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por la propensión caníbal que cultivó en su indisciplinada juventud.

      Un barco de Sag-harbor visitó la bahía de su padre, y Queequeg pidió un pasaje a tierras cristianas. Pero el barco, al tener su dotación de marineros completa, rechazó su instancia; y ni siquiera toda la influencia de su padre, el rey, pudo conseguirlo. Mas Queequeg hizo un voto. Él solo en su canoa remó hasta un lejano estrecho que sabía que el barco debía atravesar cuando dejara la isla. De un lado había un arrecife de coral; del otro una lengua de tierra baja, cubierta con matorral de mangle que crecía hacia el agua. Ocultando su canoa todavía a flote entre este matorral, con su proa hacia el mar, se sentó en la popa, el remo abajo en la mano; y cuando el barco pasaba deslizándose, salió lanzado como un relámpago; ganó su costado; volcó con el pie su canoa y la hundió; trepó por las cadenas; y tirándose todo lo largo que era sobre la cubierta, se aferró allí a un cáncamo de argolla y juró no soltarse aunque lo despedazaran.

      En vano amenazó el capitán con tirarle por la borda, suspendió un alfanje sobre sus desnudas muñecas: Queequeg era el hijo de un rey, y Queequeg no se apartó. Movido por su desesperado arrojo y su feroz deseo de visitar la cristiandad, el capitán finalmente transigió, y le dijo que podía acomodarse. Mas este distinguido joven salvaje... este príncipe de Gales del mar, nunca vio la cabina del capitán. Le pusieron entre los marineros, e hicieron de él un ballenero. Y al igual que el zar Pedro, que se mostró conforme a trabajar en los astilleros de ciudades extranjeras, Queequeg no desdeñó ninguna aparente ignominia si con ello quizá podía obtener potestad para ilustrar a sus incultos compatriotas. Pues en el fondo –eso me dijo– le movía un profundo deseo de aprender entre los cristianos las artes con las que hacer a su gente todavía más feliz de lo que era y, más que eso, todavía mejor de lo que era. Pero, ¡ay!, las prácticas de los balleneros pronto le convencieron de que incluso los cristianos pueden ser miserables, y también perversos; infinitamente más que todos los paganos de su padre. Llegado finalmente al viejo Sag-harbor y viendo lo que los marineros hacían allí; yendo entonces a Nantucket, y viendo cómo gastaban sus pagas también en aquel lugar, el pobre Queequeg se dio por vencido. Es un mundo perverso en todos los meridianos, pensó: moriré pagano.

      Y así un viejo idólatra de corazón vivía no obstante entre estos cristianos, llevaba sus ropas y trataba de hablar su galimatías. De ahí sus extrañas maneras, a pesar de llevar ya cierto tiempo lejos de su hogar.

      Por medio de señas, le pregunté si no se proponía volver y ser coronado, dado que ya podía considerar a su padre fallecido, pues, según los últimos informes, estaba muy viejo y débil. Me contestó que no, que aún no; y añadió que temía que la cristiandad, o más bien los cristianos, le hubieran hecho inmerecedor de ascender al puro e impoluto trono de treinta reyes paganos anteriores a él. Pero volvería, dijo, con el tiempo... Tan pronto como se sintiera de nuevo bautizado. Por el momento, sin embargo, se proponía navegar de un lado a otro, y echar una cana al aire por todos los cuatro océanos. Habían hecho de él un arponero, y ese hierro garfiado ocupaba ahora el lugar de un cetro.

      Le pregunté cuál podría ser su propósito inmediato en lo tocante a sus movimientos futuros. Me contestó que hacerse de nuevo a la mar en su antigua vocación. Ante lo cual le dije que la pesca de la ballena era mi propio objetivo, y le informé de mi intención de zarpar desde Nantucket, al ser el puerto más prometedor desde donde embarcarse para un ballenero inquieto. Inmediatamente decidió acompañarme a esa isla, enrolarse a bordo de la misma nave, meterse en la misma guardia, la misma lancha, el mismo turno de comida que yo, en pocas palabras, compartir mi entera suerte; con mis dos manos en las suyas, audazmente meter la cuchara en la cazuela de ambos mundos. A todo esto yo asentí jubilosamente; pues aparte del afecto que sentía ahora por Queequeg, él era un experimentado arponero, y como tal no podía dejar de ser de gran utilidad para alguien que, como yo, bien que familiarizado con el mar tal como les es conocido a los marinos mercantes, era enteramente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena.

      Terminada su historia con la última agonizante bocanada, Queequeg me abrazó, presionó su frente contra la mía y, apagando la luz de un soplido, nos dimos la vuelta alejándonos el uno del otro, a este y aquel lado, y muy pronto estuvimos durmiendo.

      Capítulo 13

      Carretilla

      A la mañana siguiente, lunes, tras vender la cabeza embalsamada a un barbero, para que fuera usada de fraustina, me ocupé de mi propia cuenta y de la de mi camarada; empleando, empero, el dinero de mi camarada. Al sonriente posadero, lo mismo que a los huéspedes, parecía hacerles una enorme gracia la repentina amistad que había surgido entre Queequeg y yo... En especial, dado que los enredos de Peter Coffin tanto me habían alarmado previamente en relación con la misma persona con la que ahora estaba en compañía.

      Pedimos prestada una carretilla, y embarcando nuestras pertenencias, incluyendo mi propia pobre talega, y el saco de lona y el coy de Queequeg, allá nos fuimos al Musgo, la pequeña goleta paquebote de Nantucket atracada en el muelle. Mientras íbamos de camino, la gente se quedaba mirando; no tanto por Queequeg –pues estaban habituados a ver a caníbales como él en sus calles–, sino por ver­­nos a él y a mí en tan confidenciales términos. Pero no les prestamos atención, seguimos el camino, empujando la carretilla por turnos, y Queequeg deteniéndose de vez en cuando para ajustar la vaina en los garfios de su arpón. Le pregunté por qué se llevaba un objeto tan conflictivo con él a tierra, y si no todos los barcos balleneros disponían de sus propios arpones. A esto, en sustancia, replicó que, aunque lo que yo apuntaba era efectivamente cierto, no obstante, él tenía particular aprecio a su propio arpón, pues era de material avalado, bien probado en muchos combates mortales y profundo conocedor de los corazones de las ballenas. Brevemente, como muchos cosechadores y segadores de tierra firme, que van a los campos de los granjeros armados con sus propias hoces –aunque en modo alguno obligados a aportarlas–, del mismo modo, Queequeg, por sus propias particulares razones, prefería su propio arpón.

      Al pasar la carretilla de mis manos a las suyas, me contó una graciosa historia sobre la primera carretilla que había visto en su vida. Ocurrió en Sag-harbor. Al parecer, los propietarios de su barco le habían prestado una en la que llevar su pesado baúl a la casa de huéspedes. Para no parecer ignorante con respecto al objeto –aunque en realidad lo era absolutamente en lo que respecta al modo acertado de manejar la carretilla–, Queequeg puso su baúl sobre ella; lo ató firmemente; y entonces se cargó al hombro la carretilla y avanzó por el muelle.

      —Pero Queequeg –dije yo–, uno diría que tenías que haber estado más avispado. ¿No se rio la gente?

      Ante lo cual me contó otra historia. Las gentes de su isla de Kokovoko, parece ser, en sus fiestas nupciales exprimen la fragante agua de los cocos nuevos en una gran calabaza seca, como si se tratara de una ponchera; y esta ponchera siempre constituye el gran ornamento central de la estera trenzada en la que se celebra la fiesta. Ahora bien, un cierto notorio barco mercante arribó una vez a Kokovoko, y su comandante... según todas las fuentes un muy señorial puntilloso caballero, al menos en lo que le cabe a un capitán de barco... este comandante fue invitado a la fiesta nupcial de la hermana de Queequeg, una bonita princesa joven que acababa de cumplir diez años. Bien; cuando todos los invitados a la boda estaban reunidos en la cabaña de bambú de la novia, este capitán entra, y al asignársele el puesto de honor, se le coloca junto a la ponchera, y entre el gran sacerdote y Su Majestad el rey, el padre de Queequeg. Dichas las bendiciones... pues estas gentes tienen bendiciones, lo mismo que nosotros... aunque Queequeg me dijo que, a diferencia de nosotros, que en esos momentos miramos hacia abajo, a nuestros platos, ellos, por el contrario, copiando a los patos, miran hacia arriba, al gran organizador de todas las fiestas... dichas las bendiciones, digo, el gran sacerdote inició el banquete con la inmemorial ceremonia de la isla; esto es, introducir sus consagrados y consagradores dedos en la ponchera antes de que circule la bebida bendecida. Viéndose el capitán situado junto al sacerdote, observando la ceremonia, y pensando que él... al ser capitán de barco... tenía evidente precedencia sobre un mero rey de isla, especialmente en la propia casa del rey... tranquilamente procedió a lavarse las manos en la ponchera; tomándola, supongo, por un aguamanil.

      —Ahora –dijo Queequeg–, ¿qué piensas ahora? ¿No se rio nuestra gente?

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