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que nos va a ocupar a lo largo de estas páginas es saber cómo vivir concretamente y cómo practicar efectivamente la ciencia siendo creyentes. Para ser más directos, el problema que desearíamos plantear es saber si existe una manera específica de vivir y de mantener de manera precisa una vida de fe intensa en los laboratorios, en los centros de investigación públicos o privados, o en la enseñanza superior, universitaria o no. Al mismo tiempo, nos gustaría abordar las dificultades particulares que pueden surgir en esos ambientes por el hecho mismo de un compromiso vivo y profundo de fe.

      Elaboraremos nuestra reflexión siguiendo cuatro ejes principales. En primer lugar, afrontaremos el tema del estudio. Practicar concretamente las ciencias significa entrar en una perspectiva de estudio. Pero el creyente que trata de decir y decirse su fe de una manera inteligible, tiene que afrontar una profundización, un estudio de la Palabra de Dios y de la doctrina. Cuando el creyente quiere pensar realmente un diálogo entre los estudios científicos y los que tratan de dar razón de la fe surgen ciertas dificultades. Tendremos que abordar aquí una de las facetas del célebre problema de las relaciones entre las ciencias y la teología, proponiendo un acercamiento a ellas que quiere ser respetuoso tanto con los contenidos científicos como con los de la doctrina católica. En efecto, veremos que el tipo de relación «ciencia-fe» depende estrechamente del contenido de la teología de la creación. A partir de ahí, es importante ser prudente, pues elegir un modelo específico de relación entre ciencias y fe puede revelarse completamente incoherente con las exigencias de tal teología. Esperamos poder mostrar, por ejemplo, por qué los tipos de relación «ciencia-fe» llamados «concordismo» o «discordismo» no son satisfactorios desde el punto de vista de una teología católica de la creación. Vivir la ciencia como creyente es, por tanto, integrar progresivamente un tipo de relación «ciencia-fe» determinada. Esto explica por qué nos dedicaremos a este tipo de problema en las páginas que siguen.

      El segundo eje de reflexión que nos guiará es el de la vida en la comunidad científica. La ciencia es también, de forma concreta, una cuestión de relaciones entre personas y un fenómeno social. Al crear comunidades, la ciencia es un factor real de unidad entre los hombres que no deja de interpelar al creyente. Creando un lenguaje y unas estructuras que permiten el acercamiento, por encima de las divisiones, de personas de todas las lenguas, religiones y nacionalidades, la ciencia edifica un mundo que posee un profundo valor teológico. Por su parte, la fe del científico puede ser un factor real de humanización y de constante atención al respeto por lo humano en su ambiente. Naturalmente, nos las tendremos que ver con la dificultad, señalada con frecuencia, de que una fe particular podría ser un factor de división o de diferencia entre los hombres. Diremos por qué no es así y cómo una fe profundamente vivida puede ser el fermento de una unidad sólida entre las personas y en particular entre quienes practican la ciencia.

      El tercer eje que sirve de orientación a nuestra reflexión es el de la vida de oración. Trataremos de mostrar que, para el creyente, la ciencia puede convertirse progresivamente en un lugar de auténtica alabanza, de asombro y de acción de gracias. Al contrario, lejos de ser un obstáculo para la fe y gracias a las maravillas que descubre la ciencia, puede convertirse en un trampolín espiritual. La fe y la vida de oración pueden contribuir, por su parte, a sostener el esfuerzo y el entusiasmo necesario en toda investigación, con un sano optimismo nacido de la confianza en la inteligibilidad profunda de un mundo empapado del Logos divino. La fe es también el lugar de la ofrenda por la que el mundo construido y descubierto por los científicos regresa al Creador, como en una «Misa en el Mundo». En este contexto, no podremos olvidar las dificultades que el científico, como todo creyente, halla en una vida activa, en la que la atención concentrada en lo inmanente puede hacer olvidar pronto la trascendencia. ¿Cómo conservar una atmósfera de oración y la atención a Dios en la vida de investigador o de profesor? ¿Cómo rezar cuando se pasa más tiempo en el laboratorio que en el oratorio? Estas cuestiones no son simples, pero son cruciales en la vida de los creyentes implicados en actividades científicas.

      Terminaremos siguiendo el eje del testimonio. El punto central aquí será afrontar la manera en que un científico puede, en su medio de trabajo, dar testimonio de su fe y dar razón de ella cuando se le pregunte. La cuestión es espinosa, pues, por definición, el ambiente científico se coloca a priori y metodológicamente fuera de toda alusión a cualquier proclamación de fe. Pero esta no pasa necesariamente por la mediación de una palabra o de una argumentación. Puede realizarse a través de una simple presencia, de una simple actitud de apertura o de atención al otro en sus gozos y en sus tristezas. No evitaremos tampoco las dificultades que pueden encontrarse los científicos creyentes cuando se ven ante las críticas de sus colegas o estudiantes acerca de la Iglesia y su doctrina. Esta situación se vuelve particularmente dolorosa en ciertos ambientes médicos, por ejemplo, donde las prácticas y las discusiones rechazan explícitamente las enseñanzas del Magisterio, con las mejores intenciones del mundo.

      El creyente tiene que dar razón de su fe, de su pertenencia a la Iglesia y a sus enseñanzas, sin entrar en polémicas estériles y sin utilizar pseudoargumentos inevitablemente defectuosos, que lo desacreditarían. ¿Pero es esto pensable, realizable? Es lo que tendremos que analizar a continuación.

      Este pequeño libro se debe a la experiencia sobre el terreno de sus autores, investigadores y profesores en instituciones científicas. Al seleccionar algunas dificultades con las que ellos mismos se han ido encontrando y proponer, modestamente, algunas soluciones, no pretenden sino ayudar a aquellos creyentes que se hallan inmersos en la investigación o la docencia de las ciencias, con el mayor respeto hacia quienes no comparten con ellos el gozo de creer.

      1.

      Estudiar

      En esta parte consideraremos los fundamentos de la búsqueda de la verdad de modo general; después, lo que se refiere más específicamente a la investigación científica. Veremos también lo que puede obstaculizarla. La búsqueda de la verdad afecta a todos los ámbitos del conocimiento, ya sea científico, artístico, filosófico, teológico. Como afirma Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio: «todos los hombres desean saber y la verdad es el objeto propio de este deseo»2. El hombre alcanza la verdad mediante la razón:

      La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha creado como un «explorador» (cf. Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero3.

      Este deseo de verdad, Benedicto XVI lo explicita en el discurso sobre la universidad que habría tenido que pronunciar en la Universidad La Sapienza de Roma el 17 de enero de 2008:

      El hombre quiere conocer, quiere encontrar la verdad. La verdad es ante todo algo del ver, del comprender, de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la verdad nunca es solo teórica. San Agustín, al establecer una correlación entre las Bienaventuranzas del Sermón de la montaña y los dones del Espíritu que se mencionan en Isaías 11, habló de una reciprocidad entre «scientia» y «tristitia»: el simple saber —dice— produce tristeza. Y, en efecto, quien solo ve y percibe todo lo que sucede en el mundo acaba por entristecerse. Pero la verdad significa algo más que el saber: el conocimiento de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. Este es también el sentido del interrogante socrático: ¿Cuál es el bien que nos hace verdaderos? La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: este es el optimismo que reina en la fe cristiana, porque a ella se le concedió la visión del Logos, de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se reveló al mismo tiempo como el Bien, como la Bondad misma.

      […] Pero entonces se hace inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué es la verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si para esto se remite a la «razón pública», como hace Rawls, se plantea necesariamente otra pregunta: ¿qué es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que es razón verdadera? En cualquier caso, según eso, resulta evidente que, en la búsqueda del derecho de la libertad, de la verdad de la justa convivencia, se debe escuchar a instancias diferentes de los partidos y de los grupos de interés, sin que ello implique en modo alguno querer restarles importancia4.

      Michel

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