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      Había pasado una semana desde la vuelta de Moreno a Buenos Aires y apenas pudieron se organizó una nueva reunión en la Casa de Gobierno con el presidente y los ministros Roca y Zorrilla.

      —Sí, pero antes me dio vuelta la cara de un cachetazo —respondió el joven, que había perdido tanto peso que estaba casi irreconocible—. Y le cuento que con ese cachetazo me transmitió más amor paternal que todos los abrazos del mundo. Me dijo que eso es lo que hubiera hecho mi madre. Después me hizo prometer que nunca más correría esos riesgos.

      —Cuéntenos cómo hizo para sobrevivir cinco días en balsa sin nada para comer y sin ser descubierto —preguntó Zorilla con una mezcla de interés y de admiración.

      —Lo primero es que sólo viajábamos de noche y nunca prendíamos fuego. Para comer, casi nada. Solo comimos algunas raíces y unas frutas que nos hicieron mal. Cuando llegamos a Confluencia no teníamos fuerzas. Como el fortín está algo lejano del río, tuvimos que dejar la balsa y caminar, o mejor dicho arrastrarnos. En eso vimos que se abrían las puertas del fortín y salió la guarnición de diez o doce soldados a caballo. Pensamos que nos habían visto y que nos venían a buscar, pero no. Empezaron a galopar en la dirección contraria. No quedaba nadie en el fortín. Si se iban era nuestra perdición, después de tanto esfuerzo. Moreno se tomó unos segundos para hacer más dramático su relato. —¿Entonces? —lo apuró Zorrilla.

      —Quise disparar al aire para llamarles la atención, pero casi me muero cuando descubrí que la pólvora de las balas estaba mojada y no disparaban. Por suerte la última bala sí se disparó. La tropa lo escuchó, dio la vuelta y volvió a buscarnos. Luego nos llevaron al Fortín Mitre y ustedes saben el resto —concluyó.

      —Pero ¿por qué dejaba la guarnición el fortín? —preguntó Zorrilla.

      —El Señor Roca debería poder explicarlo mejor que yo —dijo el joven mirando fijo al militar, pero continuó explicando—. Parece que el Ejército estaba preparando una ofensiva. Los indios lo intuían, por eso estaban tan agresivos. En esos casos las guarniciones de frontera tienen instrucciones de abandonar los fortines porque los indígenas los atacan de a cientos, matando y quemando. Lo que no entiendo es por qué yo no sabía nada de esta ofensiva —dijo mirando a Roca otra vez—. Me mandaban al muere así como así.

      —La ofensiva era secreto —intervino Avellaneda.

      —Estaba pensada para mucho después de su viaje —se defendió Roca, que no precisaba de la ayuda de Avellaneda—. Lo que pasa es que usted demoró muchísimo en empezar la exploración que se le pidió.

      —Me atrasé por la increíble burocracia administrativa estatal; una verdadera máquina de impedir —respondió el joven con un tono de voz un tanto inadecuado.

      —Pero bueno… —Avellaneda quería apaciguar los ánimos— De cualquier manera, y a pesar del susto, nadie salió herido.

      —Herido no, muerto sí.

      —¿Muerto? ¿Quién? —preguntó Zorrilla.

      —Hernández —respondió el joven—. Cuando nos envenenaron lo dejé a él en la toldería de Inacayal porque no se había repuesto. El ingeniero Bovio me dijo que murió a causa de las secuelas del veneno. Como responsable de la expedición que le causó su muerte llevaré ese peso en mi conciencia.

      Hubo un silencio en la sala.

      —Lamento mucho lo ocurrido —dijo Avellaneda—, pero no sea tan duro consigo mismo. Todos los que participaron sabían que había riesgos, y usted se preocupó permanentemente por la seguridad de todos. Nadie puede reprocharle nada.

      —Y hablando del ingeniero Bovio… —dijo Zorrilla— Me llegó una nota de él diciendo tan solo: “No firmen”. Supongo que, si bien la nota la mandó él, debía ser una instrucción suya.

      —Efectivamente.

      —Bueno, cuéntenos los resultados de su viaje —dijo Roca, que se había mantenido al margen mientras hubo tono de reproche—. Nosotros dilatamos todo lo posible las decisiones referidas al tratado, pero ahora estamos apremiados a responder a Chile. Este es nuestro mejor momento para negociar con ellos.

      Chile se encontraba en su mayor momento de debilidad militar, ya que todas sus fuerzas terrestres estaban abocadas a la ofensiva militar contra Bolivia y Perú.

      —Encontré una cosa buena y una mala —dijo el joven enigmáticamente.

      —Empiece por la buena —le pidió el presidente.

      —Lo bueno es que hay un largo corredor verde muy fértil que corre al costado de la Cordillera. Son unas seiscientas millas de largo por unas treinta o cuarenta de ancho. Aproximadamente desde donde está la toldería de Foyel, hasta el norte de Neuquén, cerca de Icalma. La tierra es buena, hay abundantes lluvias; el frío no es muy intenso durante el año. Es territorio apto para la agricultura y, claro está, también para la ganadería. Cuando se colonice la región se podrá obtener de allí una muy buena producción.

      —¿Seiscientas millas por treinta? —Zorrilla calculaba— Es un territorio inmenso. ¿Pero qué hay, entonces, de la maldición de Darwin? ¿Se equivocó el viejo?

      —¿Maldición de Darwin? ¿Qué es eso? —preguntó Avellaneda.

      —No, Darwin no se equivocó ni lanzó ninguna maldición —explicó Moreno—. Cuando él atravesó la estepa patagónica, remontando el río Santa Cruz dijo: “Pesa sobre esta tierra la maldición de la esterilidad.” Pero él se refería a esa zona, la estepa, no a toda la Patagonia. Esta tierra de la que yo le estoy hablando recibe lluvias desde el Oeste, porque las nubes cargadas de agua cruzan los Andes a través de cortes que tiene la cadena montañosa en ciertos lugares. Por eso es mucho más verde.

      —Benditos esos cortes que hechizaron la maldición de Darwin, entonces —dijo alegre Avellaneda.

      —Más o menos —aclaró el joven—. A través de esos cortes, y ahí viene la mala noticia, varios ríos de la región terminan por desaguar en el Pacífico.

      Avellaneda y Zorrilla no llegaron a entender lo que eso significaba, entonces Roca resumió:

      —A ver si entendí bien. Gran parte de ese corredor verde, según el texto del tratado que propone Chile, les correspondería a ellos porque sus aguas desaguan en el Pacífico a pesar de que están de nuestro lado de la Cordillera. ¿Es así?

      —Es correcto —afirmó Moreno.

      —¡La puta madre! —se le escapó a Avellaneda.

      —¿Y cómo pudo pasar eso? Es decir, ¿cómo pueden los ríos atravesar los Andes? —preguntó Zorrilla.

      —Varios ríos caudalosos bajan de las montañas hacia el Este pero al llegar a las morenas glaciares cambian de rumbo, tuercen hacia el Oeste y atraviesan las montañas por angostos y torrentosos desfiladeros.

      —Disculpe mi ignorancia —dijo Avellaneda—. Sr Moreno, ¿qué son morenas? ¿Parientas suyas, quizás? —todos rieron.

      —Hace algunos miles de años la región estaba cubierta por ventisqueros, o glaciares, para ser más correcto, que bajaban desde las montañas. Estos traen gran cantidad de piedras que depositan a sus pies. Cuando los glaciares retrocedieron dejaron verdaderas colinas, llamadas morenas, no en mi honor —más risas—. Esas morenas están de éste lado de los Andes y han cambiado el rumbo de las aguas mandando a los ríos de vuelta a las montañas que, al encontrar un corte en la piedra, se precipitan al Pacífico, mucho más cercano que el Atlántico.

      —Entonces Roca tenía razón. Los chilenos traían un facón escondido bajo el poncho. Ya sabían esto, por eso propusieron “divisoria de aguas” en lugar de “altas cumbres” —razonó el presidente.

      —No creo. ¿Cómo lo podían saber? —dijo Zorrilla—. Ni siquiera pueden explorarlo porque el acceso desde Chile es demasiado difícil. Además los indios nunca los dejarían cruzar.

      —Justamente

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