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peligro; el valor en él no era un sentimiento, sino algo simplemente útil para sí mismo, y siempre disponible en todas las ocasiones auténticamente mortales. Aparte, quizá pensaba que en esta empresa de la pesca de la ballena el valor era uno de los productos básicos del equipamiento del barco, como la carne de buey y el pan, y que no debía desperdiciarse tontamente. Debido a lo cual, no le agradaba arriar por ballenas tras la puesta del sol; y tampoco persistir en combatir un pez que insistía demasiado en combatirle a él. Pues, pensaba Starbuck, estoy aquí, en este comprometido océano, para matar ballenas y ganarme la vida, y no para que ellas me maten y se ganen la suya; y bien sabía Starbuck que cientos de hombres habían muerto así. ¿Qué fatalidad había sido la de su propio padre? ¿Dónde, en las insondadas profundidades, podría encontrar los miembros arrancados de su hermano?

      Con recuerdos como éstos en él, y más aún siendo dado, tal como se ha dicho, a una cierta superstición, la valentía de este Starbuck, que no obstante aún podía florecer, debía, efectivamente, haber sido extrema. Pero no estaba en la razonable naturaleza que un hombre tan organizado, y con tan terribles experiencias y recuerdos como él tenía; no estaba en la naturaleza razonable que esto latentemente debiera dejar de engendrar en él un elemento que bajo circunstancias favorables rompería su confinamiento y consumiría toda su valentía. Y por muy osado que él fuera, su osadía era del tipo observable especialmente en algunos hombres intrépidos, que, aunque manteniéndose generalmente firmes en el conflicto con los mares, o los vientos, o las ballenas, o cualquiera de los ordinarios horrores irracionales del mundo, aun así no pueden resistir esos terrores, más terroríficos por más espirituales, que a veces te amenazan desde la concentrada frente de un hombre poderoso y encolerizado.

      Mas si la narrativa subsiguiente fuera a revelar en alguna ocasión el absoluto sometimiento de la fortaleza del pobre Starbuck, apenas podría yo tener corazón para escribirla; pues es algo extremadamente penoso, qué digo, repulsivo, exponer el derrumbe del valor en el alma. Los hombres pueden parecer tan detestables como las sociedades anónimas y las naciones; villanos, necios y asesinos puede haberlos; los hombres pueden tener rostros mezquinos y endebles; pero el hombre, en el ideal, es tan noble y tan brillante, una criatura tan grandiosa y refulgente, que sobre toda imperfección en él, todos sus semejantes deberían apresurarse a lanzar sus más caros ropajes. Esa inmaculada humanidad que sentimos dentro de nosotros, tan profundamente dentro de nosotros que permanece intacta aunque todo el carácter exterior parezca haber desaparecido, sangra con la angustia más aguda ante el espectáculo desarropado de un hombre arruinado en su valor. Y no puede la propia piedad, ante tal vergonzosa visión, reprimir totalmente sus reconvenciones a las estrellas que lo permiten. Mas esta augusta dignidad de la que trato no es la dignidad de los reyes y los mantos, sino esa pródiga dignidad que no posee investidura ceremonial. Vos la veréis reluciendo en el brazo que empuña un pico o clava un clavo; esa democrática dignidad que, en todo semejante, irradia sin fin desde Dios; ¡Él mismo! ¡El gran Dios absoluto! ¡El centro y circunferencia de toda democracia! ¡Su omnipresencia, nuestra divina igualdad!

      Si entonces a los más míseros marineros, y renegados y náufragos, de aquí en adelante adscribiera elevadas cualidades, bien que oscuras; si tejiera a su alrededor trágicas gallardías; si incluso el más apesadumbrado, quizá el más humillado de entre todos ellos se elevara a veces a las exaltadas cumbres; si tocara ese brazo de obrero con cierta luz etérea; si desplegara un arco iris sobre su devastador ocaso; entonces, ¡contra todos los críticos mortales, amparadme en ello, Vos, justo espíritu de la igualdad, que habéis desplegado un manto regio de humanidad sobre toda mi especie! ¡Amparadme en ello, Vos, gran democrático Dios!, que no negasteis al bronceado convicto Bunyan la pálida, poética perla; Vos, que ataviasteis de hojas del más fino de los oros, doblemente martilladas, el mocho y empobrecido brazo del viejo Cervantes; Vos, que recogisteis a Andrew Jackson del pedregal; que le lanzasteis sobre un caballo de batalla; ¡que le detonasteis más alto que un trono!; Vos, que en todas vuestras poderosas marchas terrenas, siempre escogisteis vuestros más selectos campeones de entre la regia plebe: ¡amparadme en ello, oh, Dios!

      Capítulo 27

      Puede que aquello que, junto con otras cuestiones, hacía de Stubb un hombre tan osado y flemático, que cargaba tan alegremente con el peso de la vida en un mundo lleno de buhoneros apesadumbrados, todos doblados hasta el suelo con sus cargas, aquello que le ayudaba a sacar fuera ese casi impío buen humor suyo; aquello debía ser su pipa. Pues, lo mismo que la nariz, su pequeña y corta pipa negra era uno de los rasgos constituyentes de su rostro. Casi antes esperarías que saliera de su compartimento sin su nariz que sin su pipa. Allí mantenía una fila entera de pipas sujetas en un anaquel, dispuestas y cargadas, a fácil alcance de la mano; y cada vez que se retiraba, las fumaba todas en sucesión, encendiendo una con la otra hasta el final del capítulo; cargándolas después otra vez para que estuvieran dispuestas de nuevo. Pues, cuando Stubb se vestía, en lugar de primero poner las piernas en sus pantalones, ponía su pipa en la boca.

      Digo yo que este continuo fumar debe haber sido al menos una causa de su peculiar disposición; pues todo el mundo sabe que este aire terrestre, ya sea en tierra o a flote, está terriblemente infectado por las innominadas miserias de los innumerables mortales que han muerto exhalándolo; y al igual que en época de cólera algunas personas se desplazan de un lado a otro con un pañuelo alcanforado en la boca, así, de igual manera, contra todas las mortales tribulaciones, el humo de tabaco de Stubb podría haber actuado como una especie de agente desinfectante.

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