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aterrorizado por la presencia de una ballena.

      —Ya se habrá ido —había dicho papá. A mamá le dan mucho miedo las ballenas—. Para cuando Erik consiga llevarnos allí con esos bracitos, ya habrá terminado de comer.

      Erik se había limitado a inclinar la cabeza para aceptar un beso de mamá y para que su mujer, Diinna, le presionara la frente con el pulgar, un gesto que los samis creen que ayuda a que los hombres del mar vuelvan a casa. Erik llevó la mano a su vientre un momento, lo que puso de manifiesto lo hinchado que estaba bajo la túnica de punto. Ella le apartó la mano con dulzura.

      —Pronto le darás un nombre. Ten paciencia.

      Más tarde, Maren querría haberse levantado para besarlos a los dos en las rudas mejillas. Desearía haber observado cómo se marchaban hacia el mar vestidos con sus pieles de foca; su padre, con zancadas firmes, y Erik, a trompicones, unos pasos por detrás. Desearía que su marcha le hubiese hecho sentir algo más que agradecimiento porque la dejasen con mamá y Diinna, por la tranquilidad que implicaba que las mujeres se quedaran solas.

      Ahora que había cumplido los veinte y hacía tres semanas que había recibido su primera propuesta de matrimonio, por fin se consideraba una de ellas. Dag Bjørnsson estaba construyendo un hogar para los dos en el segundo cobertizo de su padre y, antes de que el invierno llegara a su fin, lo habría terminado y se casarían.

      Le había contado al oído, con su aliento rozándole la oreja, que tendrían una buena chimenea y una alacena separada para que no cruzara toda la casa con el hacha a cuestas, como hacía su padre. El destello de la maligna herramienta, incluso en las cuidadosas manos de papá, le daba arcadas. Dag lo sabía y lo respetaba.

      Era rubio como su madre y tenía unos rasgos delicados que otros hombres consideraban una debilidad, pero a Maren no le importaba. Tampoco le importaba que le acercase su gran boca a la garganta mientras le hablaba de la sábana que debería tejer para la cama que él construiría para ambos. Y, aunque no sentía nada cuando le acariciaba la espalda vacilante, demasiado suave y demasiado arriba a través del vestido de invierno azul oscuro, esa casa que sería suya, con su cama y su chimenea, le hacía sentir un latido en el bajo vientre. Por la noche, presionaba las manos en los lugares donde había sentido aquel calor, arrastrando sobre las caderas los dedos fríos, lo bastante entumecidos como para que no parecieran los suyos.

      Ni siquiera Erik y Diinna tienen su propia casa: viven en la estrecha habitación que el padre y el hermano de Maren construyeron a lo largo de la pared trasera exterior. La cama ocupa todo el ancho del espacio y se apoya en la misma pared contra la que descansa la de Maren, al otro lado. Las primeras noches que pasaron juntos, se cubrió la cabeza con los brazos mientras respiraba el aroma de la paja húmeda del colchón, pero nunca escuchó ni una respiración. Fue un milagro cuando el vientre de Diinna empezó a crecer. El bebé llegaría justo después del fin del invierno y, entonces, serían tres en la angosta cama.

      Más tarde, pensaría que tal vez también debería haber visto a Dag partir.

      Sin embargo, en vez de eso, agarró la tela dañada y se la extendió sobre las rodillas. No volvió a levantar la vista hasta que ese pájaro, ese ruido o esa corriente de aire llamaron su atención e hicieron que se dirigiera hacia la ventana, donde vio cómo las luces bailaban entre la oscuridad del mar.

      Le crujen los brazos. Acerca el dedo curtido donde lleva la aguja a la otra mano y la cubre con el mitón de lana. Siente el vello de punta y cómo la piel se le tensa. Los barcos siguen remando, todavía firmes bajo una luz titilante; las lámparas brillan.

      Entonces, el mar se eleva y el cielo cae. Un relámpago verdoso lo ilumina todo y engulle la oscuridad con un brillo momentáneo y terrible. La luz y el ruido llaman la atención de mamá, que se acerca a la ventana. El mar y el cielo chocan como una montaña que se parte en dos y sienten escalofríos en las plantas de los pies y a lo largo de la columna. Maren se muerde la lengua y un sabor salado le baja por la garganta.

      Es posible que ambas estén gritando, pero no existen más sonidos que el mar y el cielo, que se tragan las luces de los barcos mientras estos giran, vuelan, vuelcan y desaparecen. Maren sale corriendo hacia el temporal, ralentizada por sus faldas, que se han empapado en cuestión de segundos. Diinna la llama para que vuelva y cierra la puerta tras ella para evitar que el fuego se apague. El peso de la lluvia le hunde los hombros y el viento le azota la espalda. Cierra los puños sin agarrar nada. Grita con todas sus fuerzas; la garganta le dolerá durante días. A su alrededor, otras madres, hermanas e hijas se lanzan a las inclemencias del tiempo; un grupo de figuras oscuras, empapadas y torpes como focas. La tormenta amaina antes de que llegue al puerto, a doscientos pasos de casa, y mira al mar boquiabierta.

      Las nubes suben y las olas caen; las unas se apoyan en las otras en la línea del horizonte, apacibles como un rebaño que duerme.

      Las mujeres de Vardø se reúnen en la orilla de la isla. Algunas siguen gritando, pero los oídos de Maren zumban en silencio. Ante ella, el puerto es una superficie lisa, como un espejo. Tiene la mandíbula paralizada por la tensión y le gotea sangre caliente de la lengua por la barbilla. Se le ha clavado la aguja entre el pulgar y el índice, y ahora tiene una herida con la forma de un círculo perfecto y rosado.

      Mientras observa, un último relámpago ilumina el detestable mar en calma. Entre la negrura, asoman remos, timones y un mástil entero con las velas cuidadosamente estibadas, como bosques submarinos arrancados de raíz. De los hombres, no hay rastro.

      Es Nochebuena.

      Capítulo 2

      Durante la noche, el mundo se torna blanco. La nieve cubre la nieve y se acumula en las ventanas y en el umbral de las puertas. La kirke permanece a oscuras esa Navidad, el día después, como un agujero entre las casas iluminadas que engulle la luz.

      Nieva durante tres días. Diinna se recluye en su estrecha habitación y a Maren le cuesta levantarse a sí misma tanto como a su madre. No comen nada más que pan duro, que les cae como piedras en el estómago. Maren siente la comida demasiado sólida dentro de ella y su cuerpo le parece irreal; tiene la sensación de que el pan rancio de mamá es lo único que la mantiene ligada a la tierra. Si no come, se convertirá en humo y se arremolinará en las cornisas de la casa.

      Para no perder la cabeza, se llena el estómago hasta que le duele y mantiene cerca del fuego todas las partes del cuerpo que puede. Se dice a sí misma que todo lo que las llamas calienten es real. Se levanta el pelo para dejar al descubierto la nuca sucia, extiende los dedos para que el calor los lama y se remanga las faldas hasta que las medias de lana empiezan a chamuscarse y a apestar. «Ahí, ahí y ahí». Los pechos, la espalda y, entre ellos, el corazón están atrapados dentro del ceñido chaleco de invierno.

      El segundo día, por primera vez en años, el fuego se apaga. Papá siempre lo encendía y ellas solo se encargaban de mantenerlo vivo; apilaban los leños por la noche y rompían la capa de ceniza que se formaba por las mañanas para dejar que el calor respirase. En pocas horas, la escarcha cubre sus mantas, a pesar de que Maren y su madre duermen juntas en la misma cama. No hablan, no se desvisten. Maren se cubre con el viejo abrigo de piel de foca de su padre. No la desollaron como debían y emana un ligero hedor a grasa podrida. Mamá se pone el de Erik, de cuando era niño. Tiene los ojos apagados como un salmón ahumado. Maren intenta que coma, pero su madre simplemente se acurruca a su lado en la cama y suspira como una niña. Da las gracias porque la ventana esté cubierta de nieve y no se vea el mar.

      Esos tres días, siente que ha caído a un pozo. El hacha de papá destella en la oscuridad. La lengua se le endurece y se le arruga. La herida que se hizo al morderse durante la tormenta está blanda e hinchada, con un punto duro en el centro. Le preocupa, y la sangre le da sed.

      Sueña con papá y Erik, y se despierta empapada en sudor, con las manos heladas. Sueña con Dag y, cuando abre la boca, la tiene llena de los clavos con los que iban a hacer su cama. Se pregunta si morirán allí, si Diinna ya está muerta y si su bebé se remueve dentro de ella, cada vez más despacio. Se pregunta si Dios vendrá a verlas para decirles que vivan.

      Cuando

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