Скачать книгу

      Hay un siseo colectivo. Maren da un paso al frente, pero Diinna levanta el brazo.

      —Debería agujerearte la lengua, Toril, a ver si así pierdes algo de veneno. —La aludida se estremece—. Además, ni es brujería, ni es para ellos.

      Diinna mira a Maren. Está preciosa bajo la luz azulada, que le remarca las facciones de la cara y las densas pestañas.

      —Es para Erik.

      —Y para mi padre. —A Maren se le quiebra la voz. No soportaría separarlos. Además, papá adoraba a Diinna y se sentía orgulloso de que su hijo se hubiera casado con la hija de un noaide.

      —¿Ha regresado? —Maren asiente y Diinna se abraza los hombros—. También para herr Magnusson, por supuesto. Los velaremos. Podrá venir cualquiera que lo desee.

      —¿A tu madre le parecerá bien? —Toril acorrala a Maren, que está demasiado cansada como para hacer nada más que asentir. La cabeza le pesa.

      Al final, acuerdan que los hombres que vayan a recibir el rito sami se llevarán al segundo cobertizo, que habría sido la casa de Maren. Solo trasladan a dos junto con Erik y papá: al pobre Mads Petersson, que no tiene familia que hable en su nombre, y a Baar Ragnvalsson, que a menudo subía a las montañas y vestía ropas sami.

      El segundo cobertizo habría sido un buen hogar. Solo la entrada es tan grande como la habitación de Diinna y Erik y la estancia principal no tiene nada que envidiar a la de la casa del padre de Dag, la más grande del pueblo. La cama está dispuesta sobre unos tablones, esperando a que las cuidadosas manos de Dag la monten.

      Se llevan la madera para preparar un fuego y dejan a Erik y a su padre en el suelo desnudo. Maren tiene que llevar a Dag al cobertizo principal; su madre, fru Olufsdatter, no le ha dirigido la palabra, ni siquiera la ha mirado a los ojos.

      Maren arranca a Erik un mechón de pelo oscuro congelado y se lo mete con cuidado en el bolsillo. Cuando deja a Diinna y al noaide en la silenciosa habitación, se dirige al cobertizo principal. Una de las mujeres ha clavado una cruz por encima de la puerta que, más que una bendición para quienes están dentro, parece una advertencia para los que están fuera.

      Cuando llega a casa, mamá está dormida, con el brazo sobre los ojos, como si se escondiera de una pesadilla.

      —¿Mamá? —Quiere hablarle del noaide y del segundo cobertizo—. Diinna ha vuelto.

      No responde. Parece que apenas respira y Maren resiste el impulso de acercarle la mejilla a la boca para comprobar si sigue viva. En vez de eso, saca el mechón de pelo del bolsillo y lo acerca al fuego. Al calentarse, se enrolla y forma uno de los preciosos rizos de Erik. Le hace un corte a su almohada y mete el mechón dentro, con el brezo.

      Todos los días, después de ir a la kirke, Maren vuelve al segundo cobertizo, aunque no se atreve a dormir allí como Diinna y el hombre del tambor. No habla noruego y su nombre es difícil de pronunciar, así que Maren lo llama Varr, vigilante, porque así le parece que suena el principio de su nombre cuando él lo pronuncia, antes de que sus oídos inexpertos se pierdan el resto.

      Cada vez que visita a su padre y a Erik, espera fuera y escucha a Varr y Diinna hablar en su lengua. Siempre se callan en cuanto llama a la puerta y Maren siente que ha interrumpido algo indecente o muy privado. Como si rompiera algo, y se siente torpe solo por estar ahí.

      Habla en noruego con Diinna y esta traduce para Varr. Sus frases siempre son más cortas, como si su lengua tuviera palabras mejores y más precisas para expresar lo que Maren quiere decir. ¿Cómo será tener dos lenguas en la cabeza, en la boca? ¿Mantener una escondida como un oscuro secreto en el fondo de la garganta? Diinna siempre ha vivido a caballo entre Vardø y otros lugares, aparecía de vez en cuando desde que Maren era una niña junto a su silencioso padre, que venía a remendar redes o a tejer amuletos.

      —Vivíamos aquí —le dijo Diinna una vez, cuando Maren aún le tenía un poco de miedo; era una chica con pantalones y un abrigo ribeteado con la piel de un oso que ella misma había despellejado y cosido.

      —¿Esta tierra es vuestra?

      —No. —La voz de la chica fue tan firme como su mirada—. Solo vivíamos aquí.

      A veces, Maren oye el ritmo del tambor, constante como el latido de un corazón, y esas noches duerme mejor, a pesar de los murmullos de las feligresas más severas al respecto. Diinna le explica que el tambor despejará el camino para que los espíritus se separen limpiamente de los cuerpos y que no tengan miedo. Pero Varr nunca toca cuando Maren está cerca. El instrumento es amplio como una artesa, con la piel estirada y tensa sobre un cuenco poco profundo de madera pálida. Tiene algunas marcas pequeñas en la superficie: un reno con un sol y una luna en la cornamenta, hombres y mujeres unidos como cadenas de papel por las manos en el centro y, en la parte inferior, un remolino de horribles criaturas mitad hombres mitad bestias que se retuercen.

      —¿Es el infierno? —pregunta a Diinna—. ¿Y eso el cielo? ¿Somos nosotros los del medio?

      Diinna no se lo traduce a Varr.

      —Todo está aquí.

      Capítulo 4

      A medida que el invierno empieza a liberar Vardø y los almacenes de alimentos se vacían, el sol se eleva cada vez más cerca del horizonte.

      Para cuando nazca el bebé de Diinna y Erik, tendrán días inundados de luz.

      Maren siente que un ritmo tenso se apodera de Vardø, y su rutina se va asentando. Van a la kirke, al cobertizo, se ocupan de las tareas domésticas, duermen. Aunque las líneas que separan a Kirsten y Toril o a Diinna de las otras son cada vez más evidentes, trabajan unidas como los remeros de un bote. Es una cercanía que nace de la exigencia: se necesitan las unas a las otras más que nunca, sobre todo cuando la comida empieza a escasear.

      Les envían algo de grano de Alta y un poco de pescado seco de Kiberg. De vez en cuando, los marineros atracan en el puerto y reman hasta la orilla cargados con pieles de foca y aceite de ballena. Kirsten no se avergüenza de hablar con ellos y cierra buenos tratos, pero empiezan a quedarse sin artículos con que comerciar. Además, cuando llegue el momento de sembrar los campos, nadie vendrá a ayudar.

      Maren aprovecha los ratos libres del día para pasear por el cabo donde Erik y ella jugaban de niños, entre los matorrales de brezo que se recuperan después de un invierno sin sol. Pronto le llegarán a la altura de las rodillas y el aire quedará tan impregnado de su dulce aroma que le dolerán los dientes.

      Por la noche, el duelo es más difícil de soportar. La primera vez que toma una aguja, se le pone la piel de gallina y la deja caer como si le quemase. Todos sus sueños son oscuros y están llenos de agua. Ve a Erik atrapado en botellas cerradas y el enorme agujero del brazo de su padre, lamido por el mar, por el que se atisba el blanco del hueso. Casi siempre viene la ballena; el sombrío casco que es su cuerpo arrasa su mente y no deja nada bueno ni vivo a su paso. A veces, se la traga entera y, otras, la encuentra varada y Maren se tumba a su lado, mirando fijamente al ojo del animal, mientras su hedor le llena las fosas nasales.

      Sabe que mamá también tiene pesadillas, pero duda que se despierte con el sabor de la sal en la lengua y que el mar le salpique el aliento. En ocasiones, Maren se pregunta si habrá sido ella quien ha provocado esta vida para todas con su deseo de pasar tiempo a solas con Diinna y mamá. Aunque Kiberg está cerca y Alta tampoco se encuentra lejos, ningún hombre se ha mudado a la isla. Maren quería pasar tiempo con las mujeres y ahora es lo único que hace.

      Se imagina que Vardø siguiera así para siempre: un lugar sin hombres, pero que sobrevive a pesar de todo. El frío empieza a ceder y los cuerpos se ablandan. Cuando termine el deshielo, enterrarán a los muertos y, con suerte, algunas de las divisiones desaparecerán con ellos.

      Maren añora sentir la tierra bajo las uñas y el peso de una pala en las manos; quiere que Erik y papá descansen por fin, inmaculados en sus mortajas de abedul plateado. Todos los días, comprueba el

Скачать книгу