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       Armando Palacio Valdés

      Marta y María: novela de costumbres

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664169044

       PRÓLOGO

       ACLARACIÓN

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       XVI

       Índice

      No está fundado el libro, que hoy tengo el honor de ofrecer al público, sobre hechos usuales y corrientes, ni se narran en él sucesos que estemos avezados a presenciar todos los días. Tal vez por ello se le acuse de falso o inverosímil y se le juzgue como un producto de la fantasía lejano de toda realidad. Me someto y resigno de antemano a estas censuras, reservándome el derecho de protestar interiormente, ya que no de público, contra la injusticia de tal acusación. Porque—lo he de decir, aunque perezca mi gloria de inventor—todos los hechos fundamentales de esta novela se han efectuado. El autor no hizo más que relacionarlos y darles unidad.

      Tengo la presunción de creer, por lo tanto, que aunque Marta y María no sea una novela bella, es una novela realista. Sé que el realismo—actualmente llamado naturalismo—tiene muchos adeptos inconscientes, quienes suponen que sólo existe la verdad en los hechos vulgares de la existencia y que sólo estos son los que deben ser traducidos al arte. Por fortuna no es así. Fuera de los mercados, los desvanes y las alcantarillas existe también la verdad. El mismo apóstol del naturalismo, Emilio Zola, lo reconoce pintando escenas de acabada y sublime poesía, que riñen ciertamente con sus exageradas teorías estéticas.

       Índice

      No he querido en la presente obra herir al misticismo verdadero ni ridiculizar la vida contemplativa. Cervantes, el gran maestro de nuestra literatura, tampoco quiso atacar al honor y al heroísmo en su inmortal Quijote. Aunque yo piense que la esencia del Cristianismo es caridad y por lo tanto vida activa, entiendo asimismo que sin una fe viva, esto es, sin la unión mística y amorosa de nuestro espíritu con el Creador, la misma caridad no puede beatificarnos. Pero existen y han existido siempre seres que transportan la santidad del corazón a la fantasía, de la vida a la quimera, como el ingenioso hidalgo transportaba el heroísmo, y contra estos espíritus exaltados, imaginativos, en el fondo vanidosos y egoístas, van las presentes páginas. Así como las aventuras novelescas de los libros de caballerías enloquecían a los espíritus débiles, ciertas exageraciones en que incurren los biógrafos de los santos son extremadamente peligrosas para los temperamentos no bien equilibrados. Sólo los corazones sencillos son gratos a Dios y a los hombres. O niños o como niños, ha dicho el Salvador. En tal pensamiento he pretendido inspirarme para escribir este libro. No obstante, como algunas personas piadosas han creído ver en él menosprecio de la vida contemplativa y burla de las gracias sobrenaturales que Dios ha operado en algunas santas que la Iglesia venera, y como realmente al arrojar piedras sobre el falso misticismo pude haber salpicado al verdadero, cúmpleme declarar que si esto ha sucedido, lo deploro. No doy a ninguna de las palabras contenidas en mi libro otra significación que la que pueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorio de vivir sometido.

       A. P. V.

       Índice

      DESDE LA CALLE

      Dentro del soportal la gente se estrujaba sin compasión: cada cual hacía prodigios de habilidad para burlar la ley física de la impenetrabilidad de los cuerpos, reduciendo el suyo a un volumen imaginario. La noche era densa y oscura como pocas. Los pies de los curiosos se buscaban en las tinieblas, y al encontrarse prodigábanse caricias harto expresivas. Los codos de los unos, por secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos de los otros. El sujeto pasivo de tales caricias llevaba inmediatamente la mano al lugar del contacto, y solía exclamar ásperamente: «¡Bárbaro! ¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico chiis chiis de la muchedumbre le obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a imperar el silencio. El silencio era a la sazón la necesidad más apremiante que sentían los vecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado como acto sedicioso y castigado inmediatamente con un chicheo amenazador. Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas más aflictivas aún la risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunque la noche no era de las más templadas de otoño.

      En los soportales de las casas de enfrente acaecía poco más o menos lo mismo; pero en la calle había poca gente, porque estaba cayendo pausadamente una agua menudísima que los vecinos de Nieva se habían acostumbrado a no despreciar, pues a la postre, y a pesar de sus modos blandos y sutiles, moja como cualquiera otra. Sólo unas cuantas personas con paraguas y algunas otras que, no teniéndolo, se amparaban de su filosofía permanecían a pie firme en medio del arroyo.

      Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por la abertura salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más triste la noche oscura y húmeda del exterior. También salían por intervalos torrentes de notas armoniosas desprendidas de un piano.

      La casa de Elorza era

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