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no respondió a este fervoroso discurso. Siguió mirando con fijeza extraña y como absorta en lejanos pensamientos al fabricante de conservas.

      —¿Sabes una cosa?

      —¿Qué?

      —Que han venido también los estuches con tus vestidos, pero aun no los he abierto. Los dos tienen sobre la tapa tu cifra con corona de marquesa. Aunque te rías, no dejaré de decirte que me dio un salto el corazón al ver la corona. Me pareció que ya estábamos unidos, que no había que esperar estos mortales cuarenta y cinco días. No sé lo que daría por que hoy fuese el último de diciembre. Dime, feísima ¿no tienes deseos de llamarte la marquesa de Peñalta, de ser mía, mía para siempre?

      María se levantó del diván y con gesto desdeñoso, sin mirar a su novio, repuso:

      —Así, así.

      Y fue a sentarse cerca de una de las infinitas señoritas de Ciudad. Ricardo permaneció algunos instantes clavado a la butaca sin mover siquiera un dedo. Después se levantó bruscamente y salió de la sala.

      Don Serapio, al fin, terminó de llorar ausencias de su dama, asegurando en una última fermata que, si tal estado de cosas se prolongaba, moriría sin remisión. El pianista secundó este grito de dolor con una escala en octavas estrepitosas. Sonó un largo palmoteo y se dirigieron al cantante por parte de las damas sonrisas afectuosas de aprobación. La juventud de las puertas, siempre bromista, se empeñó en hacerle repetir la romanza; pero don Serapio tuvo bastante buen olfato para advertir que los aplausos juveniles no eran de buena ley, y se negó a complacerla.

      Entonces el pollo del pelo por la frente dirigió a la asamblea la siguiente alocución:

      —Señores, yo creo que ya es hora de que escuchemos a la gran artista... Todos esperamos con impaciencia que María nos proporcione... uno de esos momentos felices..., que otras veces nos ha proporcionado..., ¿verdad?

      —Eso es: que cante María.

      —Sí, cantará, porque es muy amable.

      El orador fue a dar el brazo a la señorita de la casa y la trajo hasta el piano.

      Cuando María quedó sola y en pie frente a la tertulia, produjo como siempre un estremecimiento de admiración: «¡Qué hermosa, qué hermosa!—¡Esta chica cada día es más bonita!—¡Qué gusto exquisito tiene para vestirse!—¡Parece una reina!» Estas y otras muchas frases laudatorias fueron las que se dijeron al oído los tertulios de los señores de Elorza.

      Sin ser muy alta, tenía una estatura y porte majestuosos. Era delgada, flexible y elegante como las bellas damas del Renacimiento que los pintores italianos escogían para modelos. La línea de su cuello mórbido y lustroso recordaba las estatuas griegas. Este cuello servía de sostén a una cabeza rubia de rostro blanco, levemente sonrosado en las mejillas, fino, correcto, transparente, con labios rojos y ojos azules. Semejaba notablemente al de doña Gertrudis, pero tenía una expresión persuasiva e insinuante que jamás había mostrado el de aquella esclarecida señora, por más que otra cosa asegurase el poeta lírico de los acrósticos. En torno de sus ojos claros y brillantes se observaba un leve círculo morado que prestaba a su rostro cierta tintura poética.

      —Ya verá usted, Suárez, qué modo de cantar tiene esta chica—dijo una señora.

      —Lo celebraré, porque este señor don Serapio me había descompuesto los oídos para una temporada.

      —¡Oh, María es una profesora!

      —Lo que reconozco por ahora es que tiene una figura preciosa.

      —¡Pues cuando usted la oiga!...

      —Esa chica lo hace todo bien. ¡Si viera usted cómo dibuja!

      —¿No tienen más hija que ésta los señores de Elorza?

      —Y aquella otra niña que está sentada allí enfrente, que se llama Marta. Ha de ser muy linda también.

      —En efecto, es bonita..., pero no tiene expresión alguna. Es una belleza vulgar, mientras que su hermana...

      —Silencio, que ya empieza.

      Guardose por la reunión un silencio que siempre había sido el ideal de don Serapio, irrealizable como todos los ideales. María cantó varios trozos de ópera que le fueron pidiendo, sin hacerse de rogar. Cuando terminó, los aplausos fueron tan vivos y prolongados que la hicieron ruborizarse.

      Suárez manifestó a su tertulia de señoras que tenía una voz parecida a la de la Nantier Didier y que con poco tiempo de Conservatorio podría competir con las primeras contraltos.

      Como cesaran las felicitaciones y las miradas de todos dejaron de estar fijas sobre ella, una sombra de tristeza se esparció por el hermoso semblante de María. Acercose a doña Gertrudis y le dijo al oído:

      —Mamá, me duele muchísimo la cabeza.

      —¡Ay, hija de mi alma, te compadezco! A mí se me está partiendo también de dolor.

      —Quisiera irme a acostar.

      —Pues ve, hija mía, ve; yo diré que te has sentido un poco indispuesta.

      —Adiós, mamaíta. Que pases buena noche.

      María besó a su madre en la frente, y poco a poco, procurando no ser notada, salió del salón por la puerta del comedor. Se detuvo en él a beber un vaso de agua azucarada y quedó un instante inmóvil con la mirada puesta en el vacío. La sombra de tristeza había obscurecido mucho más su semblante.

      Salió del comedor y atravesó un largo pasillo bastante obscuro. Al final había una puerta de donde arrancaba una escalerilla interior. Apenas hubo subido cuatro o cinco peldaños, se sintió cogida fuertemente por el brazo y dejó escapar un grito de susto. Al volverse percibió con dificultad el rostro pálido y angustiado de su novio.

      —¡Ricardo! ¿Qué haces aquí?

      —Vi que salías del comedor y te he seguido.

      —¿Para qué?

      —Para oír otra vez de tus labios la palabra infame que me has dicho en el salón. ¿Crees, por ventura, que no vale la pena de repetirse? ¿Crees que puedo renunciar a todo un pasado de amor, a todo un porvenir de dicha, a todos los sueños gratos de mi vida sin llamarte infame, cien veces infame, mil veces infame, ahora aquí entre los dos, después en plena tertulia, después ante el mundo entero?... ¡Ven, ven, miserable!... ¡Ven, a que te lo llame delante de todo el mundo!...

      Y Ricardo, pálido y trémulo como el jugador que pone junto a una carta las últimas monedas que le quedan, trataba de arrastrar a su novia hacia la sala, sujetándola fuertemente por la muñeca.

      María inclinó la cabeza y no dijo una palabra. Se dejó arrastrar sin oponer resistencia, bajando los cuatro o cinco peldaños de la escalera. Mas al llegar al pasillo, Ricardo sintió en la mejilla un beso cálido que le hizo soltar su presa y retroceder con espanto. Inmediatamente los brazos de María se anudaron a su cuello y sintió en los labios la presión de otros labios.

      —¡Ricardo mío, por Dios, no me martirices más!

      Estas palabras, dichas al oído con acento apasionado, fueron acompañadas de una nube de caricias. El joven la estrechó fuertemente contra su pecho sin contestar, porque la emoción le tenía embargado. Cuando estuvo un poco más sereno, le preguntó con voz débil:

      —¿Me quieres?

      —Con toda mi alma.

      —¿No fue más que un instante de mal humor?

      —Nada más.

      —¡Oh, qué rato tan amargo me has hecho pasar! Por todo el oro del mundo no lo pasaría otra vez.

      —¿No quedas bien pagado, di?

      —Sí, hermosa.

      —Suelta.

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