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ensayos, refractaciones— del que aquí nos concierne. Raíz y fruto del pensamiento todo de nuestro autor, las fases de su construcción marcan los momentos más decisivos de su vida. Pocas veces ha coincidido tan exactamente la historia redaccional de un libro con la biografía intelectual de quien lo escribe; leer la Ética es leer una obra filosófica total en el sentido más amplio y riguroso del adjetivo. El contenido de buena parte de su correspondencia1 lo muestra a las claras.

      1

      En agosto de 1661, Spinoza envía a Henry Oldenburg, miembro fundador y secretario de la Royal Society de Londres, un escrito demostrado según el orden geométrico que contendría alguna de las definiciones, axiomas, proposiciones, junto con un escolio, que compondrán casi literalmente la teoría de la sustancia desplegada en los pasos más decisivos de la primera parte de la Ética; ciertos fragmentos del envío anticiparían también el final de la segunda parte. Se trata de un borrador inicial; sobre todo, de un primer texto en el que los reparos a la metafísica de Descartes son ya, en fecha tan temprana, muy radicales2. En septiembre de ese mismo año3, respondiendo a la siguiente carta de Oldenburg, Spinoza afirma haber compuesto un opúsculo en cuya revisión dice estar ocupado4 y que con mucha probabilidad sería la primera redacción del libro que terminará siendo la Ética.

      Dos años más tarde, en 1663, recibe una carta que nos da noticia de un hecho que tendrá repercusiones de importancia sobre la doble edición póstuma, latina y neerlandesa, de su filosofía. Simon de Vries le informa de la manera como sus amigos de Ámsterdam, el llamado «círculo de Spinoza»5, está leyendo las primeras proposiciones de la futura Ética. La dificultad —o sea, la novedad— de las posiciones spinozanas les lleva a fundar un «colegio» para estudiar los textos del filósofo. El dato es relevante también porque nos muestra que dicho «colegio» o «círculo», por emplear la expresión de Meinsma, se organiza desde la más clara conciencia de los ataques que está llamado a afrontar el sistema del judío de Ámsterdam6. Este, en su respuesta, aprueba su constitución y funcionamiento, y en ella aparece clara la aceptación del presente y del porvenir tempestuosos de sus intempestivas ideas. En cualquier caso, de la lectura de estas epístolas se desprende que la Ética está siendo concebida en este momento como bipartita; al poco será programada en tres partes.

      En efecto, a comienzos del verano de 16657 Spinoza anuncia a J. Bouwmeester —miembro importante de aquel «círculo»—, a la vez que le envía la tercera parte de su filosofía, que la composición de esta le está resultando más complicada de lo previsto. Comprendía entonces ochenta proposiciones, frente a las cincuenta y nueve de la redacción final, las cuales abarcarían poco más o menos hasta la mitad de la parte cuarta de la versión definitiva. La estructura de la obra se va transformando con ocasión de otros compromisos teóricos y prácticos; puesto que sabemos que en ese año Spinoza comienza a preparar el Tratado teológico-político—trabajo que le ocupa hasta 1670, fecha de su publicación en Ámsterdam, anónimo y con falso pie de imprenta— no cabe duda de que su escritura determina una reestructuración de las partes de nuestro texto.

      Finalmente, en agosto de 16758, catorce años después de la primera mención registrada a su filosofía, la Ética está ya terminada, poco más o menos, tal como hoy la conocemos. El filósofo afirma en carta a Oldenburg haber intentado su publicación, pero también haber desistido de ella para evitar polémicas9. De aquí se desprende que, tras la escritura y aparición en 1670 del Tratado teológico-político, y el consiguiente revuelo que ha generado10, Spinoza ha recompuesto los capítulos de su filosofía, dividiéndola no ya en tres, sino en cinco partes. Pero esta carta posee, al margen de su valor para trazar la historia de la redacción de la Ética, una importancia considerable; las razones, o buena parte de las razones que le empujan a renunciar a su publicación, ofrecen una valiosa clave hermenéutica. A la afirmación de la desgana, producida tal vez por la fatiga, de entablar polémicas con los «teólogos», se añade otra que permite medir la violencia del ambiente intelectual en que está elaborando, en que ha elaborado ya, su sistema:

      Cuando recibí vuestra carta del 22 de julio, partía para Ámsterdam con el propósito de dar a la imprenta el libro al que me refería en mi carta anterior. Mientras me ocupaba de ello, se difundió por todas partes el rumor de que estaba en prensa cierto libro mío en el que pretendía mostrar que no hay Dios, y no eran pocos los que daban crédito a ese rumor. Algunos teólogos (quizá los autores mismos del rumor) aprovecharon la ocasión para querellarse contra mí ante el príncipe y los magistrados; por otra parte, los estúpidos cartesianos, para librarse de la sospecha de serme favorables, no cesaban de condenar por doquier mis opiniones y mis escritos, ni cesaron hasta hoy11.

      Según se deduce de la lectura de estas líneas, lo ya ampliamente conocido como contenido de la Ética no solo es rechazado por «teólogos» y «cartesianos»; lo más significativo es que Spinoza asume tal rechazo hasta el punto de preferir dejar inédito el trabajo de toda una vida antes que modificar alguna de las posiciones ganadas en él. En adelante, extremará el recelo que ha mostrado siempre cada vez que se ha presentado la ocasión de difundirlas12. La conciencia de lo inaudito de su pensamiento se expresa como reconocimiento de su extemporaneidad en unos años en que la avanzada filosófica europea gana terreno, de manera intermitente aunque ya imparable, marchando bajo los estandartes de la metafísica de Descartes. Sea de esto lo que fuere —me ocuparé de ello a continuación—, habrá que esperar hasta noviembre de 1677, muerto ya su autor, para que la Ética sea publicada como parte de sus Opera posthuma, en latín, y traducida al neerlandés por Jan Hendrik Glazemaker, integrada en sus Nagelate Schriften13.

      La filosofía que Spinoza ha elaborado durante todos estos años es percibida —por él mismo, por su «círculo» de amigos, por cuantos tienen alguna noticia vaga o precisa de ella, antes y después de terminada— como un peligroso artefacto que amenaza con la destrucción del universo teológico, filosófico, político y moral que define a unos tiempos que se quieren nuevos. Ningún esfuerzo será escatimado para intentar desactivarlo; pocas épocas del pensamiento han sido tan refractarias a la inactualidad como la moderna.

      2

      La constante presencia de la obra de Descartes en la vida intelectual de Spinoza, aparte del innegable hecho de que toda traducción y edición de un texto clásico se asienta sobre determinadas convicciones teóricas de quien la realiza, me lleva a presentar la Ética como un episodio —sin duda el más extremo— en la historia de las reacciones que ha provocado en la Europa de la segunda mitad del siglo XVII la irrupción de la metafísica del francés. Pese a que es evidente que la cultura de Spinoza se compone de varias tradiciones diferentes, algunas de ellas exteriores al horizonte del cartesianismo —la filosofía medieval judía, la llamada filosofía escolástica, el pensamiento naturalista y «panteísta»14 del Renacimiento, la teología hebrea y cristiana, sobre todo protestante, la cultura clásica, en especial romana, la gran literatura barroca española, etc.—, no lo es menos que la Ética es estrictamente ininteligible si no se presta una atención particular a la manera como en ella se saldan las cuentas de su deuda con la metafísica de Descartes, aunque solo sea por el hecho de que el público al que Spinoza se ha dirigido al poner por escrito su filosofía es un público más o menos cartesianizante. O, mejor, un público que conoce bien la nueva ciencia a cuya consolidación tanto ha contribuido el francés y a la que, con su metafísica, abanderando la denominada nueva filosofía, ha pretendido —y, en su opinión, logrado— dotar de un fundamento filosófico inconmovible. Que sea este el espacio teórico sobre el que Spinoza interviene con su obra lo pone de manifiesto esa especie de premisa en que consisten las definiciones y sobre todo los axiomas con que se abre cada una de las cinco partes de la Ética, en especial los de la primera y segunda. De modo que se hace preciso suponer que lo que demanda de sus lectores como requisito para el estudio y comprensión de su filosofía es un conocimiento riguroso de aquella nueva ciencia y de esta nueva filosofía, y quizás no tanto una cierta familiaridad con el resto de tradiciones

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