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contra los malditos animales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto lo inútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos, en efecto, se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vez más raros y lejanos. Sólo el perro del comercio de quincalla, que acababa de cerrarse, continuó algún tiempo ladrando con furia. Al fin también éste cesó, aunque muy a disgusto. El canto de la moribunda Violeta volvió a escucharse, puro y límpido como antes. Los oyentes tornaron a reanudar las suaves emociones que les había producido, si bien un poco inquietos y nerviosos, como si temiesen a cada instante verse privados de aquel placer.

      Manolo se acercó a sus compañeros ahogando la risa y fue recibido también con risas y aplausos ahogados.

      —Anda, Manolito, chilla otra vez.

      —Esperad, esperad un poco; hace falta que estén descuidados.

      Pasado un rato, Manolo se alejó de nuevo cautelosamente, y, rodeando el grupo, fue a situarse en el extremo opuesto. Desde allí lanzó otros tres lamentos como los anteriores, y el mismo ladrido atronador pobló el espacio respondiendo a ellos. La muchedumbre se alborotó nuevamente, pero con mucho mayor estrépito. Todos hablaban a un tiempo y lanzaban furiosas exclamaciones.

      —¡Esto es horrible!

      —¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros!

      —¡El perro que chilla es el que tiene la culpa!

      —¡Maldito!...

      —¡Condenado!...

      —¡Silencio, silencio, que ya se oye algo!

      —¡Qué se ha de oír!... ¡Maldita sea mi suerte!

      —¡Silencio, silencio!

      —¡Chis, chiis, chiiiiis!

      Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron por oportuno, y poco a poco se fue restableciendo la calma. El cántico de Violeta tornó a aparecer lleno de dulzura melancólica y de pasión. La voz de María sollozaba de tal suerte al interpretarlo, que el corazón se oprimía y las lágrimas brotaban en los ojos. Un solo perro, el del comercio de quincalla, siguió ladrando con persistencia sumamente incómoda, pues la voz de la cantante no acababa de llegar a los oídos del público con la debida pureza. Un hombre con garrote en mano se destacó del grupo, y expuesto a la intemperie, atravesó la plaza para hacerle callar; mas el perro olió en seguida la caña y puso pies en polvorosa. El hombre se metió otra vez en el soportal. Al fin reinaba completo silencio en la plaza y los aficionados disfrutaban a su sabor del concierto de los señores de Elorza.

      ¿Qué había sido de Manolo? Sus compañeros le aguardaban hacía rato para tributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa de aparecer.

      El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro:

      —Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando?

      —Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón.

      El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardó silencio.

      —Pero ¡ca!—continuó el otro—, no le han cogido, no. ¡Bueno es él para dejarse atrapar!

      En este momento Manolo lanzó dos gritos más rabiosos aún desde el soportal de enfrente, y con la misma rabia contestaron ladrando los perros de la vecindad. No es posible describir lo que entonces acaeció en la muchedumbre de oyentes de uno y otro soportal. El tumulto que se produjo fue en realidad imponente. Una porción de manos se agitaron en la oscuridad esgrimiendo terribles bastones y paraguas. Y de ambos grupos salió un coro de imprecaciones nada lisonjeras para la raza canina. La confusión y el desorden se apoderaron de todas las cabezas. Los pechos no respiraban más que venganza y exterminio.

      —¡Matad a ese perro indecente!—gritó una voz dominando el tumulto.

      —¡Sí, sí, rompedle el espinazo!—repuso otro buscando ya el género de muerte más adecuado.

      —¡Ese perro, ese perro!

      —Pero ¿dónde está ese maldito?

      —Buscadlo y rompedle el espinazo.

      —Y si no se encuentra el perro, rompédselo al amo.

      —¡Mala centella los mate a los dos!

      El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tan escandalosa, que algunos balcones de la vecindad dejaron escapar un chirrido y se abrieron discretamente. Las cabezas investigadoras que por ellos asomaron, no logrando enterarse de lo que ocurría y temiendo resfriarse, se retiraron al instante. En la casa de Elorza se asomaron tres o cuatro personas, que también se metieron velozmente, y ¡oh dolor!, al retirarse cerraron tras sí los balcones.

      —¡Ea, ya oímos lo que teníamos que oír!

      —¿Han cerrado los balcones?

      —Sí, señor, los han cerrado y han hecho perfectamente.

      De aquella muchedumbre salió un suspiro apagado de fatiga y de rabia. Hubo silencio durante un momento, como tributo rendido a sus esperanzas muertas. Nadie se movía de su sitio. Al fin uno dijo en alta voz:

      —Señores, buenas noches y divertirse. Me voy a la cama.

      Este saludo les sacó de su estupor. Los grupos empezaron a disolverse lentamente, no sin lanzar coléricas exclamaciones. Algunas personas se alejaron caminando dentro de los soportales. Otras atravesaron la plaza con los paraguas abiertos. Los menos, permanecieron en el mismo sitio haciendo interminables comentarios sobre lo que acababa de ocurrir. Al fin quedó una media docena de curiosos, que, fatigados de murmurar en aquel paraje, se fueron a hacer lo mismo al café de la Estrella. Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el soportal y el café, una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala educación de aquel pueblo, decía con más cólera aún:

      —¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de esta villa!

       Índice

      EL SARAO DE LOS SEÑORES DE ELORZA

      —¡Qué lástima, Isidorito, que usted no hubiese estudiado para médico! ¡No sé por qué se me figura que habría de tener usted mucho ojo para las enfermedades!

      El joven se ruborizó de placer.

      —Doña Gertrudis, me honra usted demasiado; no tengo otro mérito que el de fijarme bien en lo que traigo entre manos, lo cual me parece de absoluta necesidad en cualquier carrera a que uno se consagre.

      —Tiene usted muchísima razón. Lo primero es fijarse en lo que se tiene delante y no andar pensando en musarañas. Y si no, aplique usted el cuento a don Máximo. No se le puede negar mucha sabiduría y buen deseo, pero tiene la desgracia de no fijarse en nada de lo que le dicen, y por eso no da casi nunca en el clavo. ¿Quiere usted decirme, Isidorito, cómo es posible que acierte a curar un hombre que cuando el enfermo le está contando lo que padece se pone a tajar un lápiz o a tocar el tambor con los dedos? ¡Usted no sabe lo que yo he sufrido por su causa! ¡Que Dios no le tome en cuenta el mal que me ha hecho! Mi marido le quiere mucho... y yo también, no vaya usted a creer... En medio de todo es un buen sujeto, y hace veinticuatro años que entra en casa; pero hay que decir la verdad aunque cueste trabajo: el pobre señor tiene la desgracia de no fijarse..., de no fijarse poco ni mucho.

      —Exacto, exacto. Don Máximo carece, a mi juicio, de las dotes de observación indispensables para el arte que ejercita. Quizá se sorprenda usted de que califique de arte a la medicina en vez de ciencia: es una opinión particular mía que estoy dispuesto a sostener contra cualquiera, lo mismo en privado que en público. La medicina, a mi juicio, no es otra cosa todavía que una

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