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de pescadores, vi a la vaca moteada de Oseas alimentándose de restos de pescado y andando por la arena con cada pezuña metida en la cabeza cortada de un bacalao, con aire muy de andar en zapatillas, os lo aseguro.

      Concluida la cena, recibimos una lámpara e indicaciones de la señora Hussey sobre el camino más corto hacia la cama; pero cuando Queequeg iba a precederme escaleras arriba, la señora extendió el brazo y le pidió su arpón: no permitía arpones en sus estancias.

      —¿Por qué no? –dije yo–. Todo ballenero que se precie duerme con su arpón.... ¿Y por qué no?

      —Porque es peligroso –dijo ella–. Desde que el joven Stiggs, al regresar de aquella desafortunada expedición suya, en la que estuvo ausente tres años y medio para sólo tres barriles de saín, fue encontrado muerto en la parte de atrás de mi primer piso, con su arpón en el costado, desde entonces no permito que los huéspedes metan por la noche armas tan peligrosas en sus habitaciones. Así que, señor Queequeg –pues se había aprendido su nombre–, me voy a hacer con aquí este hierro y se lo guardaré hasta mañana por la mañana. Pero el chowder: ¿almeja o bacalao para el desayuno de mañana, señores?

      —Ambos –dije yo–, y pónganos un par de arenques ahumados para que haya variedad.

      Capítulo 16

      El barco

      En la cama preparamos nuestros planes para el día venidero. Aunque, para sorpresa mía y no escasa preocupación, Queequeg me dio ahora a entender que había estado consultando cuidadosamente con Yojo –el nombre de su pequeño dios negro– y que Yojo le había dicho dos o tres veces, e insistido con fuerza en ello de todo modo, que en lugar de ir juntos a recorrer la flota ballenera fondeada, y elegir de mutuo acuerdo nuestra nave; en lugar de ello, digo, Yojo decretaba con severidad que la selección del barco había de recaer totalmente sobre mí, pues Yojo se proponía ayudarnos; y, con objeto de hacerlo, ya se había decidido por una nave, la cual yo, Ismael, si se me dejaba por mí mismo, infaliblemente descubriría, como si a todas luces hubiera ocurrido por azar; y en ese navío debía inmediatamente embarcarme, sin tener en cuenta a Queequeg por el momento.

      He olvidado mencionar que en muchos asuntos Queequeg depositaba gran confianza en la excelencia de juicio y sorprendente presciencia de Yojo; y que apreciaba a Yojo con considerable estima como dios de bastante buena índole, que en conjunto quizá tenía bastante buena intención, aunque en sus benevolentes designios no siempre tenía éxito.

      Por lo que a mí se me alcanza, puede que en vuestros días vierais muchas naves notables… lugres de proa chata, gigantescos juncos japoneses, galeotas cuadradas, y demás; pero aceptad mi palabra, nunca visteis navío tan viejo y extraño como este mismo viejo y extraño Pequod. Era un barco de la vieja escuela, más bien pequeño, si acaso; con una apariencia de mueble de pata de garra pasado de moda. Largamente curado y teñido por las inclemencias de los tifones y las calmas de los cuatro océanos, la complexión de su viejo casco se había curtido lo mismo que la de un viejo granadero francés, que tanto ha combatido en Egipto como en Siberia. Su venerable proa parecía barbada. Sus mástiles... cortados en alguna parte de la costa del Japón, donde los originales se perdieron por la borda en una galerna... sus mástiles se erigían tiesos como las columnas vertebrales de los tres viejos reyes de Colonia. Sus vetustas cubiertas estaban desgastadas y alabeadas, como la losa de peregrinos venerada en la catedral de Canterbury, donde Becket vertió su sangre. Pero a todas estas remotas antigüedades suyas se añadían nuevos y maravillosos elementos vinculados a la feroz actividad a la que se había dedicado durante más de medio siglo. El viejo capitán Péleg, su primer oficial durante muchos años –antes de que comandara otra nave de su propiedad–, y ahora marino retirado y uno de los principales propietarios del Pequod... este viejo Péleg, durante el periodo en que había sido su primer oficial, había incrementado su original naturaleza grotesca, y lo había taraceado todo él con una excentricidad, tanto en la materia como en el artificio, por nada igualada, excepto, quizá, por el escudo o el cabecero tallado de Thorkill-Hake. Estaba aparejado como cualquier bárbaro emperador etíope, su cuello cargado de colgantes de marfil pulido. Era objeto de despojos de vencedor. Un navío caníbal, que se adornaba con los huesos de sus enemigos capturados. A todo su alrededor, sus abiertas amuradas sin panelar, como una quijada continua, estaban decoradas con los grandes dientes afilados del cachalote, allí insertados a modo de cabillas a las que sujetar sus viejos ligamentos y tendones de cáñamo. Esos ligamentos no corrían a través de motones de madera terrestre, sino que, expeditos, pasaban sobre roldanas de marino marfil. Desdeñando una rueda de torniquete en su venerado timón, mostraba allí una caña; y esa caña estaba tallada en una pieza de la larga y estrecha mandíbula inferior de su hereditario enemigo. El timonel que con esa caña gobernaba en una tempestad se sentía como el tártaro cuando retiene su feroz corcel haciendo presa en su quijada. ¡Un noble navío, pero en cierto modo uno de lo más melancólico! Todo lo noble está de eso tocado.

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