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embarcado. Y era especialmente el aspecto de los tres principales jefes del barco, los oficiales, lo que estaba más convincentemente calculado para aliviar estos desvaídos recelos, y para inducir confianza y jovialidad en cada episodio de la expedición. Tres mejores y más apropiados oficiales y hombres, cada uno a su manera, no se podrían haber encontrado fácilmente, y eran, todos y cada uno de ellos, americanos; uno de Nantucket, otro del Vineyard y un hombre del Cabo. Ahora bien, al ser en Navidad cuando el barco zarpó de puerto, durante algunos días tuvimos un cortante tiempo polar, si bien constantemente escapábamos de él hacia el sur; y con cada grado y cada minuto de latitud que navegábamos, dejábamos gradualmente tras nosotros ese despiadado invierno y toda su intolerable meteorología. Fue una de esas mañanas de la transición, menos encapotadas, aunque aún suficientemente grises y melancólicas, mientras el barco, con viento franco, surcaba apresurado el agua en una especie de vindicativo rebotar y de melancólica presteza, que al encaramarme a cubierta al toque de la guardia de alba, tan pronto como alineé mi vista hacia el coronamiento, agoreros escalofríos me recorrieron el cuerpo. La realidad dejó atrás a la aprensión: el capitán Ajab se erguía sobre el alcázar.

      El lúgubre aspecto general de Ajab, y la lívida señal que lo marcaba, me afectaron de tan patente manera que durante los primeros momentos iniciales apenas noté que no poco de su sobrecogedora desolación se debía a la barbárica pierna blanca sobre la que parcialmente se sostenía. Previamente me había enterado de que esta pierna de marfil había sido confeccionada en el mar a partir del hueso pulido de una mandíbula de cachalote.

      —Sí, le desarbolaron en aguas del Japón –dijo en una ocasión el viejo indio de Gay-Head–; pero lo mismo que su desarbolado navío, embarcó otro mástil sin venir por él a casa. Tiene una aljaba llena de ellos.

      Me llamó la atención la singular postura que mantenía. En cada lado del alcázar del Pequod, y muy cerca de los obenques de mesana, había una cavidad de broca, taladrada en la plancha una media pulgada más o menos. Su pierna de hueso sujeta en esa cavidad, un brazo elevado y agarrándose a un obenque, el capitán Ajab se erguía, mirando derecho más allá de la proa, que nunca cesaba de cabecear. En la fija e intrépida premeditación de esa mirada había una infinitud de la más firme fortaleza, una determinada, inquebrantable tenacidad. No dijo una palabra, ni tampoco sus oficiales le dijeron nada a él; aunque en todos sus minúsculos gestos y expresiones mostraron claramente la incómoda, si no hiriente, conciencia de estar bajo un atormentado ojo de patrón. Y no sólo eso, sino que el taciturno Ajab se presentaba ante ellos con una crucifixión en su rostro; con toda la innominada, regia y autoritaria dignidad de una intensa aflicción.

      No mucho después de su primera visita al aire libre, se retiró a la cabina. Pero tras esa mañana pudo ser visto por la tripulación cada día; bien de pie en su cavidad de pivote, bien sentado en un taburete de marfil que tenía, o bien paseando pesadamente la cubierta. Al tornarse el cielo menos sombrío; al empezar, de hecho, a resultar un poco agradable, se recluyó cada vez menos, como si cuando zarpó el barco de puerto la muerta desolación ventosa del mar hubiera sido lo único que le hubiera mantenido así recluido. Y poco a poco llegó a suceder que estaba casi continuamente al aire libre; aunque hasta el momento, para todo lo que decía o perceptiblemente hacía en la por fin soleada cubierta, parecía allí tan innecesario como otro mástil. Mas el Pequod sólo estaba ahora en travesía, no navegando regularmente; los oficiales eran competentes para prácticamente todos los preparativos de la pesca que necesitaban supervisión, así que había poco o nada, aparte de sí mismo, que ahora ocupara o interesara a Ajab, liberándose así, durante ese intervalo, de las nubes que, capa sobre capa, estaban apiladas sobre su frente, pues todas las nubes escogen siempre las cumbres más elevadas para apilarse sobre ellas.

      No obstante, no mucho después, la cálida, gorjeante persuasividad del agradable tiempo vacacional al que arribamos pareció sacarle mediante hechizos de su temperamental condición. Pues lo mismo que cuando en el momento en que las bailarinas de sonrosadas mejillas, Abril y Mayo, viajan al hogar de los invernales y misantrópicos bosques, incluso el viejo roble más pelado y recio, más partido por el trueno, hace surgir finalmente unos pocos brotes verdes para dar la bienvenida a visitantes de tan jovial corazón, así Ajab, finalmente, respondió un poco a los juguetones atractivos de ese aire femenil. Más de una vez dejó salir el leve brote de una mirada que en cualquier otro hombre pronto hubiera florecido en una sonrisa.

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