.

      –Por favor, señor...

      –Lo siento, ya hemos cerrado.

      Tsushima había respondido con una sonrisa, mostrando aquel gesto que “libraba a cualquiera del cansancio”. Acabó de ordenar el escritorio y buscó su maletín con intención de retirarse.

      –Por favor, señor.

      –Fíjese en el reloj, el reloj.

      Tsushima dijo esto de muy buen humor. Y empujó hacia afuera los impresos donde la mujer solicitaba el acta de nacimiento.

      –Por favor, señor, se lo suplico.

      –Vuelva mañana ¿Sí? Mañana.

      El tono de voz de Tsushima era amable.

      –Tiene que ser para hoy, si no me meteré en un lío.

      Ya Tsushima había desaparecido.

      ...Debe de haber sido una verdadera tragedia el parto de aquella pobre mujer. Seguro que son muchas las historias que se pueden contar al respecto. Sin embargo, nadie sabrá por qué se quitó la vida, eso ni yo mismo (Dazai) lo sé. A la medianoche de aquel infausto día la mujer se lanzó al canal del río Tama. En una esquina perdida del periódico salió la noticia. No se conocía su identidad y tampoco su edad. Tsushima no tenía ninguna responsabilidad en aquel hecho. Regresó a casa a la hora que tenía que regresar. A decir verdad, ni siquiera se acordaba de la pobre mujer. Y, como siempre, continuó rompiéndose el lomo trabajando y sonriendo por la felicidad de su hogar.

      (Este cuento se me ocurrió mientras estaba enfermo y no podía dormir, pero ahora que lo pienso mejor, el protagonista, Shuji Tsushima, no tiene que ser necesariamente un funcionario. Podría ser un empleado de banco o un médico. No obstante, lo que me hizo imaginar esta historia fueron las risas tontas de los funcionarios del gobierno que escuché por la radio. ¿Cuál sería la causa de semejantes idioteces? ¿Será la “maldad burocrática” su origen? ¿O la idiotez será la esencia misma de la “burocracia”? Al tratar de analizar el asunto, me he topado con un concepto deprimente: el egoísmo del hogar. Y he llegado, finalmente, a una terrible conclusión: la felicidad de la familia es el origen de todo mal.)

      (Título original: “Katei no Kôfuko”, 1948)

      Promesa cumplida

      Esta es una historia que sucedió hace cuatro años, justo cuando estaba escribiendo un relato llamado “Romanesque”. Ese verano vivía yo en el segundo piso de la casa de un amigo mío en la ciudad de Mishima, ubicada en la región de Izu. Una noche, mientras recorría la ciudad en bicicleta, muy borracho, me caí y me lastimé. Me hice un corte en el tobillo derecho. La herida no había sido profunda, pero como había bebido bastante perdí mucha sangre y salí corriendo a ver a un médico. El doctor que me atendió tenía unos treinta y tres años, era regordete y se parecía a Saigo Takamori. Y estaba casi tan borracho como yo. Apareció en la sala de consulta tambaleándose. Al verlo, me dio mucha risa. Mientras me curaba, no podía aguantar las ganas de reír, pues la situación me resultaba en extremo graciosa. Intenté disimularlo, pero finalmente explotamos al unísono en una sonora carcajada.

      A partir de esa noche, nos hicimos amigos. El médico prefería hablar de Filosofía, más que de Literatura. Yo compartía su preferencia. Nuestra conversación se volvió muy amena. El médico tenía una teoría bidimensional primitiva acerca del mundo. Para él, lo esencial era la lucha entre la bondad y la maldad. Sus ideas al respecto eran claras, y eso resultó positivo para mí. Hasta ese momento yo había interiorizado la idea de un solo dios llamado amor, pero al escuchar su teoría sobre la bondad y la maldad, me di cuenta de que había aprendido algo nuevo, algo que había aliviado mi corazón invadido por el pesimismo. Cuando lo visitaba por las tardes, de inmediato ordenaba a su mujer que me diera una cerveza: el médico era la bondad en persona. Ante aquella orden, ella proponía sonriendo que jugáramos una partida de bridge. La mujer era la maldad en persona, así lo sostenía el médico. Yo estaba de acuerdo. La esposa del doctor era pequeña y muy mofletuda como si fuera una máscara de Otafuku, sin embargo, su tez era blanca y refinada. No tenían hijos, pero en el segundo piso de la casa vivía el hermano de la mujer, un joven tranquilo que estudiaba en una escuela de comercio en Numazu.

      El médico estaba suscrito a cinco periódicos, y me permitía leerlos casi todas las mañanas. Así, aprovechando mis paseos, los visitaba cada día unos treinta minutos, a veces hasta una hora. Entraba por la puerta trasera, me sentaba en la veranda de una de las habitaciones y leía el periódico mientras tomaba un té frío de cebada servido por la señora. Cuando cogía el diario entre mis manos, el viento soplaba sacudiendo las hojas. A cuatro metros de la veranda, en medio de la yerba verde, fluía un riachuelo de aguas cristalinas. Un camino estrecho corría junto al riachuelo, y todas las mañanas por aquel camino pasaba un muchacho en bicicleta que repartía leche. Cada vez que pasaba nos daba los buenos días. A esa misma hora, una mujer joven venía siempre a recoger medicamentos. Tenía puesto un vestido de verano, ligero, y unos zuecos. Parecía una persona aseada y la había visto reírse varias veces con el médico en la sala de consulta. En ocasiones, él la acompañaba hasta la entrada y casi siempre la alentaba diciendo: “Señora, ya falta poco. No se preocupe”.

      Un día, la mujer del médico me explicó el significado de aquel asunto. La joven era la esposa de un maestro de primaria que había enfermado de los pulmones hacía tres años. En estos meses el maestro había mejorado de manera notoria gracias al tratamiento del médico, pero éste le había prohibido a la mujer cualquier tipo de relación íntima con su marido, ya que se encontraba en la etapa más importante de la medicación. La mujer siguió al pie de la letra las indicaciones del doctor, sin embargo, de vez en cuando se quejaba de forma lastimosa y preguntaba hasta cuándo duraría la prohibición. Cada vez que eso sucedía, el médico la alentaba diciéndole, “Señora, ya falta poco”, sin mostrar ningún indicio de compasión.

      Al finalizar agosto, fui testigo de un hecho admirable. Una mañana, mientras leía el periódico en la veranda de la casa del médico, su mujer, que estaba sentada a mi lado, me susurró en voz baja: “Mire, parece muy feliz”.

      Levanté el rostro. En el estrecho camino de enfrente se distinguía una figura con un vestido ligero, de verano, que parecía flotar en el aire. Y hacía girar con rapidez una sombrilla blanca.

      “Hoy en la mañana le concedieron finalmente permiso”, susurró de nuevo la mujer del médico.

      Es fácil decirlo, pero tres años es un período muy largo. Yo estaba conmovido. Ha pasado el tiempo y todavía me sigue pareciendo muy bella la imagen de la mujer perdiéndose en la lejanía. Aquello había sido obra de la esposa del médico.

      (Título original: “Mangan”, 1938)

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