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de opinión histórica”, por así decirlo.

      Por otra parte, abordar el Nuevo Testamento como documento histórico tampoco debería levantar alguna objeción particular entre los cristianos. Después de todo, no es como si fuéramos a tratarlo como algo distinto de lo que ya es. Los documentos mismos del Nuevo Testamento afirman ser históricos; sus autores pretendían que fueran históricos. Por ejemplo, Lucas comienza su evangelio diciendo que él tiene la intención de dar a su lector, “por orden”, la vida y enseñanzas de Jesús. Podemos explicar eso de diversas formas, pero lo que es cierto es que Lucas estaba escribiendo historia. Entonces, seguramente no hay nada inapropiado sobre permitir que sus libros, junto a los de los demás autores, hablen como siempre tuvieron el propósito de hacerlo.

      Pero aún más, el cristianismo, a diferencia de todas las religiones del mundo, se presenta a sí mismo como historia. El cristianismo no es primordialmente una lista de enseñanzas éticas o un conjunto de reflexiones filosóficas o “verdades” místicas o incluso un compendio de mitos y fábulas. En el corazón del cristianismo se encuentra una afirmación que declara que algo extraordinario ha sucedido en el transcurso del tiempo—algo concreto, real e histórico.

       Una cadena de confiabilidad

      Pero, aun si esto es así, hay otra pregunta que surge en este punto, y es la pregunta que vamos a intentar contestar en la mayor parte de este libro: ¿Son verdaderamente confiables los documentos del Nuevo Testamento— especialmente los cuatro evangelios—como testigos históricos? Es decir, ¿podemos confiar en ellos como información buena y confiable sobre los eventos de la vida de Jesús, especialmente en lo que concierne a Su resurrección, de tal forma que podamos decir, “Sí, estoy completamente seguro de que esto en realidad sucedió”? Por mi parte, yo creo que sí podemos confiar en los documentos del Nuevo Testamento, pero seamos realistas: llegar a esa conclusión tomará algo de trabajo, precisamente porque, al igual que con cualquier otro documento de historia, pueden surgir muchas preguntas sobre su fiabilidad en aspectos diferentes.

      Para comprender lo que quiero decir con esto, míralo de la siguiente manera. Si, por ejemplo, lees en el evangelio de Mateo sobre cualquier evento en particular de la vida de Jesús, puedes contar al menos tres diferentes personas que han editado ese manuscrito, y, por lo tanto, han afectado la historia que estás leyendo de alguna manera u otra. En primer lugar (el más obvio de todos), se encuentra el autor mismo que originalmente escribió la historia. Segundo, por lo menos una persona (tal vez más) copió ese escrito original para transmitirlo a lo largo de los siglos hasta llegar a nuestras manos. Tercero, la persona (o comité) que tradujo esa copia de su lenguaje original a tu propio idioma natal para que ahora lo puedas entender. En cada paso de ese proceso, surgen preguntas que cuestionan seriamente si la historia que estás leyendo es confiable y si es un relato fiable de lo que realmente sucedió. Entonces, si retrocedemos en el tiempo desde hoy hasta al evento en sí, terminas con una cadena de cinco grandes preguntas:

      En primer lugar, ¿podemos estar seguros que la traducción de la Biblia de su lenguaje original a nuestro propio idioma es precisa, o acaso dice cosas que el original jamás dijo?

      Segundo, ¿podemos estar seguros que el escrito original ha sido transmitido con precisión por aquellos que lo copiaron a lo largo de los siglos, o ellos (acaso deliberadamente) añadieron, sustrajeron o cambiaron cosas de tal manera que lo que ahora tenemos ya no es lo que fue escrito originalmente?

      Tercero, ¿podemos estar seguros de que tenemos el conjunto correcto de libros, y que no existe otro conjunto de libros que nos provea una perspectiva diferente—igualmente fiable y plausible—sobre la vida de Jesús? Es decir, ¿podemos estar seguros que estos libros son los inspirados y no otros?

      Cuarto, ¿podemos estar seguros de que los autores originales eran dignos de confianza? Es decir, ¿realmente intentaban darnos un relato preciso de los eventos o tenían otro propósito—por ejemplo, escribir ficción o incluso engañar a la gente?

      Y, finalmente, si podemos estar seguros que los autores en efecto pretendían proveer un relato preciso de los que sucedió, ¿acaso podemos estar seguros de que lo que ellos describieron realmente sucedió? En otras palabras, ¿podemos estar seguros de que lo que ellos escribieron es realmente verdad, o existen mejores razones para pensar que estaban equivocados?

      ¿Lo ves? Si logramos responder cada una de esas preguntas— ¿Traducción? ¿Transmisión? ¿Son estos los libros correctos? ¿Son confiables? ¿Son verdaderos? — con un firme “si”, entonces tendremos una cadena bastante sólida de fiabilidad que podemos trazar desde nosotros hasta los eventos en cuestión. Seremos capaces de decir con confianza:

      1. Que tenemos buenas traducciones de los manuscritos bíblicos disponibles para nosotros,

      2. Que esos manuscritos son copias precisas de lo que fue escrito originalmente,

      3 Que los libros en cuestión son en efecto los libros mejores y correctos,

      4. Que los autores de estos documentos realmente tenían la intención de decirnos con exactitud lo que sucedió, y

      5. Que no hay ninguna razón de peso para creer que estaban equivocados sobre lo que vieron y registraron.1

      De cualquier ángulo en que lo veamos, este sería un fundamento bastante sólido para pensar que realmente podemos aceptar la Biblia como un documento histórico fiable. Y si podemos hacer eso, entonces, por ende, podemos considerar el relato de la Biblia sobre la resurrección de Jesús y decir, “Si, yo realmente creo que eso sucedió. Al igual que creo en cualquier otro evento histórico, así también creo que Jesús resucitó de los muertos”.

       Algunas consideraciones importantes

      Ahora, permíteme decir tres cosas más antes de intentar comenzar a construir ese argumento histórico. Primero, ten en cuenta en todo esto que no estamos buscando lo que podríamos llamar “certeza matemática”. Ese tipo de certeza lógica es posible en matemáticas y algunas veces en la ciencia, pero nunca es posible al lidiar con la historia. Con cualquier evento histórico siempre habrá alguien en algún lugar capaz de inventar una alternativa al relato aceptado. Alguien pudiera decir: “Tal vez César no cruzó el Río Rubicón”. “Tal vez fue uno de sus generales vestido como Cesar, y logró engañar a todos. Sí, sí, sé que no hay ninguna razón para pensar eso, pero aun así es posible y, por lo tanto, no se puede tener seguridad de que César cruzó el Río Rubicón”. ¡Pero por Dios! Si objeciones como estas fueran suficientes para impedirnos sacar conclusiones firmes sobre la historia, jamás seriamos capaces de estar seguros sobre cualquier conocimiento del pasado. Por fortuna, aquí no estamos buscando certeza matemática sino, más bien, confianza histórica. No buscamos ser capaces de decir, “es una certeza matemática y lógica que César cruzó el Rubicón”, sino, más bien, “algunas personas reportan que César cruzó el Rubicón. Creemos que pretendían reportar lo que realmente pasó (y no engañar o inventar mitos), y no existe ninguna buena razón para pensar que estaban equivocados en su reporte. Por lo tanto, podemos estar seguros que Cesar sí cruzó el Río Rubicón”. Ese es el tipo de “certeza” que la historia busca, y demandar algo más es demandar algo que la historia jamás será capaz de otorgar.

      En segundo lugar, ten en cuenta que la certeza histórica provee una confianza suficiente para actuar. En ocasiones he conversado con personas que afirman que no creen en ninguna cosa sin haberla visto o experimentado de primera mano. Si no pueden ver o experimentar algo, dicen ellos, entonces hay muchas dudas de por medio. Ahora bien, a primera vista, esa posición parece tener cierto respeto intelectual; parece ser un razonamiento cuidadoso e inteligente. Pero si lo analizas un poco, te darás cuenta que no hay nadie que viva bajo ese estándar. La verdad es que muchas veces ponemos nuestra confianza en cosas de las que no tenemos conocimiento o experiencia de primera mano. Piensa en esto. Yo no estaba presente cuando la constitución de los Estados Unidos fue ratificada, pero, como estadounidense, vivo con la confianza de que en efecto así fue, y también actúo en base esa confianza. No me niego a votar porque no tenga la certeza matemática de que realmente vivimos bajo una constitución

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