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Parece que la nieve se irá pronto, pero no hay manera de estar seguras.

      —Estad atentas por si veis ballenas —dice Toril. La luz le ilumina la cara y le marca los huesos bajo la piel. Tiene un aspecto siniestro y a Maren le dan ganas de reírse. Se muerde la parte sensible de la lengua.

      Ya nadie habla de marcharse. Mientras bajan por la colina de vuelta a casa, mamá la agarra del brazo con tanta fuerza que le hace daño y se pregunta si las demás mujeres se sienten como ella: ligadas a aquel lugar, ahora más que nunca. Con ballena o sin ella, con señal o sin ella, Maren ha sido testigo de la muerte de cuarenta hombres. Una parte de ella se siente atada a esta tierra. Atada y atrapada.

      Capítulo 3

      Nueve días después de la tormenta, cuando ya ha llegado el año nuevo, los hombres regresan a ellas. Casi enteros; casi todos. Colocados como ofrendas en la calita negra, o arrastrados por la marea hasta las rocas que hay debajo de la casa de Maren. Tienen que escalar para agarrarlos, con las cuerdas que habían anudado con fuerza para que Erik recogiera los huevos de los nidos de los pájaros entretejidos con el acantilado.

      Erik y Dag están entre los primeros en volver; papá, entre los últimos. Papá solo tiene un brazo y Dag está quemado; una línea negra lo atraviesa desde el hombro izquierdo hasta el pie derecho, lo cual, según mamá, significa que le cayó un rayo.

      —Debió de ser rápido —dice, sin esconder la amargura—. Fácil.

      Maren se acerca la nariz al hombro y se llena los pulmones de su olor.

      Su hermano parece dormido, pero tiene la piel iluminada por esa horrible luz verdosa que ya ha visto en otros cuerpos arrastrados por la marea. Se ahogó. La suya no fue una muerte fácil.

      Cuando Maren tiene que descender por el acantilado, recoge al hijo de Toril, atrapado como madera a la deriva entre las rocas afiladas. Tiene la edad de Erik y su cuerpo se desliza de sus huesos como carne picada en un saco. Maren le aparta el pelo oscuro de la cara y le quita un alga de la clavícula. Edne y ella tienen que atarlo por la cintura, las costillas y las rodillas para mantenerlo de una pieza y llevárselo a su madre. Se alegra de no ver la cara de Toril cuando le traen a su hijo. Aunque la mujer no le gusta demasiado, sus lamentos le atraviesan el pecho como si fueran agujas diminutas.

      El suelo es demasiado duro para cavar, así que acuerdan dejar a los muertos en el cobertizo principal del padre de Dag, donde el frío los mantendrá tan congelados como a la tierra. Pasarán meses antes de que puedan atravesar la superficie para enterrar a sus hombres.

      —¿Y si usamos la vela como sudario? —propone mamá, después de que se lleven a Erik al cobertizo.

      Observa la vela remendada en el centro de la sala, como si Erik ya estuviera debajo de ella. Se encuentra en el mismo sitio donde la dejaron hace casi dos semanas. Maren y su madre la han rodeado, sin querer tocarla, pero Diinna la agarra y niega con la cabeza.

      —Sería un desperdicio —responde, y Maren se alegra; no soporta la idea de enterrar a su padre y a su hermano con nada que tenga que ver con el mar. Diinna dobla la vela con movimientos hábiles mientras la apoya sobre su vientre y, en su gesto decidido, Maren atisba a la chica risueña que se casó con su hermano el verano anterior.

      Sin embargo, Diinna desaparece el día después de que recuperen a Dag y a Erik. Mamá se pone de los nervios porque cree que se ha marchado para criar al niño con su familia sami. Dice algunas cosas horribles, aunque Maren sabe que no habla en serio. Llama a Diinna lapona, puta y salvaje, cosas que Toril o Sigfrid dirían.

      —Siempre lo he sabido —se lamenta—. Nunca debí permitir que se casara con una lapona. No son leales, no son como nosotros.

      Maren se muerde la lengua y le acaricia la espalda. Es cierto que Diinna pasó la infancia viajando y viviendo bajo las estrellas cambiantes, incluso durante el invierno. Su padre es un noaide, un chamán de buena reputación. Antes de que la kirke se estableciera casi de forma definitiva, su vecino Baar Ragnvalsson y muchos otros hombres acudían a él en busca de amuletos contra el mal tiempo. Aquello terminó cuando las nuevas leyes prohibieron ese tipo de prácticas, pero Maren todavía ve en la mayoría de las puertas las figuritas de hueso que los samis dicen que protegen de la mala suerte. El pastor Gursson hacía la vista gorda, aunque Toril y los de su calaña le instaban a que se esforzara más para eliminar tales costumbres.

      Maren sabe que el amor que Diinna sentía por Erik era la razón por la cual había aceptado vivir en Vardø, pero se niega a creer que se marcharía así, después de haber perdido a tantos. Embarazada del bebé de Erik. No sería tan cruel como para arrebatarles lo único que les queda de él.

      Al cabo de una semana, llegan noticias de Kiberg. El cuñado de Edne les cuenta que, aunque perdieron muchos barcos que estaban amarrados en el puerto, solo tres hombres perecieron. Cuando las mujeres se reúnen en la kirke para escuchar el mensaje, la inquietud general crece.

      —¿Por qué no salieron a pescar? —pregunta Sigfrid—. ¿No vieron el banco de peces desde Kiberg?

      Edne niega con la cabeza.

      —Ni tampoco la ballena.

      —Así que nos la enviaron —susurra Toril, y su miedo se extiende por los bancos en olas de murmullos.

      La conversación es demasiado informal para un lugar sagrado, repleta de presagios y ornamentos, pero nadie se resiste a la oportunidad de chismorrear. Las palabras sirven de vínculos con los que unir hechos, que se consolidan con cada relato. Parece que a muchas ya no les importa lo que es verdad o no; están desesperadas por encontrar una razón, un orden a partir del cual reorganizar sus vidas, aunque se base en una mentira. Que la ballena nadaba bocarriba es ya incuestionable y, aunque Maren trata de protegerse del terror que la conversación le provoca, le cuesta mantenerse firme como Kirsten.

      La mujer se ha mudado a la casa de Mads Petersson para cuidar mejor de los renos. Maren la mira, erguida con firmeza junto al púlpito. Apenas han hablado desde que Kirsten las desenterró de la nieve, excepto para intercambiar palabras de consuelo cuando sacaron a los hombres putrefactos del mar. Quiere hablar con ella cuando la reunión en la kirke termina, pero Kirsten ya ha salido por la puerta y se marcha a zancadas hacia su nuevo hogar, con el cuerpo inclinado para enfrentarse al viento.

      Diinna vuelve el día que encuentran a papá. Cuando Maren se entera de su regreso, se oyen gritos en el cobertizo y echa a correr, imaginando todo tipo de desgracias, como otra tormenta, a pesar de que ve que el cielo sin sol está en calma, o que han encontrado a un hombre con vida.

      Hay un grupo de mujeres reunidas alrededor de la puerta, encabezadas por Sigfrid y Toril, con los rostros retorcidos por la ira. Delante están Diinna y otro sami, un hombre bajito y fornido que mira con frialdad a las mujeres. No es el padre de Diinna, pero lleva un tambor de chamán en la cadera. Entre los dos sostienen una pieza enrollada de tela plateada. Al acercarse, mareada por el esfuerzo de la carrera, distingue la corteza de abedul.

      —¿Qué ocurre? —le pregunta a Diinna, pero es Toril quien responde.

      —Quiere enterrarlos con eso. —La mujer roza la histeria. Tiene la barbilla cubierta de saliva—. Como hacen ellos.

      —No tiene sentido usar tela para tantos —repone Diinna—. Es…

      —No permitiré que toquéis a mis hijos con eso. —Toril jadea más que Maren y mira el tambor como si fuera un arma. Sigfrid Jonsdatter asiente con aprobación cuando Toril avanza—. Ni a mi marido. Era un hombre temeroso de Dios, no quiero que os acerquéis a él.

      —No te importó que te ayudase cuando quisiste tener otro hijo —espeta Diinna.

      Toril se lleva la mano al vientre, aunque sus hijos nacieron hace ya mucho tiempo.

      —Eso no es cierto.

      —Todas sabemos que lo es, Toril —dice Maren, incapaz de permanecer en silencio ante una mentira—. Igual que tú, Sigfrid. Muchas habéis acudido a ella o a su padre.

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