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humanos. Ya no tenía en el mundo ningún ser que pudiera llamar suyo. El viento que la rauda marcha del tren agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a la naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor como la que le causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro. El ritmo sonoro y metálico de las ruedas parecía decirle también con acento más implacable: ¡solo!, ¡solo! Paseaba su mirada triste por los senos profundos del horizonte y éste le devolvía, en trémulos y fatídicos reflejos, que apenas conseguían rasgar la malla de sombras, tristeza por tristeza. La luz de la máquina iba esparciendo una claridad roja, que teñía de sangre el suelo y los árboles de la vía. Donde no había árboles, los postes telegráficos pasaban con vertiginosa rapidez por delante de su vista como las horas felices de la niñez. Por encima de su cabeza flotaba el negro y colosal penacho de humo sujeto al cañón de la máquina que al disiparse en la atmósfera se partía formando mil extraños y monstruosos fantasmas. Estos fantasmas, al huir de la vía arrastrándose por el suelo, le decían también lúgubremente: ¡solo!, ¡solo! Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del paisaje desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas.

      Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un joven de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y una niña de cinco o seis que parecían sus hijos. La señora dormitaba abriendo una que otra vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de un lado a otro sin cesar. Los dos jóvenes charlaban suavemente en el otro extremo cogidos de la mano. El espectáculo de esta madre rodeada de sus hijos, y posando a cada instante en ellos su mirada amorosa, enterneció todavía más a Ricardo. El susurro apagado de la conversación de los dos hermanos, cortado a menudo por alguna carcajada reprimida, despertaba en su corazón una envidia punzante y triste. La joven era hermosa, con una fisonomía noble y simpática. Ricardo, sin darse cuenta, la estuvo mirando toda la noche; pero ella no pareció fijar la atención en él. Cuando el mozo de la estación gritó: «Córdoba, veinte minutos de parada», todos se levantaron bruscamente y tomaron sus enseres disponiéndose a salir. Sólo entonces fijó la joven en él una mirada suave y prolongada, diciéndole al tiempo de salir con sonrisa triste y compasiva: «Buenas noches, que usted lleve feliz viaje.» No ofrecía duda que se había hecho cargo de su dolor. Ricardo sintió profunda pena de que se quedasen allí, como si le ligase a aquella familia algún vínculo de amor, y tuvo deseos de decir a la mamá: «Señora, acabo de perder a mi madre; estoy solo en el mundo y no tengo a nadie a quien amar ni que me ame; ¿quiere usted llevarme a su casa como hijo?» La puerta del carruaje se cerró de golpe, sonó la campanilla, se oyó el grito ronco de la máquina y el tren prosiguió la marcha con su traqueteo metálico que clamaba sin cesar en el silencio de la noche: ¡solo!, ¡solo!, ¡solo!

      Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces. La única persona con quien tenía gusto de hablar era con don Mariano Elorza, que había sido muy amigo de su padre, y cuya casa visitaba con gran confianza siempre que venía a Nieva de vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y amable con todo el mundo, no podía menos de mostrarse con él doblemente afectuoso por la situación desgraciada en que se hallaba. Su casa fue para nuestro joven, en la temporada que siguió a la muerte de la marquesa, un lugar de refugio donde distraía sus penas y hallaba un poco de calor de familia que le hacía tanta falta. Por otra parte, es necesario decirlo, Ricardo siempre había sentido hacia la hija primera de don Mariano cierta admiración y simpatía, que fácilmente se trueca en amor cuando la edad y la ocasión convidan y la frecuencia del trato estimula; con mayor motivo aun cuando ni él ni ella habían estado enamorados nunca. Mucho antes de que se formalizasen sus relaciones, ya se hablaba en la villa del matrimonio del joven marqués de Peñalta con la señorita de Elorza. Era un matrimonio indicado y pedido por la opinión pública. Porque es de advertir que las familias de Peñalta y Elorza eran las más opulentas de la villa, y el público encuentra siempre tan lógico que la riqueza vaya a la riqueza, como los ríos a la mar. Así que Ricardo y María fueron declarados marido y mujer, poco después de su nacimiento. Las comadres de la villa no les perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto acordado de las tertulias de Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los muchachos no pensaron en semejante substracción, y que acataban con la mayor humildad el fallo soberano.

      Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro. De la gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una cadena de bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un patio bastante amplio con fuente en el medio. A este patio venía a parar una anchurosa escalera de piedra con balaustrada de la misma materia. Estaba ya gastada y necesitaba reparos en algunos sitios. En el primer descanso esta escalera se partía en dos brazos, uno de los cuales conducía a las habitaciones de los señores y otro a la de los criados. El primero de dichos brazos terminaba en un ancho corredor o galería de cristales que miraba al patio. Toda la casa ofrecía el mismo desahogo, al igual de los antiguos palacios, por más que fuese construida en época relativamente moderna. Llevaba ventaja a los vetustos caserones solariegos, como el del marqués de Peñalta, en que al fabricarla no se había atendido tanto a la vanidad de sus dueños cuanto a la apropiada distribución de las habitaciones para los usos de la vida. No era triste y obscura como suelen serlo aquéllos. Por el contrario, todo su interior denotaba alegría, bienestar y elegancia. Era, pues, un edificio grande sin ser imponente, y cómodo sin caer en la vulgaridad desgraciada de las construcciones modernísimas. Manteníase en un término de conciliación entre la aristocracia y la burguesía, aceptando la altivez fastuosa de aquélla y las inclinaciones prácticas y sensuales de ésta.

      La casa reflejaba en cierto modo la posición de sus dueños. Ambos eran hijos de las familias más principales, no tan sólo de Nieva, sino de la provincia en que esta villa radica. La señora era hermana del marqués de Revollar, que tanto había figurado en Madrid hacía pocos años por su increíble disipación y prodigalidad, y que ahora, totalmente arruinado y perseguido de cerca por sus acreedores, había corrido a refugiarse en las huestes del Pretendiente, a quien servía como ministro y consejero. Don Mariano procedía de una familia menos gloriosa y añeja, pero mucho más acaudalada. Su abuelo había traído una fortuna inmensa de Méjico en las postrimerías del pasado siglo, y con ella se había hecho el terrateniente más poderoso de Nieva y fabricado la casa de que estamos hablando. Lo mismo él que su hijo y su nieto habían procurado dar lustre a los millones enlazándose con familias nobles.

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