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e Inglaterra. La filosofía de Spinoza, así, sería la amalgama de los elementos más peligrosos para el orden cuyo mantenimiento produce los desvelos de la institución ante la que es denunciada: un racionalismo absoluto que se vincula inmediatamente, con total naturalidad, con un materialismo de corte hedonista, o con lo que Stensen entiende por tal. Pues este servicial adalid de la ortodoxia no deja de señalar, por si pudiera caber alguna duda, que «los fundamentos de todo su mal son la presunción del entendimiento propio y el deseo de placeres sensuales». Ninguna estrategia nueva, pues, en la ya vieja lucha de la apologética católica contra el llamado libertinismo, el cual ha tardado muy poco en transformarse, en ser percibido como spinozismo. Lo nuevo, en efecto, no son las formas del combate; lo nuevo es la asignación de un nombre propio a todo lo que presente un cierto aire de familia con aquella corriente de pensamiento. Es por esto por lo que considero este documento como un elemento muy valioso también para reconstruir y por tanto entender los procesos, en verdad complejos, en cuya virtud una doctrina filosófica llega a abanderar transformaciones intelectuales que terminan por proyectarse sobre el ámbito de lo político. Transformaciones que, en el caso del spinozismo, comenzarán tímidamente a cristalizar ya bien entrado el siglo XVIII, al hilo del auge de la única clase históricamente revolucionaria, la burguesía, y de la consolidación de sus correspondientes proyectos de organización política, esencial y combativamente ajenos a toda forma de teología política tanto en la teoría como en la práctica.

      El segundo anexo, sobre los vocablos con que Spinoza nombra los afectos, se debe a una constatación que podrá introducir al estudio de alguno de los envites a los que hace frente en la Ética. Aunque Spinoza hace suyo el proyecto que Descartes diseña para poder tratar científicamente las pasiones41, evitando con cuidado toda explicación de lo fisiológico o extenso que recurriese a elementos propios de otro ámbito o atributo, no deja de ser cierto que el propio Descartes traiciona enseguida su propio programa, debido especialmente a su manera de pensar la unión de cuerpo y alma (cuyo tratamiento es necesario para abordar con rigor filosófico las pasiones, pese a que, según Spinoza, el francés las aborda proponiendo una «hipótesis más oculta que toda cualidad oculta») y, sobre todo, concediendo una función de primer orden a la voluntad, a su supuesto imperio sobre lo corporal y, por tanto, sobre lo afectivo, auténtica y definitiva aberración teórica y práctica si lo consideramos desde los principios del spinozismo. Por mucho que haya adoptado el punto de partida asignado por Descartes para su estudio, por mucho que haya asumido sus premisas por lo que hace a la fisiología y a la importancia de un conocimiento previo de la estructura del cuerpo humano42, los caminos que Spinoza recorre cuando se ocupa de los afectos le llevan a definiciones y, por tanto, a conclusiones del todo ajenas a las del autor de Las pasiones del alma. Dicho de otra manera, el tratamiento spinozano de los afectos, situándose en el terreno demarcado por Descartes, se revela en su desarrollo y resultados como perfectamente extraño al del francés.

      Este segundo anexo se debe a que sabemos con total seguridad que la edición que Spinoza ha manejado de Las pasiones del alma es su traducción latina, firmada por Henry Desmarets43 y publicada en Ámsterdam en 1650. La importancia de esta constatación no es menor, pues no solo nos muestra que Desmarets, poniéndolas en latín, ha otorgado un largo porvenir a las distinciones, las elecciones y los giros teóricos realizados por Descartes; nos revela sobre todo —si paramos la atención sobre las coincidencias nominales— que es en esta versión donde Spinoza ha encontrado el léxico que utiliza para escribir las partes tercera, cuarta y quinta de su Ética, así como las páginas de sus otras obras en que se ocupa de las pasiones. Así, lo más historiográfica y filosóficamente significativo, y en no poca medida determinante del destino del spinozismo durante al menos dos siglos, son las operaciones que nuestro autor realiza sobre ese léxico; esto es, las redefiniciones, las modificaciones, los desplazamientos que lleva a cabo en él y, consiguientemente, sobre las implicaciones —teóricas, pero sobre todo prácticas— que ello acarrea. La obra de Descartes se muestra de este modo como un instrumento de trabajo del que Spinoza se ha servido, muy precisamente, y por extraño o incluso paradójico que pueda parecer, para presentar una enmienda radical a las posiciones del primero y para reforzar la crítica de los principios que las sustentan.

      Tal es la razón por la que he estimado necesario traducir los términos con que los designa teniendo a la vista las dos ediciones, francesa y latina, de Las pasiones del alma. Haciéndolo, he sabido que la versión castellana que propongo se podía alejar de la significación habitual, común, de algunos términos. No obstante, he creído que solo de esta manera se podía dar una traducción cabalmente spinozana de la parte de la Ética que concierne a los afectos, pues nuestro filósofo es consciente, así lo escribe a menudo, de los equívocos que de forma necesaria produce el hecho de que, normalmente, «los nombres de los afectos se refieren más a su uso que a la naturaleza de estos»44. Spinoza no se llama a engaño; sabe que «estos nombres significan otra cosa según su uso común», añadiendo que su «intención no es la de explicar los significados de las palabras, sino la naturaleza de las cosas, e indicarla con aquellos vocablos cuya significación según su uso no se aparte por completo de la que yo quiero atribuirle»45. Subraya de este modo que, para cumplir su propósito de deducirlos y analizarlos en su realidad material y efectiva, no le ha quedado más remedio que afrontar el riesgo que acarrea todo alejamiento del empleo cotidiano de las palabras. Empleo habitual, o sea, no específicamente filosófico, que levantaría demasiado la cabeza en el tratado de Descartes y que sería en parte responsable, y a la vez indicio, de sus debilidades teóricas.

      Los nombres a los que se refiere aquí Spinoza son, como podrá comprobarse mirando la tabla de este, los que Descartes pone en circulación y Desmarets difunde ampliamente, para todo un continente y para toda una época. Por ello, dicha tabla será útil para determinar con rigor la distancia que separa las definiciones y análisis spinozanos de los de Descartes, lo cual podrá confirmar la idea de que la potencia de un sistema filosófico se mide y verifica en las polémicas en que se construye.

      El esfuerzo léxico de Spinoza, así pues, ha sido más que considerable. Y solo manteniendo en castellano las torsiones del vocabulario afectivo de nuestro autor he creído ser fiel a la letra y al espíritu de la Ética. Por eso he considerado oportuno no evitar la extrañeza que ello, en una u otra ocasión, provocará en el lector actual de habla y de cultura filosófica hispánica, predominantemente fenomenológica y por tanto de filiación cartesiana o cartesianizante. Puede que dicha extrañeza no sea del todo distinta de la que provocó también en el lector culto pero no spinozista (o sea, inmensamente mayoritario) de finales del siglo XVII debido a los extemporáneos (por anticartesianos en el sentido más arriba apuntado) análisis que desarrolla Spinoza y, sobre todo, por las no menos intempestivas (por no menos anticartesianas en aquel mismo sentido) conclusiones a que conducen. De esta manera, confío en que no sea irrelevante poner a disposición del lector una herramienta que sirva para constatar casi a simple vista qué afectos son desechados en un caso y en otro46.

      Como tercer anexo ofrezco el listado de algunos de los textos conservados en la biblioteca personal del filósofo. En el siglo XVII el acceso material a los libros es difícil; muchas veces no es fácil encontrarlos, las autoridades pueden prohibir, secuestrar o hacer quemar las ediciones, y, sobre todo, el precio de los que llegan a ser estampados es elevado. Podría decirse que constituyen un bien escaso y peligroso; esto es, de lujo. Por eso es significativo conocer el repertorio de los libros adquiridos y conservados en las bibliotecas particulares de los filósofos, pues se hace difícil creer que su posesión no se deba a un interés de carácter teórico. Esto, desde luego, no quiere decir que hayan leído todos y cada uno de los que las componen, que solo hayan leído los que se encuentran en ellas, ni tampoco que hayan utilizado de la misma manera o con igual interés y atención todos y cada uno de esos títulos. Tomado en general, el repertorio de los libros que forman una biblioteca ha de ser considerado como parte de la «cultura pasiva»47 de su posesor.

      Lo que quiero decir con esto es que dicha noticia nos informa sobre algunos de los hábitos de lectura y estudio de quienes los han poseído; nos pone al corriente de las influencias y rechazos —de las declaraciones de amistad y enemistad teóricas— que han determinado ciertos pasos, giros e inflexiones en la construcción

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