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sólo que en él hay mucho más. Sí, sí, sé que nunca fue muy jovial; y sé que durante el viaje de retorno estuvo una temporada un poco fuera de sus cabales; pero fueron los agudos e intensos dolores en su sangrante muñón los que provocaron aquello, como cualquiera podría apreciar. También sé que desde que en el último viaje perdió su pierna por esa maldita ballena, ha estado un poco taciturno... desesperadamente taciturno, y furioso a veces; pero eso pasará. Y de una vez por todas permitidme deciros y aseguraros, joven, que es mejor navegar con un buen capitán taciturno que con uno malo risueño. Así que adiós, os digo... y no ofendáis al capitán Ajab por darse la circunstancia de que tenga un nombre perverso. Además, muchacho, tiene una mujer... no lleva casado tres expediciones... una muchacha dulce y resignada. Pensad en ello; de esa dulce muchacha ese anciano tiene un hijo: ¿concebís vos, entonces, que pueda haber algo grave, irreparablemente dañino en Ajab? No, no, amigo mío; aunque esté herido y agostado, ¡Ajab tiene su humanidad!

      Mientras me alejaba, iba absorto en reflexiones; lo que incidentalmente se me había revelado del capitán Ajab me llenaba de una cierta singular incertidumbre de sufrimiento a él referida. Y de alguna manera en ese momento sentía hacia él simpatía y pena, pero por qué no lo sé, a no ser que fuera por la cruel pérdida de su pierna. Y aun así también sentía un extraño temor hacia él; mas esa especie de temor, que en modo alguno puedo describir, no era exactamente temor; no sé lo que era. Pero lo sentía; y no me hacía inclinarme en su contra, sino que sentía impaciencia ante lo que parecía un misterio en él, a pesar de lo imperfectamente que me era entonces conocido. Sin embargo, mis pensamientos fueron finalmente llevados por otros derroteros, de tal manera que por el momento el oscuro Ajab se me fue de la cabeza.

      Capítulo 17

      El Ramadán

      Como el Ramadán, o ayuno y humillación de Queequeg, iba a continuar durante todo el día, opté por no molestarle hasta el caer de la noche; pues albergo el mayor de los respetos hacia las obligaciones religiosas de todos, por muy cómicas que sean, y no encontraría sitio en el corazón para menospreciar ni siquiera a una congregación de hormigas que adoran a un sapo; ni a aquellas otras criaturas de ciertas zonas de nuestra tierra que, con un grado de servilismo completamente inaudito en otros planetas, hacen reverencias ante el torso de un terrateniente fenecido sólo por las desmesuradas posesiones todavía a su nombre, y a él arrendadas.

      Digo yo que nosotros, buenos cristianos presbiterianos, deberíamos ser caritativos en estas cosas, y no creernos tan enormemente superiores a otros mortales, paganos o no paganos, a causa de sus extravagantes pareceres en estos asuntos. Ahí estaba ahora Queequeg, ciertamente sosteniendo las nociones más absurdas sobre Yojo y su Ramadán... pero ¿y qué? Queequeg pensaba que sabía lo que hacía, supongo; parecía estar contento; y que ahí quede en paz. Todo lo que discutamos con él no servirá para nada; dejadle en paz, digo: y que el Cielo tenga piedad de todos nosotros –tanto presbiterianos como paganos–, pues todos en cierto modo estamos terriblemente mal de la cabeza, y lamentablemente necesitamos arreglo.

      Al anochecer, cuando estuve seguro de que todas sus celebraciones y rituales debían haber terminado, subí a su habitación y llamé a la puerta; pero no hubo respuesta. Traté de abrirla, pero estaba cerrada por dentro.

      —Queequeg –dije suavemente, a través del ojo de la cerradura...

      Todo en silencio.

      —¡Queequeg, escucha! ¿Por qué no hablas? Soy yo... Ismael.

      Pero todo siguió tan callado como antes. Empecé a alarmarme. Le había dado tanto tiempo… pensé que quizá había sufrido una apoplejía. Miré por el ojo de la cerradura; pero como la puerta abría a una especie de rincón de la habitación, el panorama del ojo de la cerradura no era sino una vista tortuosa y adversa. Sólo podía ver parte del pie de la cama y una línea de la pared, pero nada más. Me sorprendió observar, apoyado contra la pared, el ástil de madera del arpón de Queequeg, que la patrona le había quitado la noche anterior, antes de subir al cuarto. Es extraño, pensé; pero en cualquier caso, como el arpón está allí, y él nunca o casi nunca sale sin él, debe, por tanto, estar aquí dentro, sin posibilidad de error.

      —¡Queequeg!... ¡Queequeg!...

      Todo callado.

      Algo debe haber ocurrido. ¡Apoplejía! Traté de derribar la puerta; pero resistió firmemente. Bajé corriendo las escaleras y rápidamente expuse mis aprensiones a la primera persona que encontré... la doncella.

      —¡Huy! ¡Huy! –gritó–. Me pareció que algo debía de pasar. Fui a hacer la cama después del desayuno, y la puerta estaba cerrada; no se oía ni una mosca. Y desde entonces ha estado exactamente igual de silencioso. Pero yo pensé: puede ser que los dos se hayan ido y dejado cerrado el equipaje para tenerlo a salvo. ¡Huy! ¡Huy, señora!... ¡Ama! ¡Homicidio! ¡Señora Hussey! ¡Apoplejía!...

      Y con estos gritos salió corriendo hacia la cocina, y yo tras ella.

      Pronto apareció la señora Hussey, con un tarro de mostaza en una mano y una vinagrera en la otra, al haber interrumpido en ese momento la ocupación de disponer las angarillas, y de regañar mientras tanto a su pequeño mozo negro.

      —¡La leñera! –grité yo–. ¿Cómo se va a la leñera? Corred, por amor de Dios, y traed algo para forzar la puerta... ¡El hacha!... ¡El hacha!... Le ha dado un ataque; ¡no puede ser otra cosa!...

      Y así diciendo, apresurándome estaba de nuevo desordenamente escaleras arriba con las manos vacías, cuando la señora Hussey interpuso el tarro de mostaza y la vinagrera, y las angarillas enteras de su semblante.

      —¿Qué es lo que le ocurre, joven?

      —¡Traed el hacha! ¡Por el amor de Dios, que alguien busque al médico mientras fuerzo la puerta!

      —Atended –dijo la patrona, dejando rápidamente la vinagrera, para tener una mano libre–; atended: ¿estáis hablando de forzar una de mis puertas? –y al decirlo me cogió el brazo–. ¿Qué es lo que os pasa? ¿Qué es lo que os pasa, marinero?

      Del modo más calmado, aunque el más rápido posible, le expliqué la totalidad del caso. Ella rumió un instante, llevándose inconscientemente la vinagrera a un lado de su nariz; entonces exclamó...

      —¡No! No lo he visto desde que lo puse ahí.

      Corrió hasta un pequeño armario bajo el rellano de las escaleras, miró dentro y, al volver, me dijo que faltaba el arpón de Queequeg.

      —¡Se ha matado! –gritó–. Es otra vez de nuevo el infortunado Stiggs... otro cubrecama perdido... ¡Que Dios tenga piedad de su pobre madre!... Será la ruina de mi casa. ¿Tiene alguna hermana el pobre muchacho? ¿Dónde está esa chica?... Eh, Betty, ve a Snarles, el pintor, y dile que me pinte un letrero, que diga... «no se permiten suicidios en la casa», y «no fumar en el salón...»: bien puedo matar ambos pájaros a la vez. ¿Matar? ¡Que el Señor se apiade de su fantasma! ¿Qué es ese ruido? ¡Vos, joven,

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