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aquella nueva ciencia. La Ética sobre todo, por tanto, como acta del fracaso del programa contenido en la nueva filosofía de Descartes.

      El ajuste de estas cuentas señala el comienzo de todo; se inicia con la primera carta conservada de Spinoza, escrita y enviada, como queda dicho, a Oldenburg en 1661. En ella, las objeciones al ya consolidado sistema cartesiano poseen el tono de lo definitivo, aunque el joven Spinoza perciba en él una potencia que condena a la más pura insignificancia teórica a otras filosofías del momento. Por ejemplo a la de Francis Bacon:

      … me preguntáis cuáles son los errores que observo en las filosofías de Bacon y de Descartes. Aunque yo no tenga por costumbre sacar a la luz los errores ajenos, quiero aquí daros satisfacción en este punto. El primer error, y el más importante, es que se han movido sin rumbo y muy alejados del conocimiento de la causa primera y origen de todas las cosas. El segundo es que no conocieron la verdadera naturaleza de la mente humana. El tercero es que nunca descubrieron la verdadera causa del error. Y cuán necesario es conocer verdaderamente estas tres cosas, solo aquellos que carecen de todo rigor y seriedad intelectual lo ignoran […] Poco habré de decir de Bacon, pues habla de este tema con absoluta confusión y no prueba casi nada, sino que se limita a narrar…15.

      Así pues, el punto de partida —nunca corregido, modificado ni desmentido posteriormente— es una crítica directa de los principios más fundamentales de la filosofía de Descartes, quien habría errado a propósito de lo tradicionalmente conocido como metafísica general («el conocimiento de la causa primera y origen de todas las cosas»), pero también, más significativamente aún, acerca de la parte de la metafísica especial aquí descrita como el conocimiento de la «verdadera naturaleza de la mente humana». La radicalidad de la crítica hace que esta sea imposible de reconducir; al contrario, ganará en profundidad a medida que la filosofía spinozana cobre forma, pues atañe a los primeros principios. Equivaldrá por ello a una enmienda a la totalidad.

      En primer lugar, porque ordenando como lo hace los errores contenidos en la metafísica de Descartes (primero, y como «el más importante», menciona el cometido a propósito de la «causa y origen de todas las cosas», y solo después su errancia acerca de «la verdadera naturaleza de la mente», o sea, el pensamiento), Spinoza recusa la operación que ha dado a la metafísica de aquel el brillo que la ha convertido en cifra de un cambio profundo y novedoso (esto es, literalmente moderno) en las maneras de hacer filosofía. Descartes recibe sus credenciales como padre de la Modernidad (selladas y certificadas por Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía) por haber invertido el orden de aquellas partes de la metafísica, general y especial, que debe seguirse para construir un sistema filosófico con solvencia; en su filosofía, el ser o la existencia del pensamiento pasa a desempeñar la función de primer principio solo a partir del cual deben deducirse todos los demás16, de manera que lo tradicionalmente tenido por un capítulo de la metafísica especial cumple ahora, en unos tiempos que por ello se querrán nuevos y que serán percibidos como tales17, la función de primer principio, convirtiéndose en objeto exclusivo de la llamada metafísica general. Así, esta primera denuncia spinozana de los errores de Descartes, potenciada de modo muy sutil reordenándolos en su enumeración —es decir, anulando el giro o la revolución operada por el francés18—, desacredita el edificio entero de su metafísica. El ajuste de cuentas, por tanto, es despiadado. Y ocupa, cerrándose en la Ética, el espacio todo de la vida intelectual de Spinoza.

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      Hegel ha forjado la idea de que los escritos filosóficos de Descartes constituyen el acta inaugural de una nueva época del pensamiento como se acuñan las monedas de curso legal… y duradero. La metafísica cartesiana habría supuesto un comienzo, un punto de partida absoluto; o, a la inversa, habría significado una ruptura total y definitiva con el pasado de la filosofía. Con ella habría arrancado una época en verdad nueva para el pensamiento19, pues habría estrenado una manera de pensar cuya lógica, cuya tópica y cuyos conceptos no podrán dejar de recorrer quienes pretendan estar a la altura filosófica de los tiempos —y que lo hayan estado significa aquí que sus intentos han quedado registrados en los anales de la historia de la filosofía por haber satisfecho las exigencias que ha impuesto Hegel, padre fundador de la disciplina—. En cualquier caso, la apreciación hegeliana puede ser justa, evidente incluso en algún sentido. Aunque quizás no tanto las consecuencias que luego extrae de ella.

      Que haya sido Descartes quien desde los años treinta del siglo XVII ha determinado una manera nueva de hacer filosofía quiere decir que, tras él, ningún filósofo que haya construido un sistema vigoroso, o considerado como tal, ha podido desatender las cuestiones que aquel ha puesto sobre la mesa, sea para desarrollarlas, sea para criticarlas: la naturaleza y límites del pensamiento, del juicio y de las ideas; el problema del método para alcanzar y reconocer la verdad; la cuestión de la conciencia y del ego del cogito; la determinación del vínculo entre Dios y su creación; el problema de la relación entre alma y cuerpo, de la libertad de la voluntad, de la índole de las pasiones, etc. La arrolladora fuerza de su filosofía reside, pues, en que una reflexión sobre sus topoi más emblemáticos se impone como condición de posibilidad de la emergencia de los sistemas filosóficos inmediatamente posteriores al suyo. Y la raíz de los que componen el archivo de la historia de la filosofía moderna está, más allá de toda duda razonable, en la filosofía cartesiana, de manera que si cupiera leerla así, y solo así, no cabría objeción alguna a la genealogía trazada por Hegel.

      Sin embargo, cuando se ocupa del vínculo que debe establecerse entre la obra de Descartes y la filosofía de Spinoza, describe a la última como un mero desarrollo consecuente del cartesianismo, como un sistema que, sin más, se acopla directamente a él para desarrollar y dotar de coherencia al principio en que se inspira20; Spinoza, al final de las cuentas hegelianas, no habría sido sino un discípulo algo díscolo pero en el fondo fiel y rendido a la causa del patrono y adalid de la Modernidad que el alemán define y sanciona21. Ahora bien, decretar el cartesianismo de Spinoza esgrimiendo la evidencia textual de que este ha recorrido la tópica que da cuerpo a la metafísica de aquel, es no decretar nada. O nada demasiado significativo.

      Inequívocamente, para ser crítico con la metafísica de Descartes es preciso haber pasado con rigor por ella…, pero la obra de Spinoza es en esto más que paradigmática. Es única por la naturaleza de la enmienda que presenta al modo como el francés ha pensado y propuesto aquella tópica. Es única, dicho de una vez por todas, porque con su crítica genera un espacio teórico literalmente extemporáneo en la época del dominio filosófico del cartesianismo, lo cual, como apuntaré luego, va a condenarla a un ostracismo casi absoluto al menos durante los dos siglos posteriores a su muerte. Si la metafísica de Descartes determina el destino filosófico del pensamiento moderno, el carácter22 de la filosofía de Spinoza lo rompe sin contemplaciones.

      Spinoza construye la Ética desde la recusación de la lógica que organiza y determina la definición de los conceptos fundamentales de la metafísica cartesiana, desde la denuncia de muchas de sus categorías —y, en consecuencia, de los problemas a que pretenden responder— como falsos o, peor aún, como ficticios. Spinoza tras Descartes, sí, pero sobre todo contra Descartes; todas las partes de la Ética contienen una crítica más o menos explícita (según las necesidades de la demostración) de alguna de las tesis más emblemáticas de la metafísica del francés. Y todo ello, por supuesto, rechazando con gesto firme aquella reordenación de las partes de la metafísica a que aludía antes. De manera que puede afirmarse que el sistema de Spinoza no ha de ser tenido, como quiso Hegel y tras él una larga serie de infatigables comentadores de la filosofía del judío de Ámsterdam, por una continuación, profundización o desarrollo de la metafísica cartesiana. Si debe establecerse un vínculo entre esta y la obra de Spinoza, habrá de ser definido como un vínculo de antagonismo teórico total. En los escritos de nuestro autor se dibujan los contornos de una Modernidad distinta de la dejada en herencia por Descartes, de una Modernidad que, desde luego, no ha tenido lugar. Al menos en los tiempos modernos.

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