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a fru Olufsdatter.

      —No —replica Diinna sin aliento—. Quiero que seas tú.

      Guía a Diinna hasta la alfombra frente a la chimenea. Mamá está despierta y aviva el fuego para que la luz se derrame sobre el suelo, trae unas mantas y pone agua a calentar. Luego, agarra una tira de cuero para que Diinna la muerda y empieza a hacer sonidos relajantes.

      No les hace falta la correa; Diinna tan solo emite algunos jadeos. Suena como un perro maltratado, gime y se muerde el labio. Maren se coloca junto a su cabeza y mamá le quita la ropa interior. Está mojada y toda la habitación huele al sudor de Diinna. Está empapada; Maren le seca la frente con un paño mientras trata de no mirar el oscuro montículo entre las piernas de Diinna, donde las manos de su madre resbalan y trabajan. Nunca ha visto nacer a un niño, solo animales, y, a menudo, no sobreviven. Intenta desterrar los recuerdos de lenguas flácidas que cuelgan entre mandíbulas blandas.

      —Ya viene —sentencia mamá—. ¿Por qué no nos has avisado antes?

      Diinna apenas puede hablar por el dolor, pero susurra:

      —He golpeado la pared.

      Maren le seca la frente de nuevo y le susurra al oído, disfrutando de la cercanía que el dolor de Diinna les permite, como en los viejos tiempos. Pronto, la luz que atraviesa el fino tejido de las cortinas de la ventana se encuentra con la del fuego y quedan atrapadas en una neblina blanca y brillante. Maren siente que la bruma del mar la envuelve mientras Diinna se aferra a ella como si fuera un ancla para que la mantenga firme entre las mareas del dolor. La besa en la frente y le sabe a sal.

      Cuando por fin llega el momento de empujar, Diinna aletea como un pez fuera del agua y convulsiona contra el suelo.

      —Sujétala —ordena mamá.

      Maren lo intenta, pero nunca ha sido más fuerte que Diinna y no espera serlo ahora. Se sienta detrás para que se apoye en ella y le susurra al oído. Sus propias lágrimas se mezclan con las de su cuñada mientras esta se retuerce y, al final, un grito sale de entre sus piernas y responde a sus lamentos.

      —Es un niño. —La voz de mamá refulge de alegría, aunque esconde un deje de dolor—. Un niño, como pedí en mis oraciones.

      Diinna se deja caer hacia atrás y Maren la recuesta en el suelo, la abraza y le besa las mejillas mientras escucha el estruendo metálico del llanto del bebé. Su madre agarra una cuchilla para cortar el cordón y limpia la sangre que cubre al niño con un trapo. Diinna se aferra a ella en un llanto desconsolado. Las dos tiemblan, empapadas y exhaustas, hasta que mamá codea ligeramente a Maren y coloca el bebé en el pecho de Diinna.

      Es diminuto, tiene la piel arrugada y está pegajoso por la placenta. Sus pestañas oscuras contrastan con sus mejillas níveas. A Maren le recuerda a un pajarillo que encontró en una ocasión. El animal se había caído del nido en el techo de musgo; tenía la piel tan fina que veía cómo se le movían los ojos debajo de los párpados cerrados y los latidos del corazón le sacudían el cuerpecito. En cuanto lo tocó, con la intención de devolverlo al nido, dejó de moverse.

      Al gritar, el bebé levanta los diminutos hombros; está claro que la boquita le funciona. Diinna se baja el camisón y le acerca un pezón oscuro a la boca. Tiene una cicatriz sobre una clavícula, una quemadura que Maren recuerda que la causó una olla llena de agua hirviendo, aunque no se acuerda de quién se la arrojó. Quiere besarla también ahí, para suavizar la piel.

      Mamá termina de limpiarla. Entre lágrimas, se levanta para tumbarse a su lado y posa la mano sobre la de Diinna, que descansa en la espalda del recién nacido. Maren duda un segundo antes de acercar la suya también. El bebé está sorprendentemente caliente y huele a pan fresco y a tela limpia. Siente que el pecho se le encoge, sus anhelos la hieren.

      3 de junio de 1618

      Estimado señor Cornet:

      Le escribo por dos motivos.

      En primer lugar, para agradecerle su generosa misiva del 12 de enero de este año. Aprecio sinceramente sus palabras de felicitación. Me siento honrado de que se me haya nombrado lensmann de Finnmark; como bien dice, esta es una oportunidad de servir a nuestro Señor Dios en ese problemático lugar, que hiede al aliento del Diablo y donde hay mucho trabajo por hacer. El rey Cristián IV busca consolidar la posición de la Iglesia, pero las leyes contra la hechicería se aprobaron hace solo un año y, aunque se inspiran en el Daemonologie, todavía les falta mucho para igualar los logros de nuestro rey Jacobo en Escocia y las islas Exteriores. Ni siquiera se han promulgado todavía en mi nueva provincia. Por supuesto, cuando asuma el cargo el año que viene, procederé a rectificar esta situación.

      Lo cual me lleva al segundo motivo de esta carta. Como sabe, admiro mucho su intervención en el juicio de Kirkwall de 1616 contra la bruja Elspeth Reoch, del que se habló incluso aquí. Como le escribí en su momento, aunque los elogios del público se dirigieron al fanfarrón Coltart, soy consciente del apoyo que prestó y de que fue su pronta actuación la que ayudó a detectar el incidente cuando aún había tiempo. Es justo este camino el que debe tomarse en Finnmark: necesitamos hombres capaces de seguir las enseñanzas del Daemonologie para «descubrir, juzgar y ejecutar a quienes practican los maleficios».

      Así, le escribo para ofrecerle un puesto a mi lado, a fin de acabar con estos males particulares. La causa de muchos de los problemas se encuentra en un sector de la población local, endémico en Finnmark: una comunidad nómada a la que se refieren como «lapones». En cierto modo, se asemejan a los gitanos, pero su magia se sirve del viento y otras condiciones climáticas. Como ya he mencionado, existe una legislación contra este tipo de hechicería, pero no se aplica con la firmeza necesaria.

      Como hombre de las Órcadas, no es necesario que le explique las peculiaridades del clima ni de las estaciones en un lugar como este. Le advierto, empero, de que la situación es grave. Desde la tormenta de 1617 (recordará que se habló de ella en los diarios de Edimburgo; yo mismo me encontraba en ese momento en alta mar y su fuerza se sintió hasta en Spitsbergen y Tromsø), las mujeres han quedado abandonadas a su suerte. La población salvaje lapona se mezcla sin trabas con los blancos. Enfrentarse a su magia no será una tarea fácil. Incluso los marineros acuden a esta brujería del clima. Sin embargo, creo que, con su ayuda y la de un pequeño grupo de hombres capaces y temerosos de Dios, venceremos a la oscuridad incluso en la negrura eterna del invierno. Aun aquí, en los límites de la civilización, las almas deben acceder a la salvación.

      Por supuesto, sus esfuerzos se verían recompensados. Tengo intención de instalarlo en una vivienda de tamaño considerable en Vardø, cerca del castillo donde se encontrará el centro de mi poder. Tras cinco años aquí, le escribiré una carta de recomendación adecuada para cualquier empresa que desee emprender.

      Por favor, medite bien esta oferta. No dudo de que Coltart lo detectaría, pero no es el tipo de hombre que necesito.

      Piénselo, señor Cornet. Esperaré su respuesta.

      John Cunningham (Hans Køning)

      Lensmann del condado de Vardøhus

      Capítulo 5

      Para cuando nace su sobrino, el cuerpo de Maren se ha convertido en algo que ella misma carga con esfuerzo, con lástima y cierta repugnancia. Está hambriento y no la obedece. Cuando se pone en pie, siente como si tuviera burbujas entre los huesos que le explotan en los oídos.

      El dolor no te alimenta, pero te llena. Lo han ignorado hasta ahora, pero cuando Kirsten Sørensdatter solicita permiso para hablar en la kirke, seis meses después de la tormenta, Maren repara por fin en la piel flácida de la mandíbula de la mujer y en las marcadas venas de su madre, que recorren sus brazos con orgullo. Tal vez las demás también se dan cuenta, porque se deshacen de su habitual postura encogida durante los sermones y la observan con atención, erguidas.

      —Las cosas no cambiarán por mucho que esperemos —comienza

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