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alguien que por su aspecto parecía tener autoridad; alguien que, al ser mediodía y estar interrumpidos los trabajos del barco, disfrutaba ahora del descanso de la carga del mando. Estaba sentado en una antigua silla de roble, toda ella ensortijada de curiosas tallas, y cuyo asiento estaba compuesto por un recio entrelazado del mismo material elástico del que estaba construida la cabaña india.

      Nada había, quizá, que fuera muy particular en la apariencia del anciano que vi; era curtido y fornido, como la mayor parte de los marinos viejos, y se arropaba pesadamente en un capote azul de piloto cortado al estilo cuáquero; salvo que había una fina y casi microscópica red de las más menudas arrugas entrelazándose alrededor de los ojos, que debían de haber surgido de su continuo navegar en muchos temporales, y siempre mirando a barlovento... pues esto hace que se arruguen los músculos alrededor de los ojos. Esas arrugas de los ojos resultan muy eficaces al fruncir el ceño.

      —¿Es éste el capitán del Pequod? –dije, avanzando hasta la puerta del cobertizo.

      —Suponiendo que se tratara del capitán del Pequod, ¿qué es lo que vos demandáis de él? –preguntó.

      —Estaba pensando embarcarme.

      —Lo estabais, ¿lo estabais vos? Observo que no sois originario de Nantucket... ¿Habéis estado alguna vez en una lancha desfondada?

      —No, señor, nunca.

      —No sabéis nada en absoluto sobre la pesca de la ballena, oso decir... ¿eh?

      —Nada, señor; aunque no albergo duda alguna de que aprenderé pronto. He hecho varios viajes en el servicio mercante, y creo que...

      —Al diablo el servicio mercante. No mencionéis esa jerigonza. ¿Veis esa pierna?... Si alguna vez volvéis a hablarme del servicio mercante tendré que sacar esa pierna de vuestra popa. ¡Servicio mercante, decís! Supongo, además, que os sentís considerablemente orgulloso de haber servido en esos barcos mercantes. Pero, ¡palmas de ballena! Muchacho, ¿qué os hace desear ir en un ballenero, eh?... Parece un poco sospechoso, ¿eh?... ¿No habréis sido pirata?, ¿o sí lo fuisteis?... ¿No robaríais a vuestro último capitán?, ¿o sí lo hicisteis?... ¿No estaréis pensando en asesinar a los oficiales una vez os halléis en la mar?

      Defendí mi inocencia en estas cuestiones. Observé que bajo la máscara de estas insinuaciones medio burlescas este viejo marino, como aislado cuáquero de Nantucket, estaba cargado de sus prejuicios insulares, y tendía a desconfiar de todos los extraños, a no ser que procedieran de cabo Cod o del Vineyard.

      —Mas ¿qué os hace ir a la pesca de la ballena? Eso es lo que deseo saber antes de pensar en embarcaros.

      —Bueno, señor, quiero saber qué es la pesca de la ballena. Quiero ver el mundo.

      —Queréis saber qué es la pesca de la ballena, ¿eh? ¿Habéis echado un ojo al capitán Ajab?

      —¿Quién es el capitán Ajab, señor?

      —Sí, sí, eso me pareció. El capitán Ajab es el capitán de este barco.

      —Estoy equivocado, entonces. Creí estar hablando con el capitán en persona.

      —Estáis hablando con el capitán Péleg... con ése es con quien estáis hablando, joven. Nos corresponde a mí y al capitán Bildad cuidar de que el Pequod esté equipado para el viaje, y pertrechado de todas sus necesidades, incluyendo tripulación. Somos copropietarios y agentes. Mas, como iba a decir, si deseáis saber qué es la pesca de la ballena, como decís que deseáis, puedo poneros en camino de descubrirlo antes de que os comprometáis a ello más allá de la posibilidad de rectificar. Echad un ojo al capitán Ajab, joven, y descubriréis que sólo tiene una pierna.

      —¿Qué quiere decir, señor? ¿Fue perdida la otra por obra de una ballena?

      Me alarmé un poco por su arranque, también, quizá, me afectó un poco el sentido pesar de su exclamación final, pero, con toda la calma que pude, dije:

      —Lo que dice es, sin duda, totalmente cierto, señor; pero ¿cómo podía yo saber que existía una peculiar ferocidad en esa particular ballena, aunque, en efecto, pudiera haber inferido tanto así del simple hecho del accidente?

      —Atended, joven; vuestros pulmones son de tipo fofo, ¿lo veis? No habláis con ningún mordiente. ¿Seguro que habéis navegado con anterioridad? ¿Estáis seguro?

      —Señor –dije yo–, creo haberle dicho que había hecho cuatro viajes en el servicio…

      —¡Acabad con eso! Recordad lo que dije del servicio mercante... no me incomodéis... no lo voy a admitir. Mas entendámonos. Os he proporcionado un indicio de lo que es la pesca de la ballena; ¿todavía os sentís atraídos por ella?

      —Lo estoy, señor.

      —Muy bien. Veamos: ¿sois vos el hombre que lanzaría un arpón a la garganta de una ballena viva y que luego saltaría tras él? ¡Responded, rápido!

      —Lo soy, señor, si fuera positivamente indispensable hacerlo; no para ser aniquilado, quiero decir; que supongo que no es de lo que se trata.

      —Bien de nuevo. Veamos ahora: ¿no deseabais ir a pescar ballenas sólo para descubrir por experiencia lo que es la pesca de la ballena, sino que también deseáis ir con objeto de ver el mundo? ¿No fue eso lo que dijisteis? Me pareció que era así. Bien está, id entonces allá y echad una ojeada sobre la amura de barlovento, y volved después y decidme qué es lo que veis allí.

      Durante un momento me quedé algo perplejo ante su curioso requerimiento, sin saber exactamente cómo tomármelo, si en broma o en serio. Pero, concentrando todas sus patas de gallo en un fruncido ceño, el capitán Péleg me hizo dirigirme al recado.

      Al avanzar y mirar sobre la amura de barlovento me di cuenta de que el barco, borneando al ancla con la marea, estaba en ese momento señalando oblicuamente hacia el océano abierto. El panorama era ilimitado, pero excesivamente monótono y desabrido; sin la menor variedad, que yo viera.

      —Bien, ¿cuál es el informe? –dijo Péleg cuando volví–, ¿qué habéis visto?

      —No mucho –repliqué–, nada, excepto agua; aun así, un horizonte considerable, y se aproxima una tormenta, creo.

      —Bien, ¿qué es lo que pensáis, entonces, acerca de ver el mundo? ¿Deseáis doblar el cabo de Hornos para ver algo más de él, eh? ¿No podéis ver el mundo desde donde estáis?

      Quedé un poco tocado, pero a pescar ballenas había de ir, y lo haría; y el Pequod era tan buen barco como cualquiera –yo creía que el mejor–, y todo esto se lo repetí entonces a Péleg. Al verme tan decidido, expresó su disposición a enrolarme.

      —Y podéis también firmar los papeles al momento –añadió–:seguidme –y así diciendo, me condujo bajo cubierta, a la cabina.

      Sentado en el yugo estaba lo que me pareció una figura muy inusual y sorprendente. Resultó ser el capitán Bildad, que junto al capitán Péleg era uno de los principales propietarios del navío; las otras participaciones, como suele ser el caso en estos puertos, estaban en manos de un montón de rentistas: viudas, huérfanos y tutores judiciales, que poseían cada uno de ellos más o menos el valor del extremo de una cuaderna, o un pie de plancha, o uno o dos clavos del barco. Las gentes de Nantucket invierten su dinero en navíos balleneros del mismo modo que vosotros invertís el vuestro en bonos estatales garantizados, que aportan un buen interés.

      Ahora bien, Bildad, lo mismo que Péleg y que de hecho muchos otros nativos de Nantucket, era un cuáquero, pues la isla había sido originalmente colonizada por esa secta; y hasta el día de hoy sus habitantes mantienen por lo general, en modo poco usual, las peculiaridades de los cuáqueros, aunque modificadas de anómala y variada manera por cuestiones completamente ajenas

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